CINE › LA CALLE DE LOS PIANISTAS, DOCUMENTAL DE MARIANO NANTE
La notable ópera prima de Nante, que tiene como eje a la familia Tiempo, todos pianistas, trata sobre una dinastía de músicos argentinos para quienes en una nota, una inflexión, una tonalidad, puede llegar a jugarse el destino del mundo.
› Por Horacio Bernades
Película de cierre del último Bafici, en La calle de los pianistas lo único que importa tanto como cada sonido es cada silencio. Es lógico que así sea: la ópera prima de Mariano Nante (Buenos Aires, 1988) trata sobre una dinastía de músicos argentinos para quienes en una nota, una inflexión, una tonalidad, puede llegar a jugarse el destino del mundo. Son los miembros de la familia Tiempo, pianistas todos ellos. Protagonista: Natasha, miembro destacado, a los 14 años, de una cuarta generación que ya parece contar en su primita de 3 con una segunda representante. En la musicalidad de su forma, la película de Nante espeja la de su contenido.
“Pasame el pie de la clave de sol”, pide Sergio Tiempo a la inminente niña prodigio del clan, su hija Mila, para colocarle el zapatito en el pie derecho. Sergio, de cuarenta y pico, es hermano de Karin, ex niña prodigio que lleva el apellido Lechner. Karin es la mamá de Natasha Binder, que supo tocar en el Colón a los diez, y en el presente de la película está por dar un concierto en Bruselas, donde viven todos. Incluyendo a babascha Lyl, madre de Sergio y Karin e hija de Antonio de Raco, legendario formador de músicos argentinos. Para completarla, todos ellos son amigos y vecinos de Martha Argerich, que vive en la casa de al lado. De allí el título.
“Escuchá, ésa es Martha”, avisa Alan Kwiek, otro pianista que vive en esa asombrosa Rue Bosquet, durante un almuerzo de domingo con amigos. Que, por supuesto, son músicos. Y todos dejan de comer y paran la oreja, para escuchar gratis a la genial vecina de al lado. La calle de los pianistas es, entre otras cosas, una oda a la burbuja creativa, al territorio de unos pocos metros cuadrados en los que se gesta arte. ¿Arte sublime? Tal vez, pero ejercido, practicado y trabajado como duro oficio. Para decirlo en términos musicales, uno de los leitmotiv de La calle de los pianistas es la vecindad. En todos sus sentidos: el endogámico, el protector y también el persecutorio: Alan Kwiek confiesa que no lo pone nada tranquilo eso de que otros pianistas anden escuchando sus ensayos a través de las paredes.
Otro leitmotiv es, claro, el de la familia, que curiosamente entraña exactamente los mismos sentidos que la vecindad. La familia aparece claramente centrada en el eje abuela-mamá-nieta: un matriarcado en pleno funcionamiento. El abuelo ocupa el rol de actor (muy) secundario. Hasta el punto de que lo único que se sabe es el apellido. Se lo ve, siempre al lado de su esposa, en dos o tres reuniones familiares. Cosa que no sucede con el señor Binder, a quien no se lo nombra ni se lo ve, ni en lo que dura una semicorchea. Un tercer leitmotiv, algo más oculto, es el de la transmisión de afectos y conocimientos, que se manifiesta entre las tres generaciones del clan. “Mi amor” es posiblemente la frase no musical más reiterada a lo largo del metraje.
No por estar ingresando en la adolescencia, ese encanto de chica que es Natasha (encanto natural, a diferencia de los sobrecargados niños prodigio del cine de ficción) deja de amar a mamá Karin. Mamá mira a Natasha y los ojos negros se le derriten. Basta que se siente a tocar una canción infantil con su otra nieta para que la abuela, severísima idische bobe, se convierta en otra miel. Y sin embargo, ¿cuánto habrá de mandato, de imposición latente, en ese destino familiar del piano? La película, que es cero periodística, no pretende responder eso ni ninguna otra cosa. Cine puro, La calle de los pianistas no investiga. Muestra, filma, encuadra, corta. Permite adivinar la severidad de babascha Lyl, la hipertensión de Karin cuando se pone exoftálmica, cierto grado de presión en Natasha, que en una escena llega a quejarse, casi sin que se advierta, del amoroso hinchapelotismo de mamá Karin.
Como viene sucediendo últimamente (ver Carta a un padre, de Edgardo Cozarinsky, El color que cayó del cielo, de Sergio Wolf, la actualmente en cartel Damiana Kryygi, de Alejandro Fernández-Mouján, la próxima Al centro de la Tierra, de Daniel Rosenfeld, productor ejecutivo de ésta, la mismísima Bloody Daughter, de Stéphanie Argerich), un documental vuelve a tener un grado de elaboración visual, de exquisitez incluso, que desmiente que sea éste el campo exclusivo de lo urgente. En términos narrativos Nante deja coexistir, de modo absolutamente orgánico, todas las líneas –la de la vecindad, la de la burbuja, la de lo familiar, la del matriarcado, la de la transmisión, la de la producción familiar de niños prodigio– sin permitir que ninguna predomine.
La seguridad en el uso de los materiales que exhibe Nante es asombrosa, teniendo en cuenta que filmó la película a los 26. ¿Joven prodigio? Lo más prodigioso de este film de prodigios (Natasha es, más allá de lo musical, un prodigio de calma casi zen, en medio de una familia en la que la tensión subyace) es la absoluta invisibilidad de la cámara, el drástico borrado del aparato cinematográfico. Lo cual da por resultado una muestra de cinéma verité en la que, paradójicamente, los planos parecen tan poco librados a la improvisación como las notas que los Tiempo tocan al piano.
Argentina, 2015
Dirección: Mariano Nante.
Guión: M. Nante y Sandra de la Fuente.
Fotografía: Juan Aguirre.
Montaje: Alejo Santos.
Sonido: Gaspar Scheuer y Diego Martínez Rivero.
Duración: 85 minutos.
Intérpretes: Natasha Binder, Karin Lechner, Lyl de Raco, Sergio Tiempo, Alan Kwiek.
Estreno en los cines Village Recoleta, Arte Multiplex Belgrano y Malba.
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