CINE › EL HOMBRE MAS BUSCADO, DE ANTON CORBIJN, CON PHILIP SEYMOUR HOFFMAN
Film absolutamente clásico, con una novela ejemplar de John Le Carré y un conciso guión por sólida base, la película del director de Control arma con paciencia de araña el rompecabezas que define a toda buena intriga de espías.
› Por Horacio Bernades
Cambian las circunstancias, los tiempos, el “enemigo”, palabra que toda buena historia de espías obliga a poner siempre entre comillas. Sin embargo, la sensación de derrota, de traición, de superioridad del mal que impregnaba El espía que volvió del frío (1965), primera novela de John Le Carré adaptada al cine, difiere poco y nada de la que transpira El hombre más buscado, última hasta el momento (las dos posteriores del autor de La casa Rusia están en preproducción). Hace rato que la Guerra Fría no existe más. Otras guerras se libran ahora, más dispersas, con escenarios vecinos por decorados eventuales. El espía que volvió del frío transcurría en la Berlín del Muro; ésta, en la misma Hamburgo de la que emergió Mohamed Atta, cerebro del ataque a las Torres Gemelas. Una Hamburgo en la que, como dice el protagonista, “todo hombre de piel oscura es visto como un posible terrorista... y a veces lo es”. La geopolítica que se desprende de El hombre más buscado está abierta a discusiones. Lo que parece menos discutible es que, una vez más, la obra de Le Carré da lugar a un magnífico film de espionaje. Uno del que pende, de punta a punta y como corresponde, el denso pathos de la pérdida.
Que Philip Seymour Hoffman, abrumado antihéroe del opus 23 (contando sólo las novelas) de Le Carré, haya muerto por sobredosis poco después de terminado el rodaje, materializa ese clima del modo más físico, mórbido y tocante. Jefe de una unidad antiterrorista hamburguesa, Günther Bachmann parece cargar literalmente sobre sus espaldas la catástrofe que el equipo dirigido por él sufrió tiempo atrás en Beirut. Mal afeitado, con una panza que le hace brotar la camisa por fuera del pantalón, fumando más que todos los Mad Men juntos y con un vaso de whisky o un café triple permanentemente en la mano, Hoffman parece “tomado” por su personaje. Tal vez haya que buscar en esa disposición a la autovampirización uno de los motivos del jeringazo postrero. Como modo de olvidar tal vez ese fracaso y esas muertes de las que se siente responsable, Bachmann se concentra ahora, con germana aplicación, no en un caso sino en dos, que él mismo terminará por fusionar.
Por un lado, está el seguimiento a una intachable autoridad espiritual del Islam en Alemania, a quien encarna el recordado protagonista de El sabor de la cereza (el iraní Homayoun Ershadi) y del que el viejo lobo de tierra sospecha posibles conexiones con Al Qaida. Pero un segundo asunto viene a llamar a la puerta, y es bastante más complejo. Un refugiado checheno, posible ex terrorista torturado por los rusos, llega a Hamburgo, escapado de una cárcel turca. ¿Quién es, qué busca? Sacándose de encima a un funcionario de seguridad que visiblemente le quiere poner el pie, Bachmann pone a los miembros de su equipo (entre ellos, los conocidos actores alemanes Nina Hoss y Daniel Brühl) a investigar al checheno. Y con él a una abogada de izquierda, especializada en la defensa de inmigrantes ilegales (la siempre magnética Rachel McAdams) y un banquero “lavador” (el atemorizado Willem Dafoe), a quien el misterioso exiliado por algún motivo viene a contactar. Al mismo tiempo desembarca una “representante de la embajada estadounidense” (eufemismo por autoridad de la CIA, encarnada por una Robin Wright inauditamente morocha), cuyo gobierno muestra interés en el asunto. Bachmann tiembla. Sabe, por experiencia propia, que más vale tener lejos a sus pares del otro lado del Atlántico.
Film absolutamente clásico, con una novela ejemplar y un conciso guión por sólida base, en El hombre más buscado el holandés Anton Corbijn (de la seca Control y la autoinflada El ocaso de un asesino) arma con paciencia de araña el complicado rompecabezas que define a toda buena película de espías. Rompecabezas que, como en El hombre que vino del frío, tiene titiriteros y muñecos. Unos, obligados a bailar por no tener opción (incluyendo un caso particularmente perverso, que se revela recién sobre el final); los otros padeciendo en su conciencia la condición de puppetmasters. Sofisticado arte de la manipulación, se trata de “pescar” a un inocente con un anzuelo al que le asquea serlo, usando al pececito como carnada para atrapar a un predador más grande... que no es siquiera el que está en la parte superior de la cadena alimentaria.
“Todo sea por hacer un mundo más seguro”, es el presunto fin por el que tanto Bachmann como su par de la CIA se dicen dispuestos a recurrir a cualquier medio. En labios de ambos, la frase suena amarga, cínica, autoconsciente de que en el camino todo (la dignidad, la piedad, la lealtad, la propia identidad) va a perderse.
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