Domingo, 4 de enero de 2015 | Hoy
CINE › OPINION
Por Marcelo Schapces *
Tengo la costumbre de guardar cosas, sobre todo aquellas que tienen que ver con la memoria de mis consumos culturales: la factura de compra de las Obras Completas de Lorca en la primera Feria del Libro de 1974, un listado hecho a mano en 1972 con el detalle de los episodios de La Dimensión Desconocida que veíamos en Canal 11, y programas de cine. Muchos programas de cine con las películas que íbamos a ver con mi hermano entre mis 13 y mis 21 años, a veces hasta cinco o seis veces por semana. Ahí destacan las hojas escritas a máquina de las funciones de la Cinemateca en el SHA (Sociedad Hebraica Argentina), y los no menos míticos programas desplegables del Teatro Municipal San Martín, de la Sala Leopoldo Lugones más precisamente. Blancos en su mayoría, con un leve tono marrón claro en parte de los ’70, ahí nos encontrábamos con una información minuciosa sobre películas y directores y muchas veces con los comentarios de Agustín Mahieu, de Jorge Miguel Couselo, de Carlos Burone o del inefable Homero Alsina Thevenet. Yo aprendí cine en esas funciones y con esos programas: ciclos completos de Buñuel, Fellini, Godard, Pasolini, Ray (los dos, Satyajit el indio y Nicholas el americano), y tantos otros nombres que descubríamos por primera vez mientras aguardábamos el ascensor que nos llevaba al piso 10. Ya nos reconocíamos en ese enjambre que se apiñaba en la subida o en aquellos con los que, muchas veces extasiados todavía por las imágenes de la película, decidíamos el descenso a pie por aquellas amplias escaleras de servicio y arribábamos al hall alfombrado ojeando el programa para decidir nuestro próximo objetivo cinematográfico para el día siguiente, o para esa misma jornada un par de horarios después.
Varias generaciones hemos hecho propio el ritual de concurrir una y otra vez a “La Lugones”. Por eso duele esta abstinencia que acaba de cumplir un año por unas obras de remodelación que ya suenan caprichosas y que a esta altura parecen kafkianamente extemporáneas, mientras la Ciudad se priva además de poder ofrecer a tantos directores un espacio alternativo de lujo para sus estrenos como lo tuvieron en su momento Lisandro Alonso, Rodrigo Moreno o Matías Piñeiro. Nadie está en contra de la remodelación ni de las mejoras edilicias, pero lo que en un momento no iba a pasar de siete meses ya lleva más de doce y el horizonte, para tanto cacareo sobre eficiencia de gestión, resulta todavía excesivamente neblinoso.
Uno camina por Corrientes al mil quinientos y algo extraña en ese querer asomarse a la cartelera de “La Lugones”, en ese deseo de ascender hacia el piso 10 y sentir que uno recorre el propio camino del cine. En 1973 vi por primera vez, en esa sala, La pasión de Juana de Arco, de Carl Dreyer. Acababa de comprar el disco Artaud, de Pescado Rabioso, y leía y releía Van Gogh el suicidado por la sociedad. Tocaba entonces ver al poeta francés en ese famoso film mudo. Durante la espera del ascensor alguien me dijo que esa película había inaugurado las funciones de la sala Leopoldo Lugones en 1967. Casi cuarenta y siete años después quisiéramos no tener que rezar a Santa Juana para esperar la reapertura en 2015 de nuestro pequeño (y a la vez inmenso) templo del cine.
* Productor y director de cine.
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