Viernes, 30 de octubre de 2015 | Hoy
CINE › MARGUERITE, COPRODUCCION FRANCO-BELGA-CHECA DIRIGIDA POR XAVIER GIANNOLI
Inspirado en una historia real, el film pone el foco en Marguerite Dumont, mujer de alta sociedad empeñada en cantar aun cuando carece del más mínimo talento para hacerlo. Lo que podría haber sido una sátira despiadada, al cabo, se queda en el decorado.
Por Horacio Bernades
“Conocida y ridiculizada por su falta de ritmo, de altura y de tono, su pronunciación aberrante y su incapacidad general de cantar correctamente.” Eso dice Wikipedia sobre Florence Foster Jenkins, soprano estadounidense a quien el año próximo encarnará la omnipresente Meryl Streep, en una película dirigida por Stephen Frears. En la señora Jenkins se inspira Marguerite, coproducción franco-belga-checa dirigida por Xavier Giannoli, que en la última edición del Festival de Venecia fue parte de la competencia internacional.
Bastaría leer la descripción de Wikipedia para imaginar una película que Marguerite no es en lo más mínimo. Una sátira despiadada, con la protagonista como superheroína del ridículo. Xavier Giannoli ya había dado pruebas, en El cantante (2006), de su capacidad de empatía con seres que en otras manos serían patéticos. En aquel caso el ex cantante decadente era interpretado por un Depardieu que forjaba ya, una década atrás, el despampanante kilaje que más tarde luciría en Mammuth y Welcome to Nueva York. En esta ocasión se trata de la baronesa Marguerite Dumont (Margaret Dumont era el nombre de la actriz que, en las películas de los hermanos Marx, encarnaba a la voluminosa ricachona a la que Groucho intentaba empaquetar). En los años 20 del siglo pasado, la baronesa desafina en palacio, de modo inimaginable, frente a públicos de copetudos y connaisseurs.
Dos cosas diferencian a la señora Dumont de una desafinada común y corriente. Una es su asombrosa capacidad de hacerlo en cada nota, sin excepción, y de forma espectacular. La otra es su inconsciencia, que produce un hiato abismal entre su canto –que suena a tiza nueva rayando un pizarrón– y el modo épico en que ella lo procesa. Tras haber asesinado a Mozart y los tímpanos de la audiencia por igual, Marguerite saluda como si acabara de consumar un rito sublime. Consciente de la cualidad excepcional de su heroína, Giannoli hace de ella un interrogante imposible de develar. Una suerte de Esfinge de Tebas, de secreto indiscernible. ¿Cómo puede ser que desafine así y no lo registre? Coautor del guión, Giannoli hace lo mejor que se podía hacer frente a esta pregunta: no responderla, dejarla en estado de flotación. Como una Giulietta Masina a la que le inflaron los mofletes, el rostro de Catherine Frot tiene la cualidad lunar ideal para sostener esa incógnita.
Rociada de detalles de época investigados con minucia (el poeta concreto que idolatra a Marguerite por su capacidad de espantar el gusto burgués, las intervenciones de vanguardia de la época, los decorados déco), el problema es que tanto esos detalles como los personajes que rodean a la heroína se agotan, justamente, en lo decorativo. El aristocrático marido aprovechado, el joven crítico cazafortunas, el poeta snob, el mayordomo negro, enamorado secreto y ángel guardián de la señora, el tenor en decadencia, la soprano joven: la mayor parte de ellos tiene color potencial, pero el carácter de jeroglífico de la heroína no puede dejar de obturar su sentido. Tanto como obtura, adecuadamente, el propio.
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