CINE › ENTREVISTA CON ARTURO RIPSTEIN Y PAZ ALICIA GARCIADIEGO, DOS FIGURAS INDISPENSABLES DE LA CINEMATOGRAFIA LATINOAMERICANA
El director y la guionista mexicanos hablan de su obra, de las clases magistrales que darán hoy y mañana en el Enerc y del supuesto éxito del actual cine de su país, al que definen como “una falacia estadística”.
› Por Luciano Monteagudo
Llegaron el lunes, el día más frío del año en Buenos Aires, y cada uno tenía sus preocupaciones. La de Arturo Ripstein, el gran director de Profundo carmesí y La reina de la noche, era la de hacer su propia campaña personal contra la aerolínea que los trajo de México, “la peor que he conocido” y en la que no pudieron pegar un ojo en toda la noche por la estrechez de los asientos. Para Paz Alicia Garciadiego, su mujer y guionista desde hace veinte años, era la fiabilidad de nuestro Servicio Meteorológico Nacional, que había pronosticado para esa tarde una temperatura moderada. “Estos no son 16 grados”, temblaba su voz cuando el fotógrafo los retrataba en medio de los vientos helados que surcaban la avenida 9 de Julio.
Ambos están en la ciudad para ofrecer hoy y mañana, a las 18.30, en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica que depende del Incaa (Moreno esquina Salta), sendas “clases magistrales”, en el inicio de lo que el Enerc ha dado en llamar “Diálogos con los notables del cine mundial” y que continuarán en septiembre con una master class a cargo del director español Fernando Trueba. Considerando que la última película de ambos estrenada en Argentina fue la ya lejana El coronel no tiene quien le escriba (2000), sobre la novela de García Márquez, se imponía una charla con los autores de un cine original y arriesgado como pocos en el panorama latinoamericano. Página/12 conversó con ellos de sus películas desde entonces (que ya son seis, incluidos dos documentales), de las clases que darán en el Enerc y de la situación del cine mexicano, que definen sin medias tintas.
–¿Qué los trae a la Argentina?
A. R.: Nos invita el Enerc a dar una plática que ellos llaman “Clase Magistral” o “Master Class”, que yo no sé muy bien cómo son, porque yo nunca tomé clases de cine y nunca he ido a una clase magistral, pero transformamos este término más o menos grandilocuente en un diálogo con los jóvenes cineastas –uno tendré yo y otro Paz–, donde conversaré de las cosas que he hecho y trataré de explicar por qué las hice y cómo las hice. Nada más. Me hubiera encantado hacer una conferencia estilo Borges, que eran tan puntuales, tan precisas y tan absolutamente hermosas, pero no es el caso, no está en mi estructura. Más bien tiendo a conversar.
P. A. G.: A mí me interesa mucho hablar en voz alta, porque me sirve hablar de mi métier, de lo concreto del oficio, no necesariamente del porqué de las películas, eso uno lo sabe luego a posteriori y además no las modifica. Me interesa reflexionar sobre el tiempo, cómo manejo yo el tiempo en el cine, porque a veces veo con envidia guionistas que no tienen que preocuparse por el plano-secuencia, entonces la libertad y las dificultades que me implica a mí la relación con el tiempo real a la hora de hacer guiones, porque cuando hablamos de plano secuencia hablamos de tiempo real. Tratar de conversar con los alumnos, aclararles a ellos –y de paso aclararme también a mí– cómo se pueden solucionar esas dificultades o qué diferencias se plantean con guiones más convencionales.
–¿El plano-secuencia en el cine de Ripstein es un a priori, siempre trabaja así?
A. R.: Ocasionalmente sí. Pero nuestra nueva película, El carnaval de Sodoma, no está concebida de esta manera, hay cortes de montaje, como en la mayoría de las películas. Decidí hacerlos porque ya no recordaba cómo se hacían. Y descubrí que, en el mejor de los casos, tienen la misma eficacia narrativa y que es más fácil hacer planos-secuencia.
P. A. G: A mí también se me había olvidado cómo se filma cuando se filma un plano-secuencia. Desde la primera película que hicimos juntos, El imperio de la fortuna, no habíamos vuelto a trabajar de esta manera. Para empezar, es muchísimo más aburrido estar en un set cuando se filma con cortes de montaje: no existe esa tensión que implica el plano-secuencia. Ahora, a nivel de guión, es distinto: modifica mi relación con el tiempo, ya no tengo que estar tan preocupada por la acción real y por las contingencias con los actores.
–¿Por qué cambiaron de estilo?
A. R.: Porque en El carnaval de Sodoma contamos cinco historias, que terminan contando más o menos lo mismo. Lo que cambia son los puntos de vista, que modifican la manera en que vemos los acontecimientos. El plano-secuencia responde a un punto de vista unívoco y aquí, en cambio, necesitábamos multiplicarlos.
–¿Qué cuenta El carnaval de Sodoma? ¿Ya está terminada?
A. R.: Ya está lista, pero no sé con qué resultados. Como es tan próxima, tan cercana y, como todos los nuevos trabajos, tan dolorosa, todavía no tengo una perspectiva clara sobre lo que hice. A veces me toma años descubrirlo. Transcurre en un burdel, dentro del cual hay una serie de personajes que habitualmente lo pueblan y que hablan de dos días, o mejor, dos noches: la de un pequeño, mísero carnaval de pueblo y la noche previa, la que conduce a ello.
P. A. G.: A pesar del título, no hay sexo en la película. La verdad es que se trata de una película mucho más light que otras de las nuestras.
A. R.: Es una comedia, finalmente.
–El título puede llamar a engaño...
A. R.: ¡Y ojalá que lo haga...!
P. A. G: Es un título muy bonito, heredado de la novela que adaptamos, y aunque la película ya no corresponda, el título es maravilloso. Es una historia contemporánea, pero como todo lo que sucede en los burdeles, es también atemporal.
A. R.: La novela es de Pedro Antonio Valdez, un joven escritor dominicano. Que encontré en la República Dominicana, porque ahora ya no se publica para la exportación, sino para el mercado local. Grandes sellos como Alfaguara, como en este caso, publican para la República Dominicana. Y si allí es un best-seller –siempre me he preguntado cómo sería un bestseller en República Dominicana– pasa entonces a Puerto Rico o a Venezuela. Ya no es como cuando yo era joven, que se sabía qué estaba escribiendo quién y dónde. Es una novela muy larga, de más de 500 páginas, de las cuales nosotros adaptamos sólo unas 80, apenas una pequeña parte. Al autor ni siquiera lo conocemos personalmente. Hablamos alguna vez por teléfono, compramos los derechos, pero trabajamos sin él. Por sabiduría: la novela ya está, existe y existirá como tal, más allá o más acá de la película. Y lo nuestro es otra cosa, no tiene absolutamente nada que ver, es una traducción en todo caso.
–También ha estado haciendo documentales...
A. R.: Sí, uno de ellos es Soriano, dedicado a un gran pintor mexicano, muy conocido en nuestro país y fallecido hace muy poco tiempo. Un viejo pintor posterior a la generación de Diego Rivera y Frida Kahlo, pero del mismo entorno. Juan Soriano era un hombre absolutamente delicioso y la película, más que un documental sobre su obra, que también lo es, terminó siendo una suerte de lección de vida a cargo de una persona de una sabiduría asombrosa.
–¿Y Los héroes y el tiempo?
A. R.: Treinta años atrás hice una película sobre la cárcel preventiva de la Ciudad de México, una cárcel que se construyó a principios del siglo XX, que inauguró Porfirio Díaz con gran pompa, una cárcel –si se me permite– hermosísima, inspirada en la prisión de La Santé de París, y que funcionó por más de setenta años. En aquel momento pude entrar a la crujía de los presos políticos, donde cuatro accedieron a hablar conmigo, jóvenes guerrilleros de la lucha armada, y conversamos y filmamos todo lo que pudimos, que no fue mucho, dadas las circunstancias. Y por azares del destino, treinta años después, me encuentro a uno de ellos, y a partir de allí reúno a los otros tres y se sientan y hablan de lo que fue su vida en estas tres décadas. Es un documental absolutamente desprovisto de aquello que entre comillas puede decirse “valores cinematográficos”. Es lisa, llana y rigurosamente un documento de estos cuatro hombres hablando de su vida, su entorno, su experiencia, su participación en grupos de izquierda armada, su captura y lo que terminan siendo hasta el momento.
–¿Qué fue lo que le interesó de estos hombres?
A. R.: La reflexión sobre el paso del tiempo, en qué devino su historia. No son personajes elegidos por mí, no los señalé yo. Eran exactamente los mismos que treinta años atrás accidentalmente accedieron a hablar conmigo.
–¿Y cuál es la mayor diferencia entre entonces y ahora?
A. R.: La derrota. La diferencia fundamental es que cuando yo los conocí en los ’60, a pesar de estar en la cárcel, eran triunfadores. Treinta años después, cuando están libres, son derrotados. Y han cambiado totalmente de opciones. Es muy curioso, porque cuando cambias de ideas y de pareceres, el precio que pagas es enorme, sobre todo cuando formas parte de un movimiento político. Si yo pensara lo mismo que hace treinta años, sería una extraña forma de la fosilización. Pero desde el momento en que cambias de ideas, si has tenido compromiso político, lo que haces es enfrentar una realidad muy tangible, concreta y dolorosa, que es la de la derrota. Y no te lo perdonan, por una extraña y vieja superstición de la izquierda, que dice que siempre tiene que ser así eternamente. Y nadie te perdona el cambio.
–¿Qué repercusión tuvo este documental en México?
A. R.: Ninguna. No se ha exhibido prácticamente. Apenas unas pocas funciones. Mis películas ya son obras secretas.
–¿Por qué?
A. R.: Formamos parte de los fantasmas del cine. Los que creen los ven y lo que no, no los ven. Y son mayoría los que no creen en los fantasmas.
–Esto lleva a preguntarles por la situación del cine mexicano. ¿Qué piensan por ejemplo de Babel, de Alejandro González Iñárritu, que tuvo tanta repercusión en el último Festival de Cannes?
A. R.: Es que no es mexicana esa película. No hay una sola película mexicana en la que Brad Pitt sea uno de los actores. No es posible, no se dan las condiciones. Babel no es mexicana, es una película Paramount. Suponer que Babel es mexicana, porque la dirigió Iñárritu es como suponer que El bebé de Rosemary es polaca porque la dirigió Polanski. Harry Potter no es mexicana, a pesar de que la haya dirigido Alfonso Cuarón. El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, no es una película mexicana, sino española. Entonces, esto de lo que se habla, del éxito del cine mexicano, que son básicamente Cuarón e Iñárritu... Bueno, ellos no están haciendo películas mexicanas hace un buen rato. Es una falacia de la estadística. Y es un argumento que toman los funcionarios para decirnos “esto está yendo muy bien”, pero no es verdad.
P. A. G.: Es el viejo nacionalismo a ultranza, ese que dice “qué bien les va a los latinos en Hollywood” porque Antonio Banderas protagoniza allí unas películas.
A. R.: La situación del cine en México es muy complicada y muy grave. Se están haciendo muchísimas películas, pero a lo que tienden es a “volverse Iñárritu”, irse a triunfar a Hollywood. Se hacen películas que parecen una tarjeta de presentación ante la Columbia Pictures, para que después les produzcan su próxima película con Keanu Reeves. Y ahora tienen ustedes también a su Iñárritu en Hollywood: se llama Agresti.
–¿Y el caso de Carlos Reygadas, el director de Japón y Batalla en el cielo? ¿Cómo lo ven?
A. R.: Es un caso totalmente distinto. Está en las antípodas. Las películas de Reygadas pueden o no gustar, pero creo que es de lo más interesante que hay hoy en el panorama de México. Su propuesta me parece seria, importantísima, en medio del lodazal que termina siendo cierto cine mexicano. Reygadas forma público para el cine y no como otros, que hacen cine para el público.
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