CINE › MATíAS PIñEIRO PRESENTA LA PRINCESA DE FRANCIA
El quinto largo del director es el tercero, después de Rosalinda y Viola, que utiliza comedias de Shakespeare para realizar un cine rabiosamente contemporáneo. “No soy un experto en su obra, pero me dinamiza para armar mis propias ficciones”, dice.
› Por Oscar Ranzani
El quinto film de Matías Piñeiro es, a la vez, el tercero que utiliza una obra de William Shakespeare como disparador de su propia ficción: así como en 2010 estrenó Rosalinda –que llevaba el mismo nombre que el personaje de As You Like It, comedia del eterno dramaturgo inglés–, y en 2012, con Viola tomó como punto de partida Noche de reyes, ahora es el turno de La princesa de Francia, basada libremente en Trabajos de amor en vano. Tras esta trilogía –en que Piñeiro denomina a sus componentes “Las shakespereadas”–, el cineasta lejos está de agotar la enorme cantera de creatividad que el autor le despierta. De hecho, no se puede hablar de fin de ciclo porque es el propio Piñeiro el que anticipa que está terminando una cuarta película inspirada en otra comedia de Shakespeare. Lo interesante es cómo el realizador logra utilizar a Shakespeare –que de por sí no perdió vigencia a pesar de los siglos– como un trampolín a ficciones bien actuales y contemporáneas. El jueves próximo, La princesa de Francia tendrá su estreno exclusivo en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Corrientes 1530), luego de su première mundial en el Festival de Locarno y de llevarse el premio a la mejor película en el último Bafici. A partir de la próxima semana también se la podrá ver, los viernes, a las 20, en el MALBA.
“Las hice como una especie de juego de variaciones y repeticiones alrededor de los roles femeninos en las comedias de Shakespeare”, reconoce Piñeiro en diálogo con Página/12. Es que hay algo que le interesó mucho: “La relación entre los roles femeninos de las comedias, que yo no las tenía muy presentes cuando me las puse a leer”, argumenta con gran sinceridad, al tiempo que reconoce que leyó esas comedias “de una manera un poco caprichosa o arbitraria: no es que tuviera un interés anterior”. “De repente –sostiene Piñeiro–, encontré que había un tono en las comedias que me parecía cercano a algo que yo podía hacer y sobre todo una relación fuerte entre las actrices con las que yo trabajo (con quienes ya lo había hecho en El hombre robado y Todos mienten) y ciertos roles de estas comedias, pero no todas. Al principio, encontré en Rosalinda un vínculo con María Villar, en Viola, con Agustina Muñoz. Y luego, en este juego de repeticiones y variaciones, hice dos con dos mujeres y dije: ‘Bueno, hagamos una con un hombre, que en este caso es Julián Larquier Tellarini’, explica el cineasta.”
Pero el elenco de actrices y el equipo es básicamente el mismo que el de sus trabajos anteriores. La novedad del protagonista masculino lo tiene como eje: el joven director teatral Víctor (Larquier Tellarini) regresa a Buenos Aires luego del fallecimiento de su padre y de una estadía durante un año en México. Pero no llega vacío de ideas sino con un proyecto de radio-teatro basado justamente en Trabajos de amor en vano, que había suspendido en su momento. A su regreso, se encuentra con cinco actrices con las que había trabajado: su novia Paula (Agustina Muñoz); su amante, Ana (María Villar); su ex, Natalia (Romina Paula), que está convencida de que Víctor la ama todavía; su amiga Lorena (Laura Paredes), que considera que puede llegar a haber una nueva oportunidad; y Carla (Elisa Carricajo), que podría llegar a ser su amor en un futuro cercano. Con todas ellas, Víctor participa de juegos de seducción y de enredos amorosos con un telón de fondo que podría considerarse insólito para ese cometido: el Museo Nacional de Bellas Artes.
–¿Por qué se decidió un protagonista masculino por primera vez?
–Porque, por lo general, siento que una película llama a la otra o arma a la otra. Te ponés a ver lo que hiciste y la idea no es ir repitiendo una cosa por más que siga eligiendo motivos, como un mismo camarógrafo, o Shakespeare, o lo que sea. Pero después hay que trabajar en las diferencias. Entonces, yo ya sé que voy a trabajar con un mismo equipo y un determinado esquema de producción, y con las comedias. A partir de ahí, tengo que pensar en ponerme a hacer cosas que no había hecho antes. La idea es cómo me veo yo filmando una escena que no había filmado antes. Entonces, es ir corriéndose siempre un poco del lugar de cierta comodidad.
–¿Qué puntos en común encuentra entre La princesa de Francia con Viola y Rosalinda?
–Las similitudes tienen que ver con que hay un mismo equipo de trabajo y una misma manera de trabajar, con pocos recuerdos pero, sin embargo, maximizando todas las posibilidades. Y después, están estos roles femeninos, está Shakespeare, un interés por la palabra, por los personajes que se expresan mucho a través de la palabra. Es como hacer de la palabra un elemento cinematográfico. Es un elemento más que el cine puede tener para generar sus ficciones. En las comedias, las mujeres tienen, en general, los roles más fuertes, a diferencia de las tragedias y de los dramas, son obras muy fálicas. Y en mis películas, las mujeres tienen un lugar de poder privilegiado. Lo mismo sucede en ésta, donde hay un hombre en la mayor parte del tiempo, pero que sin embargo es visto a través de las mujeres. El hombre está más, es el centro, pero no es el punto de vista del hombre sino que la historia tiene una mirada más caleidoscópica.
–¿Qué otras cosas encuentra en la comedia que no halla en la tragedia?
–Tiene que ver con mi personalidad. Hay quien dice que la tragedia se trata de personajes que no ven, que son ciegos y, entonces, caen en esas situaciones trágicas. Entonces, son personajes, no sé si inconscientes de lo que tienen enfrente, pero sí que están totalmente perdidos, no pueden ver y están confundidísimos con la situación. En cambio, a mí me gustan más los personajes que son más conscientes de sí mismos o que pueden verse a sí mismos, incluso como personajes de ficción. No es naturalismo, ni un retrato de la vida misma, sino más bien es un artefacto, un compuesto. Y me parece que los personajes de las comedias son un poco más conscientes de eso. Tienen el problema de que escuchan menos y se arman sus conflictos. Pero ahí hay una diferencia con la tragedia y me interesa más el tema de no escuchar que el de no ver.
–¿Cómo es ese ejercicio de traspolar la comicidad y las intrigas propias del estilo shakespereano?
–Yo tomo a Shakespeare como punto de partida. Después, armo cosas que no sé si remiten tanto al autor. No vengo tanto del teatro, no soy un experto en Shakespeare, pero sí me dinamiza algo para armar mis propias ficciones. En ese sentido, veo la importancia que tiene la palabra como peso narrativo. A priori, uno pensaría que la palabra es algo menos cinematográfico. Pero yo creo que no, que la palabra es un elemento más y que es rico. Y en esta película que, además, trabaja un poco sobre la radio, me importaba trabajar más sobre las voces. Y además Trabajos de amor en vano es una obra muy verbal, muy de la rima. Hay una cosa muy artificial en el texto. Dado que estamos trabajando con esta obra, me interesaba hacer las voces. En la película hay muchos tipos de utilización de voces: voz en off, muchos fuera de campo, está lo de la radio... Las voces generan varios niveles que me interesaba elaborar.
–¿Esta película cierra una trilogía shakespereana o tiene pensadas más historias?
–No, de hecho, me interesa que se abra. No sé cuántas habrá. Mi idea tampoco es hacer todas. Es más bien algo antisistemático, pero ya filmé una que se llama Hermia y Helena, que la empecé a editar hace unas pocas semanas. Y trabajo sobre Sueño de una noche de verano, que es sobre una directora de teatro que viaja a Estados Unidos para traducir la obra. Entonces, en vez de la radio o el teatro como en las anteriores, esta vez es más bien la traducción. O sea, cero teatro. De nuevo digo esto de los juegos de variación.
–¿Shakespeare funcionó también como un “gancho” para presentar sus películas en el extranjero, a pesar de que usted le quita todo rasgo de solemnidad?
–La verdad es que no. Si hay algo poco atractivo para el circuito internacional es una película en español que esté llena de subtítulos en inglés. Más bien el tema de la palabra, de Shakespeare y del teatro es un grillete en mis tobillos. Hasta diría que me hunde. Pero me gusta eso: tomar el teatro, en este caso Shakespeare, era un desafío porque es una papa caliente. Es algo que no es tan fácil. De hecho, cuando les contaba a mis amigos que estaba trabajando sobre eso, me ponían caritas. La verdad es que no hay un grado de especulación. Al contrario: me interesó más bien la dificultad. No considero que mis películas estén trabajando temas muy calientes. Ni siquiera son las tragedias; si no, me pondría a hacer un Hamlet para atraer. Me estoy metiendo con las comedias y, al comienzo, obras no tan conocidas.
–¿Y por dónde pasa lo cinematográfico en Shakespeare? O mejor dicho, ¿cómo lo observa usted desde su rol de cineasta?
–Yo pensé: ¿qué puede hacer el cine que no puede hacer el teatro con estos textos? O qué le puede dar el teatro al cine que sea diferente. Para esta última pregunta es la idea de la palabra, un exceso de palabra: cómo se puede hacer que algo sea dinámico, que tenga un ritmo, una eficacia en el cine y que no sean textos explicativos, informativos ni plomazos, sino que haya una energía. Y a estos actores que les gustan estos textos y que los disfrutan, les generan una sensualidad. Y eso es fotografiable. Es fotogénica la interacción entre estos textos y estos actores. Después, al pensar desde el teatro decía: “En el teatro tenés los cuerpos ahí y en el cine no; el cine tiene una distancia, y en el teatro uno ve a quien está hablando, por lo general, mientras que en el cine yo me puedo quedar en un personaje y forzar la tensión en un punto”. Ahí empieza a aparecer algo del índole de la fotogenia y de cierto realismo.
–Algo decía hace un rato de lo textual, y si bien es una comedia sentimental, le permitió jugar desde lo intelectual con el lenguaje, ¿no?
–Sí, las películas tienen un interés medio rítmico. Y, sobre todo en La princesa de Francia, hay algo del fluir que tiene que ver con lo sensual. Lo mismo cuando hago los planos cerrados con los cuadros en el Museo Nacional de Bellas Artes, donde están esas mujeres desnudas siendo vistas por hombres y retratadas por hombres. Y uno no entiende si es una postal como para que se excite un poco o qué idea de arte hay. Sin embargo, yo siento que cuando uno se queda ahí observando las pieles pintadas o la carne, hay una sensualidad, hay un juego del goce. A los actores con los que trabajo les gusta ser filmados, como supongo que a la mayoría. Hay un placer, a veces perverso y en otras ocasiones más juguetón, que la cámara produce en esos rostros y en esos cuerpos. Algo de cierta paciencia en cómo está filmado, más allá de la trama que va y viene, sostiene este ritmo de cómo se encadena de un movimiento a otro: de la música al fútbol, del fútbol al teatro, del teatro a los besos, de los besos a los rostros, de los rostros a la pintura. Todo esto que parece una especie de collage un poco tirado de los pelos arma una danza, un movimiento.
–¿Y se podría decir que el personaje masculino es un manipulador al que lo manipulan las mujeres?
–Sí, y ahí está lo que decía hace un rato de la conciencia y los personajes. Un manipulador es como un dramaturgo de su propia obra. En su propia obra se puede escribir a sí mismo, es consciente de sí mismo. Y estos son manipuladores como a mí me gustan: que no se entienda del todo la estrategia al comienzo y que, luego, avance y que, de a poco, se vaya develando. Son dramaturgos dentro de sus propias historias. Y después, uno le pone una, dos, tres vueltas de tuerca como para no caer en obviedades ni en convenciones muy básicas.
–¿Y cómo fue el trabajo para lograr coherencia en la multiplicidad de miradas que presenta la historia?
–En Viola eran dos puntos de vista y en ésta quise armar una más caleidoscópica. Yo pensé cinco capítulos con la escena de Shakespeare que elegí. En la escena de Shakespeare hay cuatro personajes y se podría pensar que hay cuatro puntos de vista. Yo iba a hacer la película en cuatro partes y, de repente, elaborando más, me di cuenta de que era mejor en cinco. Esos cinco capítulos surgen un poco de la estructura de la escena que elegí de Shakespeare. No es que con cuatro tenía que haber cuatro. No. Creo que, justamente, es un disparador y no hay que usar a Shakespeare como grillete sino como algo que te lleve a elaborar más.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux