CINE › SI JE SUIS PERDU, C’EST PAS GRAVE/ SI ESTOY PERDIDO NO ES GRAVE, DE SANTIAGO LOZA
Film de estructura abierta y rapsódica, que encontró su forma final en la mesa de edición, la película de Loza rodada en Francia refleja bien el mundo de su autor: afinidad con las mujeres, tendencia a la soledad y la melancolía, sensación de extrañeza.
› Por Horacio Bernades
“Me siento entre lo extraño y lo íntimo”, dice una de las protagonistas de Si je suis perdu, c’est pas grave/ Si estoy perdido no es grave. Una película que, como otra de sus protagonistas, tal vez “piense en francés y sienta en español”. Filmada durante la realización de un taller de experimentación actoral “en alguna ciudad europea, mediana, como tantas otras” –tal como presenta el soliloquio que funciona a modo de prólogo–, el opus 8 de Santiago Loza (Córdoba, 1971) combina el ejercicio teatral con una serie de historias apenas embrionarias, que tienen en común (los ejercicios y las historias) la condición borrosa entre lo real y lo ficticio. En ese sentido, Si je suis perdu... continúa la investigación emprendida en Los labios (2010), codirigida por Loza e Iván Fund, pero en plan fragmentario. En plan tan fragmentario –y tan a medio camino entre la representación teatral y la cinematográfica– como Rosa patria (2009), donde Loza merodeaba, desde distintas tangentes segmentarias, la figura del poeta Néstor Perlongher.
Presentada en Competencia Argentina en el Bafici 2014, Si je suis perdu... fue creada sobre la marcha. “Cuando estábamos en Francia con Eduardo Crespo, dando un taller para un grupo de actores, en un idioma que no manejo, nos dijimos: tienen unos rostros para ser filmados, estamos en una ciudad bella”, cuenta Loza en la gacetilla de estreno. “¿Cómo sería filmar una película sólo con eso?” Film de estructura abierta y rapsódica, que encontró su forma final en la isla de edición, Si je suis perdu... combina dos series narrativas. Una de ellas, filmada en blanco y negro con una cámara casera, consiste en planos cortos y frontales de los rostros de los actores, sentados frente a la lente en una sala de ensayo. El ejercicio impone al actor permanecer mudo, mientras desde fuera de campo sus compañeros (y el director: se reconoce la voz de Loza) verbalizan las impresiones que el rostro les transmite. “Parece una persona generosa.” “Se la ve como en ralenti.” “Debe besar bien.” “Tiene aspecto de médica cirujana.” “Está un poco asustada.” “Da la sensación de estar mirando el mar.”
La otra serie narrativa presenta a esos mismos actores –a veces antes, a veces después del ejercicio impresionista–, en las calles de una ciudad (¿Toulouse?), filmados con una cámara HD en color, ya sin la limitación autoimpuesta del único encuadre. Se juega con la posibilidad de que se trate de “gente de la calle”, hasta el momento en que el espectador los reconoce como los actores del taller. Esas historias, de trama levísima, tienen un atisbo de desarrollo, generalmente en dos o tres secuencias, y se alternan con la “serie 1” encadenándose entre sí por un sistema de “postas”.
Dos amigas practican turismo, una madre y su hija también, una actriz dobla a Brigitte Bardot en una prueba para una película, otra hace teatro callejero, practicando lip-sync sobre un temazo de Sandro, y el paseante que presenció el espectáculo hace luego lo propio, en una fantasía de club nocturno. Dos veces Sandro: no hay película que sufra por eso.
Conocer la obra cinematográfica previa del autor (sobre todo Extraño, 2003, y Cuatro mujeres descalzas, 2005) ayuda a ver cuánto hay de su mano en estas minificciones truncas: mayor afinidad con mujeres que con hombres, tendencia de los personajes a la soledad y la melancolía, sensación de extrañeza, búsqueda de calor humano, voluntad de alcanzar lo más íntimo y la impenetrabilidad del rostro, interponiéndose ante ella.
En las escenas en que los actores “hacen de sí mismos”, la propia formulación del ejercicio y el carácter grupal imponen una mayor intimidad compartida, mayor frescura también. Pero ¿en qué consiste ese “sí mismos”? En verdad, el ejercicio es como arrojar dardos sobre un blanco que no está a la vista, en el rostro, sino fuera de ella, por detrás. Y que tal vez no exista. De lo que se trata no es de acertar con “cómo es el otro en realidad” sino simplemente en tirar, sabiendo que hay tantos otros como miradas o dardos sobre ellos. Quizás en eso consista la obra entera de Santiago Loza.
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