CINE › MIA MADRE, CON MARGHERITA BUY, JOHN TURTURRO Y GIULIA LAZZARINI
El contagio entre realidad y ficción, propio de la obra de Nanni Moretti, aquí aparece en un tono más contenido, con una directora de cine que se ve atenazada entre el deterioro de su madre y los actings histéricos de la estrella de Hollywood a la que contrató.
› Por Horacio Bernades
“Quien no lucha ya está perdido.” Suena a consigna política y, sin embargo, se trata de una pancarta personal, escrita seguramente por el familiar de algún paciente grave y colgada de una ventana, en un hospital público de Roma. Cuando Margherita la ve, tal vez le suene a alguna de las consignas levantadas por los obreros de la fábrica en riesgo de achicamiento, en la película que ella misma rueda en ese momento. Ficción y realidad se le cruzan a Margherita desde el momento en que a su madre hubo que internarla, producto de una complicación cardíaca. Se cruzan también en la forma misma de Mia madre, la nueva película de Nanni Moretti, que a pesar de ser una de las favoritas de la última competencia de Cannes se fue de la Costa Azul con las manos vacías. Como en la previa La habitación del hijo (y como también en Caos Calmo, no dirigida pero sí escrita por él), el ya sexagenario director de Caro diario vuelve a abordar en Mia madre el tema del duelo, tratándolo esta vez tal de la forma en que él mismo lo experimentó, durante el rodaje y edición de Habemus Papam: como una suerte de virus, que al creador de ficciones se le mezcla con el producto de su trabajo.
El contagio entre vida y obra, entre realidad y ficción, propio de la obra de Moretti, alcanzó su panacea en la trilogía magistral de Palombella Rosa (1989), Caro diario (1993) y Aprile (1998), donde la fusión alcanzaba límites de exultante esquizofrenia. Dado su tema y el mismo hecho de que Moretti no es ya un cuarentón espléndido, es lógico que el tono y exposición de Mia madre sean más contenidos que en aquella trilogía. Los allegros previos dan lugar a un réquiem, no grave ni solemne, pero sí inevitablemente introspectivo. Un poco a la manera de Woody Allen (a quien, al menos en una época, admiraba), Moretti vuelve a sustraerse del rol protagónico, reservándose uno colateral y cediendo el centro de la escena a la sensibilísima Margherita Buy, quien tras El caimán (2006) y Habemus Papam (2011) da un paso al frente en la filmografía del autor.
Como Kenneth Branagh en Celebrity y Larry David en Mientras la cosa funcione, Margherita Buy “hace” de Nanni Moretti, siendo al mismo tiempo otra. Cumple con lo que su personaje de directora les pide a los actores, y ninguno de éstos entiende: que se entreguen al papel, manteniéndose al costado del personaje. Los arrebatos alla Moretti –el más genial de los cuales es la escena en que, tras haber tomado una decisión que se prueba incorrecta, Margherita les grita a los miembros del equipo por haberle hecho caso, argumentando que “el director es un pelotudo”– son exabruptos de un carácter más frágil y receptivo que el del personaje-Moretti. Atenazada entre el deterioro de su madre y los actings histéricos de la estrella de Hollywood a la que contrató (Barry Huggins, interpretado por un divertido John Turturro), Margherita no explota, como lo haría Moretti en Aprile: implosiona. Se queda perpleja, los ojos muy abiertos, se le escapan soliloquios íntimos en medio del rodaje o estalla en llanto, en una de las mejores escenas, por una banalidad como no encontrar la factura de la luz de la mamma.
A la medida de su protagonista, la película entera deviene frágil, receptiva e implosiva. Los gestos más idiosincrásicos, más morettianos, quedan a cargo de mamma Ada (extraordinaria Giulia Lazzarini), ex profesora de latín que intenta recordar una palabra olvidada o se arregla, coqueta, ante el espejo, tras un regreso postrero a su casa. Efecto seguramente de la medicación, en el curso de la internación mamá Ada comienza a confundir recuerdos, sueños y realidad. Lo mismo le sucede a la película, que halla allí su zona más sugerente, más rica, más interesante. Siempre convencido de que la realidad es mucho más que lo meramente visible, Moretti no discrimina deliberadamente los distintos planos, filmando escenas de sueño como si fueran de vigilia (la muerte de la madre), escenas de ficción como reales (la secuencia inicial) y “onirizando” o teatralizando otras, mediante una iluminación de fuertes contrastes entre sombras cerradas y luces puntuales. Como resultado, el espectador es llevado a un estado de desconcierto o confusión, que lo ponen en el lugar de la protagonista. O el de su madre.
Hay tal vez en Mia madre alguna tendencia a la reiteración (en el último tramo), alguna insuficiencia (la relación de Margherita con su hija adolescente y su ex, llamativamente poco conflictivas), una retención emocional en algunos tramos excesiva y algún riesgo de estereotipo, en el personaje del actor narciso. Flaquezas rotundamente salvadas, gracias a un Schumann que en los últimos minutos eleva el nivel emocional y, sobre todo, a un plano final extraordinario, en el que el Vacío se hace presente de golpe, quedándose con la última palabra y dejando a la protagonista asomada a él, como el Scottie Ferguson de Vértigo.
Dirección: Nanni Moretti.
Guión: N. Moretti, Francesco Piccolo y Valia Santella.
Fotografía: Arnaldo Catinari.
Duración: 105 minutos.
Intérpretes: Margherita Buy, John Turturro, Giulia Lazzarini, Nanni Moretti, Beatrice Mancini.
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