CINE › VERGÜENZA Y RESPETO, DOCUMENTAL DE TOMAS LIPGOT
› Por Ezequiel Boetti
Tomás Lipgot es un cineasta interesado en las márgenes. Allí estaban los personajes encerrados en distintas instituciones de reclusión de Fortalezas (2010). Entre ellos Moacir, internado en el Hospital Borda y cuya riqueza ameritó una derivación titulada, claro está, Moacir (2011). En ambos films la condición de otredad era involuntaria, generada por factores externos y ajenos al control de los protagonistas. Pero el neuquino también supo posarse sobre aquellos que eligieron escindirse del mundo por sí mismos, en pleno uso de sus facultades, como si allí, bien lejos de todo y de todos, encontrarán la plenitud. Tal es el caso del cineasta Ricardo Becher, a quien en Recta final (2010) se lo ve durante sus últimos días de vida en un geriátrico porteño. Vergüenza y respeto redobla lo anterior sumándole al exilio voluntario y puertas adentro de una familia gitana una cuota de orgullo e inexorabilidad. Ser otro en plena ciudad, por decisión propia y mandato.
“El gitano suele dividir el universo en dos hemisferios asimétricos. Uno pequeño, en el que sólo cabe él con sus circunstancias. Y otro enorme que sólo puede contener a los payos, es decir, al total de las personas y cosas no gitanas.” La placa de apertura alerta que los Campos viven como lo hacen por imposición del linaje. Así, las nenas no pueden salir solas a la calle, ni mucho menos a bares y o boliches, y llegan vírgenes al casamiento. Casamiento que generalmente se da durante la pubertad y con otro gitano, previa aprobación del padre. Tanto ellas como ellos difícilmente vayan al colegio más allá de tercer o cuarto grado, y los “payos” son como perros callejeros: pueden vérselos, compartir algún momento y tener un mínimo contacto, pero no mucho más. Si es más, saltará el padre: “O cortás con esto o te parto la cabeza”, dice él que le diría a su hijo si éste le tomara demasiado cariño a una señorita no gitana. Esas costumbres pueden arrugar la nariz de más de uno, pero no la de Lipgot.
Tal como ocurría en El árbol de la muralla, en la que Jack Fuchs reflexionaba larga y profundamente sobre su pasado como sobreviviente del Holocausto y cómo éste se manifiesta en el presente –¿la otredad como carga?–, en Vergüenza y respeto la cámara importa tanto como el micrófono. Lipgot tiene la virtud de escuchar con atención y desprejuicio, y construye un cine de palabras, como si entendiera que la cosmovisión y los pensamientos son los rectores principales del desarrollo narrativo: no importa qué piense el cineasta ante una determinada situación –el “abuelo” criticando cierta liberalización del padre en la educación de sus hijos, la nena en vísperas del nacimiento de su primer hijo–, sino qué piensan y hacen los protagonistas ante ella. Y es justamente esa virtud su principal problema. En gran parte de los trabajos previos de Lipgot, la voz cantante era individual, permitiéndole profundizar en los distintos recovecos de la personalidad del portador. Aquí, en cambio, el amplio abanico de personajes impide dar contorno a cada uno de ellos, convirtiendo por momentos a Vergüenza y respeto en algo parecido al piloto de una serie documental. Serie que, en caso de hacerse, habría que seguir.
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