Lun 18.05.2015
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CINE › CAROL, DE TODD HAYNES, EN LA COMPETENCIA OFICIAL

La sensibilidad del mejor melodrama

El cineasta estadounidense presentó una espléndida adaptación de la novela de Patricia Highsmith. Exhibe con rara elegancia y delicadeza la historia de un amor prohibido entre dos mujeres, en la puritana Nueva York de comienzos de los años ’50.

› Por Luciano Monteagudo

Página/12 En Francia

Desde Cannes

“La inspiración para este libro me surgió a finales de 1948, cuando vivía en Nueva York. Había acabado de escribir Extraños en un tren, pero no se publicaría hasta fines de 1949. Se acercaban las Navidades y yo estaba un tanto deprimida y bastante escasa de dinero, así que para ganar algo acepté un trabajo de dependienta en unos grandes almacenes de Manhattan, durante lo que se conoce como las aglomeraciones de Navidad, que duran más o menos un mes. Creo que aguanté dos semanas y media.” Este recuerdo pertenece a Patricia Highsmith y a la génesis de su segunda novela, The Price of Salt, publicada en 1951 con seudónimo, y mucho después vuelta a publicar como Carol, ya bajo su propio nombre, cuando había pasado el riesgo de la estigmatización por lesbianismo. Y Carol se titula también la espléndida adaptación del director estadounidense Todd Haynes, que ayer iluminó la competencia oficial del Festival de Cannes, donde cualquiera de sus dos estupendas protagonistas, Cate Blanchett y Rooney Mara (o ambas, por qué no), pueden llegar a quedarse con el premio a la mejor actriz. Director tan valioso como poco reconocido en Argentina, donde a su obra se la asocia sobre todo con la cultura rock –en primer lugar por su originalísima aproximación biográfica a Bob Dylan en I’m Not There (2008), y también, una década antes, por Velvet Goldmine, su revisión crítica de los años dorados del glam rock– Haynes es un cineasta con una particular sensibilidad hacia el mejor melodrama. Lo probó con creces en esa obra maestra olvidada que fue Lejos del paraíso (2002), donde revisitaba el universo de Douglas Sirk, pero introduciendo elementos tabú en los mélos de Hollywood de los años ’50, como el racismo y la homosexualidad. Lo confirmó luego con su celebrada miniserie Mildred Pierce (2011), adaptación de la novela de James M. Cain que en su momento ya había protagonizado Joan Crawford. Y ahora lo ratifica una vez más con una pieza de una rara elegancia y delicadeza como es Carol, la historia de un amor prohibido entre dos mujeres en la puritana Nueva York de comienzos de los años’50.

A diferencia de Far from Heaven, donde Haynes –y su gran fotógrafo de siempre, Ed Lachman– recreaba la estética extrema y de colores rabiosos de los melodramas de la Universal producidos por Ross Hunter, aquí el director es muy fiel al espíritu más bien frío y clínico de la literatura de Highsmith, lo que no le impide llegar paulatinamente a un final conmovedor. Rooney Mara –Red social, La chica del dragón tatuado, Her– es Therese, aquella joven empleada de unos grandes almacenes que fue Highsmith y que dio pie a su novela. Y Cate Blanchett (que para Haynes fue uno de los seis Dylan de I’m Not There, lo que le valió el premio a la mejor actriz en la Mostra de Venecia) es Carol, la gran dama de Manhattan que con su sola, aristocrática, etérea presencia provoca el inmediato enamoramiento de Therese.

No son tiempos fáciles para ninguna de las dos. Carol está atravesando un conflictivo divorcio, que le cuesta la tenencia de su hija, y Therese está desconcertada, todavía no sabe qué pensar de su vida ni de su sexualidad. Lo único que entiende es que no puede apartarse de Carol, quien en un acto de coraje –estamos hablando de 1953– le propone dejar todo atrás y hacer un viaje juntas, subirse a su imponente Packard y partir sin rumbo fijo hacia el Oeste, aunque más no sea para respirar la libertad de la ruta y de su mutua compañía en soledad. “La de Todd es algo más que una película de época”, declaró Cate Blanchett en la conferencia de prensa que siguió a la proyección del film. “Estamos viviendo tiempos muy conservadores. Y si pensamos distinto, estamos muy equivocados. Hay muchos países en donde la homosexualidad todavía es algo ilegal.” Más allá de su contingencia, sin embargo, Carol es esa clase de films que perdurarán por la madurez narrativa de su director y por la calidad de su adaptación, tan fiel al espíritu original de la novela como libre cuando tiene la necesidad de apartarse de ella.

En el otro extremo de la Croisette, en la Quincena de los Realizadores, América latina –que tiene este año una presencia muy exigua en Cannes– se hizo presente con un documental chileno que no llama tanto la atención por su construcción cinematográfica sino por los materiales inéditos, sorprendentes con los que trabaja. Se trata de Allende mi abuelo Allende, un film de la nieta del legendario presidente chileno, Marcia Tambutti Allende. Tal como sugiere el juego de palabras del título, el documental de Marcia pretende ir “más allá” de la figura icónica de su abuelo, de quien ella reconoce no tener recuerdos personales, porque tenía meses apenas cuando se produjo el golpe militar que empujó a toda la familia al exilio. “Mis primeros recuerdos de él son los de los afiches que en México denunciaban la dictadura en Chile y llevaban impreso el rostro del presidente Allende”, dice al comienzo de la película. “Conocía sólo su cara, nunca lo había visto de cuerpo entero.”

Casi cuatro décadas más tarde, Marcia se convierte en la memoria incómoda de su familia, porque se empeña en conocer al hombre que estaba detrás de la cristalizada figura pública. Sabe todo de su trayectoria política, pero quiere conocer al marido de su abuela, al padre de su madre y de sus tías, a su abuelo y el de sus primos. ¿Cómo era en la intimidad El Chicho, como le decían a Allende en la familia? ¿Era cariñoso con los suyos? ¿Tenía tiempo para ellos? ¿Hasta qué punto le fue posible ser el líder de la revolución democrática chilena y el pater familias de un clan al cual reunía en su casa aun cuando tenía que hacer frente a todas las responsabilidades de la presidencia?

Las respuestas se van volviendo más y más complejas a medida que avanza el film y Marcia va venciendo, no sin dificultades, la reticencia de todos y cada uno de sus familiares, a quienes de a poco les va arrancando no sólo recuerdos y fotos personales, sino también confesiones que, no por dolorosas, dejan de ofrecer el retrato de un hombre que –como tantos– fue uno y muchos a la vez. En este sentido, resulta determinante, casi el eje de la película toda, la abuela Tencha, que murió en 2009, a los 94 años, y a quien su nieta Marcia llegó a entrevistar varias veces. Es ella quien lo acompañó en casi todas sus campañas políticas, desde que lo conoció en 1939 hasta el sangriento golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Es ella quien da pruebas del amor del “Chicho”, que nunca quiso separarse de ella, pero también quien confiesa el carácter de mujeriego de su marido. “Le gustaba flirtear... ¿Si yo tenía celos? ¿Y qué hubiera ganado con eso?”, se resigna en uno de sus últimos recuerdos.

No hay, sin embargo, un regodeo del film en los aspectos más oscuros de la familia de Allende (como el del suicidio de su hija Tati, en su solitario exilio en La Habana, en 1977) sino más bien por el contrario, prima un espíritu de reconciliación familiar, como si hubiera sido necesaria la película de la nieta Marcia para que los Allende finalmente se hubieran sentido más juntos y hubieran podido recuperar al hombre detrás del bronce, del mármol, del afiche.

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