Jueves, 24 de agosto de 2006 | Hoy
CINE › “LA DAMA EN EL AGUA”
En su nuevo film, M. Night Shyamalan lleva el gusto por lo fantástico a extremos cercanos a la carcajada. Y, de hecho, la misma película contiene una serie de comentarios paralelos que señalan los dislates del propio guión.
Por Horacio Bernades
Para concebir qué clase de película es La dama en el agua sería necesario imaginar a un adulto que inventara su propia variante de Caperucita Roja, intentando convencer a los demás (y a sí mismo) de que el destino de la humanidad depende –en serio, no en sentido figurado– de la llegada a tiempo de los cazadores. Si se reemplaza a Caperucita por una benéfica entidad acuática, se le pone al lobo feroz una vegetación verde en donde irían los pelos y se convierte a los vecinos de un condominio en los cazadores de Perrault, se obtiene algo parecido a La dama en el agua. Pero sólo parecido, porque todavía falta lo más importante: alguien que narre esta historia con la seriedad de quien ha sido llamado a transmitir a los hombres algo semejante a las Tablas de la Ley.
Y todavía estaría restando el elemento que hace de la última película de M. Night Shyamalan el artefacto más inexplicable que haya dado el cine universal en mucho tiempo. Sucede que, al mismo tiempo que la cuenta con la mayor seriedad del mundo, su creador despliega una suerte de película paralela, que coexiste con la anterior y es contenida por ella. Y esa película se la pasa tomándole el pelo a la “versión oficial”, hasta el punto de anular su sentido. Qué es lo que quiso hacer el realizador y guionista de Sexto sentido es una pregunta que sólo uno de los personajes de La dama en el agua parecería en condiciones de responder. Ese personaje es un crítico de cine sabihondo y arrogante, que –en la escena más autorreferente y divertida de una película a la que no le falta ninguna de ambas cosas– termina recibiendo el merecido que Shyamalan (por lo visto no muy conforme con la respuesta que los críticos de su país han dado a sus últimas películas) le tiene destinado.
Divertida, autorreferente y desconcertante, sí. Pero también (antes que nada, tal vez) ridícula, solemne y grandilocuente: así es la película que eleva a la enésima potencia a El protegido, Señales y La aldea, y que las parodia a la vez. Como un Tolkien de entrecasa, Shyamalan despliega aquí toda una mitología propia, en la que seres llamados scrumps, narfs, tamutics y ealones, habitantes del Mundo Azul, irrumpen en medio de la más crasa cotidianidad terrícola. En la piscina de un condominio, para ser más precisos. Claro que no se trata de un condominio cualquiera: la diversidad racial hecha de blancos wasp, latinos, asiáticos e indios revela que ese edificio es, para un autor que no le teme a mayúscula alguna, ni más ni menos que un Concentrado Representativo del Mundo Contemporáneo.
Allí se aparece primero una suerte de ninfa acuática llamada Story (Brice Dallas Howard, que en una semana sumamente atareada protagoniza también Manderlay) y detrás viene una bestia asquerosa que intenta devorarla. Story es una narf y el lobo verde que la persigue, un scrump. Para que pueda volver sana y salva al Mundo Azul, todos los habitantes del condominio, liderados por el encargado (el gran Paul Giamatti, más agitado que nunca y tartamudeando), deberán practicar un ritual que permita que un águila llamada Gran Ealón se la lleve en vuelo, mientras tres monos también asquerosos (los tamutics) despedazan al scrump. Vaya con Shyamalan, que no se priva de interpretar a un escritor cuyas avanzadísimas ideas permitirán que el día de mañana, un niño nacido en el Oeste Medio de los Estados Unidos se convierta en el Mesías que, se supone, todos estamos esperando.
Todo este estropicio de mitos de segunda mano, salvacionismo de tercera, trascendentalismo de cuarta y mesianismo de quinta haría de La dama en el agua la película más risible del año... si no fuera porque es ella la primera en reírse, acudiendo a personajes que se burlan de lo que sucede o develando como tales las demenciales arbitrariedades del guión. Y empujando las cosas a un ridículo tal que las claves del misterio –el equivalente de los criptogramas de El Código Da Vinci– terminan resultando unas cajas de cereal. ¡Y después de esta escena viene otra en que el encargado del edificio hace catarsis y, entre llantos y moqueos, recuerda la noche en que asesinaron a toda su familia, lo cual lo llevó a abandonar para siempre la profesión de médico y dedicarse a reparar cueritos, ajustar lamparitas y limpiar piscinas llenas de narfs!
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