CINE › GERARD DEPARDIEU E ISABELLE HUPPERT EN EL TRAMO FINAL DEL FESTIVAL
La legendaria pareja de Loulou volvió a reunirse 35 años después para Valley of Love, rodado en el Valle de la Muerte californiano, donde espera encontrar respuestas al suicidio de su hijo. Mucho más valioso es el testamento fílmico que dejó Manoel de Oliveira.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Hace diez días, el Festival de Cannes arrancó su edición número 68 con Catherine Deneuve fatigando la alfombra roja y ayer, ya muy cerca de la clausura, que será mañana por la noche, cumplieron con el ritual de la montée des marches nada menos que Gérard Depardieu e Isabelle Hu- ppert, la pareja protagónica excluyente de Valley of Love, de Guillaume Nicloux, la quinta película francesa que integra la competencia oficial. Se diría que este año, como nunca, los locales no ahorraron poder de fuego mediático y convocaron a las estrellas más brillantes de su star system para el desfile ante los paparazzi del mundo.
El núcleo de Valley of Love, filmada íntegramente en el Valle de la Muerte de California –no muy lejos de donde Michelangelo Antonioni rodó su mítica Zabriskie Point (1970)– es la idea del duelo, de cómo enfrentar la muerte de un ser querido. Y duelos y lutos y muertes ha habido muchos este año en el concurso oficial de Cannes, empezando por Mia madre, la película de Nanni Moretti, que logró quitarle al tema algo de su pathos, quizás porque esta vez, a diferencia de experiencias anteriores, el director no hace de sí mismo sino que se permite tomar distancia y deja su alter ego en manos de una gran actriz, Margherita Buy. Muerte y duelo había también, y de qué manera, en la desafortunada The Sea of Trees, de Gus Van Sant, la única película que se fue unánimemente abucheada este año de la Croisette. Un poco como en el film de Van Sant, en Louder tan Bombs, del noruego Joachim Trier, un viudo (Gabriel Byrne) y sus hijos tampoco terminan de sobreponerse a la muerte –¿el suicidio?– de su esposa, encarnada por la Huppert, en su segunda incursión en la competencia.
¿Qué otra cosa sino un interminable duelo es El hijo de Saúl, la ópera prima del húngaro László Nemes que dividió aguas entre la crítica por su inmersión en la antesala de las cámaras de gas de Auschwitz, donde un sonderkommando (uno de esos prisioneros judíos esclavizados por los nazis que luego corrían la misma suerte de sus semejantes) trata por todos los medios de impedir la cremación de quien cree su hijo e intenta darle santa sepultura? El hotel geriátrico de Youth, la comedia del italiano Paolo Sorrentino protagonizada por Harvey Keitel y Michael Caine (probable candidato al mejor actor) no es, de ninguna manera, el triste sanatorio para enfermos terminales de Chronic, del mexicano Michel Franco, donde Tim Roth acompaña en su último trance a quienes se despiden de la vida. Pero el forzado mensaje de optimismo y esperanza de Youth nace del duelo del personaje de Caine, que tampoco puede ni quiere olvidar a quien fue su esposa.
Las tres hermanas de Unimachi Diary, del japonés Hirokazu Kore-eda, conocen a su pequeña hermanastra en el entierro de su padre, mientras que los refugiados de Dheepan, rodada por el francés Jacques Audiard en los suburbios de París, no pueden dejar atrás los recuerdos de sus seres queridos, masacrados en la guerra civil de Sri Lanka. Si hasta sombrío protagonista de Sicario, del quebecoise Denise Villeneuve, se supone que mata contratado por uno u otro bando –sea el Cartel de Medellín o la CIA– para vengar la muerte de su mujer y sus hijos.
¿Y qué es lo que hacen Depardieu y la Huppert tan lejos de casa, en medio de ese tremendo desierto californiano, una gigantesca olla seca, a cincuenta metros por debajo del nivel del mar y con más de 40 grados de temperatura a la sombra, si es que la encuentran? Sucede que el hijo de esta pareja de actores, que vivía en San Francisco, se suicidó. Y no tuvo mejor idea que dejarle una nota a cada uno de ellos –que hace tiempo están separados– para que se reúnan en el Valle de la Muerte y lo conviertan en el Valle del Amor del título de la película. Para convencerlos, les ha escrito que, desde el más allá, él volverá para un último adiós, para una postrera reconciliación entre los tres, que nunca se conocieron a fondo ni se llevaron muy bien. Primero suspicaces y descreídos, pero movidos por el remordimiento y la culpa, Gérard e Isabelle –sus personajes son actores y se llaman como ellos mismos, quizás para generar una rara empatía el espectador– paulatinamente se van dejando imbuir por la desolación del paisaje y comienzan a recibir unas extrañas “señales”, que se manifiestan físicamente incluso, y que les proporcionan la esperanza y la redención que quizás no se atrevían a pedir en voz alta.
Hay algo resueltamente forzado, incongruente en el film de Guillaume Nicloux, un director que ya había demostrado peligrosas tendencias místicas en La religiosa, su adaptación de la novela de Diderot, donde también contaba en el elenco con Isabelle Huppert. Se diría que todo lo que tiene que ver con el guión es desafortunado, empezando por esa confesión que hace Gérard, cuando le cuenta a Isabelle que le acaban de diagnosticar un cáncer de próstata. Por el contrario, todo aquello que se escapa de los márgenes del libreto es lo que vale la pena. Que son Depardieu y Huppert juntos, en silencio, apropiándose del paisaje, como si de pronto recordaran –y le recordaran al espectador– que alguna vez también trabajaron a dúo, cuando eran jóvenes y bellos, treinta y cinco años atrás, en la memorable Loulou (1980), de Maurice Pialat. Es como si el verdadero duelo de la película fuera por quienes ellos alguna vez fueron y por un cine francés que ya no tiene esa categoría.
En un festival pleno de duelos, el más sincero, original y emotivo fue la proyección especial –especialísima, por sus características– de Visita ou Memórias e Confissões, el film póstumo que el gran director portugués Manoel de Oliveira dejó expresamente a modo de testamento. Rodado en 1982, cuando Oliveira tenía apenas 73 años, permaneció inédito a pedido expreso de su director, que sólo autorizó su exhibición una vez después de su muerte. Claro: nadie, empezando por él mismo, que en ese momento atravesaba un período de crisis, pensaba que iba a tardar tanto en llegar. Es así que la película fue conservada durante más de 40 años en la Cinemateca de Lisboa, hasta su fallecimiento en abril pasado, a los 106 años.
Se trata, como su título indica, de una visita guiada a su querida casa familiar en Oporto, una hermosa mansión con forma de barco y rodeada de árboles –la gran palmera como un portero señorial, el pino como una bailarina javanesa, los describe una voz en off– en la cual el gran cineasta, piedra fundamental del cine portugués desde el período mudo, va desgranando sus memorias y también dando pie a sus confesiones. Sucede que esa casa que vio nacer a sus hijos y a sus nietos, en la que vivió durante cuarenta años con su querida esposa María Isabel y donde concibió y escribió casi todas sus películas hasta entonces, en ese momento la tuvo que vender, por razones económicas.
Y el film es el duelo que hace Oliveira de esa casa de la que debe desprenderse, una obra íntima, personal, concebida como un diálogo con sus recuerdos, donde no faltan su dolorosa experiencia en prisión durante la dictadura de Salazar en 1963, sus relaciones con las mujeres, así como sus reflexiones acerca de la muerte y de la paradójica realidad fantasmática del cine. Tanto que ahí estaba Manoel de Oliveira, en la Salle Buñuel del Palais des Festivals, hablándole a los espectadores, mirándonos a los ojos, sabiendo que el buen cine es, siempre, un eterno presente.
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