CINE › CONCLUYO LA QUINTA EDICION DEL BEIJING INTERNATIONAL FILM FESTIVAL
Festival oficial, organizado por los más altos estamentos del aparato estatal chino, el Bjiff contó este año con la curaduría de Marco Müller para la competencia oficial, donde se vieron varios títulos en los que lo político no estuvo reñido con lo popular.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Beijing
Es tal la magnitud del festival, acorde a la de la ciudad que lo cobija –ronda los 25 millones de habitantes–, que resulta difícil si no imposible hacerse una idea de la totalidad del Beijing International Film Festival, que culminó ayer. Apenas un niño todavía, con cinco ediciones recién cumplidas, el Bjiff está atravesando una etapa de cambios y transformaciones, al punto de que su próxima edición será recién en noviembre de 2016. Sigue siendo un festival oficial, organizado por los más altos estamentos del aparato estatal chino, con todo el protocolo y la pompa y circunstancia que ello implica, pero este año, con la incorporación del reconocido curador italiano Marco Müller –que supo dirigir los festivales de Rotterdam, Locarno, Venecia y Roma– se percibe la voluntad de jerarquizar e internacionalizar, en principio, la competencia oficial, que es la que Müller y su equipo tuvieron a su cargo. Y la que básicamente pudieron cubrir los medios extranjeros invitados.
No es que los periodistas llegados del exterior tuvieran vedadas otras funciones que no fueran las del concurso oficial. El problema eran las distancias y la circulación de la información. Si se llegaba a tener acceso a una grilla completa (algo no siempre fácil en un festival que todavía parece pensado en muchos sentidos como un evento local), se podía descubrir que la competencia era apenas la punta del iceberg. Hubo 23 salas de grandes dimensiones y ocho universidades a disposición del festival, pero para un recién llegado no resulta sencillo trasladarse de un distrito a otro de la gigantesca ciudad en busca de las casi 300 películas de todo el mundo que incluía la sección informativa Panorama, entre ellas muchas de la última temporada del Oscar (Birdman, El Gran Hotel Budapest), que según el periódico del festival fueron las más buscadas por el público local.
Por ejemplo, una excursión al China Film Archive, para acceder a una tentadora retrospectiva de clásicos chinos restaurados del período inmediatamente posrevolucionario –Miserable at Middle Age (1949), de Shi Hui, o The Story of Wu Xun (1950), de Zhao Dan, dos directores homenajeados por el festival en el centenario de su nacimiento– terminó en una paradójica frustración. Después de más de una hora de viaje en subte desde el distrito céntrico de Dongcheng, este cronista nunca llegó a encontrar –pese a la ayuda y la buena voluntad de una docena de transeúntes, conductores de rickshaw y hasta taxistas– la dirección anhelada. Pero a ese caso típico de desencuentro idiomático y cultural, le siguió el descubrimiento del distrito de Haidian, como todo Beijing pleno de contrastes, una zona (resulta difícil pensar la idea de barrio en estas dimensiones) que alberga tanto a algunas de las más importantes universidades del país como a apacibles hutongs o pequeñas barriadas de intrincados corredores, con infinidad de viviendas, comercios y mercados callejeros. Walter Benjamin decía que no había nada mejor para conocer una ciudad que dejarse llevar y perderse en ella.
Para acceder al lujoso y central Oriental Theater, donde se desarrolló la competencia oficial, bastaba en cambio con presentarse puntual en la puerta del hotel una hora antes del comienzo de la película elegida y una combi del festival se encargaba de luchar contra el tráfico infernal y depositar peinados y planchados a los invitados en la puerta del teatro. Esa asepsia podía ser combatida internándose en el populoso pero impecable subterráneo, muy sencillo de utilizar por debajo de la tierra, pero no tanto cuando se emergía a la calle. Aquello que en el mapa parecían apenas un par de cuadras, se volvía mágicamente kilométrico, tal es la dimensión de las calles y avenidas de Beijing.
Si hubo alguna tendencia perceptible en los quince títulos de la competencia oficial del Bjiff (dedicada exclusivamente a estrenos internacionales o mundiales) fue la de un cine, en general, de factura más bien clásica, dirigido a un público amplio, con valores de producción y sin mayores complejidades estructurales o narrativas. En este marco, llamó la atención una película como la británica The Falling, segundo largo de ficción de Carol Morley, que tiene un tono entre fantástico, erótico y oscuro. La acción transcurre en un típico colegio inglés “para señoritas” a fines de los años ’60. Allí, la chica más desarrollada sexualmente comienza a tener primero unos extraños desvanecimientos, hasta que en uno de ellos, luego de unos espasmos casi epilépticos, termina muerta, ante la perplejidad de sus compañeras y docentes. El episodio no tardará en desatar una suerte de histeria colectiva que afectará a todo el colegio, incluidas algunas profesoras. Y todas –empezando por la mejor amiga de la muerta, interpretada por Maisie Williams, la famosa Arya de Game of Thrones– irán desmayándose paulatina pero masivamente, al punto de llegar al cierre del colegio. El film recuerda, sin duda, a Picnic en las rocas colgantes (1975), de Peter Weir, por esa suerte de extraña sublimación con que las chicas expresan sus deseos sexuales, pero tiene su propia impronta, que el crítico británico Peter Bradshaw, de The Guardian, asoció tanto con la poesía dark de Nick Drake como con el cine de la argentina Lucrecia Martel.
En un plan que excede en mucho su estilo pop habitual y se interna de lleno en el grotesco, el director japonés Sion Sono trajo a Beijing el estreno mundial de Love & Peace, donde un triste burócrata que sueña con ser un rock star tiene como única compañía una tortuga que termina convirtiéndose en una suerte de monstruo mutante, típicamente japonés. Lo singular del film de Sono –sus fans del Bafici todavía recuerdan su Suicide Club (2001)– es que detrás de la pesadilla del protagonista está el sueño de todo un país, convertirse nuevamente en la sede de los nuevos Juegos Olímpicos, con lo cual la película cuestiona a la vez el patrioterismo nacionalista y el papel que juegan los medios masivos en esa construcción.
Aunque expresado de manera muy diferente, es el mismo tema del film coreano en concurso, The Whistleblower (El informante), dirigido por la directora Soon-rie Yim. Basado en un caso real que en su momento tuvo difusión mundial, la película de Yim narra un monumental fraude científico que sólo pudo ser posible porque el orgullo nacional, fogoneado por los políticos de turno, se imponía por encima de la verdad, que tampoco la prensa quería difundir. Construido al modo de un eficaz thriller político, con el dinamismo que suele caracterizar al cine coreano de género, The Whistleblower encendió particularmente a la platea del Oriental Theater, que supo mostrarse más efusiva que con otras películas, quizás porque vio reflejados allí algunos casos de corrupción política que sacudieron a la opinión pública china en los últimos tiempos.
El cine de género como excusa para plantear preocupaciones de orden político también es evidente en la película rusa Belaya belaya noch (Una noche blanca, blanca), segundo largo de Ramil Salakhutdinov. Un detective privado a la vieja usanza –desaliñado, solitario y justiciero quijotesco– recorre las calles de San Petersburgo de hoy en busca de un muchacho moscovita que salió de su casa para ir a un concierto de rock y nunca más volvió. De a poco, irá descubriendo que el adolescente se involucró con una ONG que combate la especulación y los negociados inmobiliarios en la ciudad, detrás de los cuales están no sólo una violenta mafia organizada sino también, se infiere, la elite política, tan indiferente a la belleza histórica de San Petersburgo como permeable al dinero rápido y fácil. Gris y melancólico como sólo puede serlo un film ruso, el de Salakhutdinov no parece avizorar un futuro para su país, salvo que se mire hacia el pasado. No por nada el film termina con un plano fijo de uno de los famosos puentes levadizos de la ciudad, que inmediatamente traen a la memoria –Eisenstein mediante– los que atravesaron las fuerzas bolcheviques en la revolución de octubre de 1917.
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