CINE › EL LUGAR DEL HIJO, DEL URUGUAYO MANUEL NIETO, EN EL MALBA
Un estudiante universitario de Montevideo, que viaja al interior para el entierro de su padre, atraviesa a los tumbos variadas circunstancias adversas, saliendo a veces victorioso, en otras empardando la partida, pero siempre fiel a sí mismo.
› Por Diego Brodersen
El segundo largometraje de Manuel Nieto Zas (o Manolo Nieto, como también se hace llamar) es una nueva confirmación de que varias cosas están ocurriendo en la otra orilla del Río de la Plata. La producción uruguaya sigue siendo escasa y algo esporádica, pero también es cierto que, lentamente, se ha ido conformando un cuerpo filmográfico interesante y diverso. Si con su ópera prima La perrera (2008) Nieto acercaba un relato que intentaba cruzar –a veces con aciertos, otras no tanto– la sátira social con el retrato generacional, en El lugar del hijo las intenciones son mucho más ambiciosas y el componente político que se despliega en una parte importante de su metraje transita por caminos resbaladizos, saliendo airoso de gran parte de esos retos autoimpuestos. No es casual que el título internacional con el cual se conoce al film (producido, entre otros, por el realizador Lisandro Alonso) sea The Militant (El militante), menos enigmático y poético que el original, pero acertadísimo en más de un sentido.
¿Dónde y cómo milita Ariel Cruz, el protagonista excluyente de la historia? En principio, junto a un grupo de estudiantes universitarios de Montevideo. Desde la primera escena puede inferirse que se trata de alguien fuera de lo común. En esa secuencia, que transcurre durante la ocupación de aulas y pasillos de una facultad, la cámara lo retrata desde cierta distancia. El padre de Ariel ha muerto y su presencia es requerida en Salto, a unos 500 kilómetros de la capital uruguaya, por obvias razones. El encargado de darle vida al personaje es el actor no profesional Felipe Dieste, quien sufre en la vida real de problemas neurológicos. Su particular dicción y algunos condicionamientos físicos son trasladados a la construcción de la criatura ficcional, pero la película no brinda ninguna clase de explicación. Ni falta que hace. El resultado es notable: un personaje en apariencia retraído y poco idóneo que, sin embargo, demuestra tener una capacidad de resistencia al cambio y un poder de decisión que muchos de aquellos que lo rodean envidiarían, si fueran capaces de reconocer esas cualidades.
En ese sentido, su militancia es mucho más profunda y rica: una militancia de la supervivencia cotidiana, no exenta de ciertos toques de anarquismo, en un mundo condicionado por reglas escritas y no escritas. Ya en Salto, Ariel se topará con otra ocupación estudiantil, con una toma más sutil y menos barullera –la de la casa paterna–, con pilas de deudas legadas por su padre y con un escribano (interpretado por Alejando Urdapilleta, en uno de los últimos trabajos antes de su muerte) dispuesto a cobrarlas cueste lo que cueste. El año es 2002 y la sociedad uruguaya –aunque su escala haya sido menor a la sufrida en estas pampas– atraviesa una crisis económica y social importante. En ese marco histórico –que el film, afortunadamente, rara vez subraya–, el protagonista atraviesa a los tumbos circunstancias adversas, saliendo a veces victorioso, en otras ocasiones empardando la partida, siempre fiel a sí mismo.
Resulta difícil describir una película que se resiste a ser fácilmente aprehendida, que va mutando y tomando diversas formas, muchas de ellas misteriosas. El tono que Nieto elige es usualmente el de un realismo mentiroso, donde la forma de las superficies –fotografiada con gran sutileza y predilección por los contrastes por Arauco Hernández Holz– no alcanza para describir el contenido. El grotesco, que por momentos presidía la mesa de La perrera, no está invitado a esta fiesta, con la excepción de una breve escena en un programa televisivo. Pero el sentido del humor es constante, muchas veces oscuro, y la mirada hacia los grupos de estudiantes en lucha elimina de raíz la posibilidad de la corrección política, atravesando la barrera de la sátira con un nivel de acidez capaz de carcomer preceptos e ideas preconcebidas, bienvenida novedad en tiempos de idealizaciones.
Que a esa toma universitaria se le sume en algún momento una huelga de hambre de matarifes, de la cual Ariel termina participando ejemplarmente, aporta algunas pinceladas más a una pintura social que Nieto presenta sin anestesia. Que uno de esos huelguistas regrese cerca del final y se tope con un Ariel transformado temporalmente en patroncito de estancia es otro de los detalles saludablemente retorcidos de El lugar del hijo. Por cierto, la lucha de clases es reducida al absurdo en el último tramo de la película, cuando el héroe (¿qué otra palabra le cabe?) debe soportar con resignación e impasibilidad una nueva serie de pruebas. ¿Existe finalmente una herencia, ese lugar del título que el hijo debería ocupar? El film no da respuestas directas. O tal vez sí: están ahí, a la vista, en esa tozuda capacidad de vivir según sus propias reglas.
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