CINE › EVA NO DUERME, DEL ARGENTINO PABLO AGÜERO, CON ELENCO INTERNACIONAL
El mayor logro del film de Agüero consiste en haberse adueñado de una estética propia del cine de terror para narrar episodios de la historia argentina que, más allá de su origen ciertamente real, pueden ser leídos en clave fantástica.
› Por Juan Pablo Cinelli
Tras su paso por los festivales de Toronto, San Sebastián y ahora Mar del Plata, llega a la cartelera comercial Eva no duerme, tercer largo del director Pablo Agüero, precedido de cierta expectativa. No sólo por ese recorrido, sino por su naturaleza temática: el atroz itinerario que padeció el cuerpo de Eva Perón tras su muerte. Quienes conozcan sus truculentos detalles sabrán que el relato, en el que el salvajismo real y mitológico se confabulan, constituye uno de los más aberrantes de la historia argentina. La sola idea de que algunas de esas vejaciones se explicitaran en pantalla era suficiente motivo para aguardar su estreno por lo menos con reservas. Sin embargo Agüero hace un uso elegante (o al menos estilizado) del morbo, a partir de un sencillo mecanismo: abandonar todo realismo en la representación.
No se trata de una narración cronológica y exhaustiva, ni de una reconstrucción de pretensión historicista; más bien lo contrario. Como una versión cruel de Relatos salvajes, el film está contado de forma episódica, a partir de tres o cuatro hechos destacados que le permiten avanzar en la progresión dramática. Y para ello propone una atmósfera onírica, a caballo de una suerte de prosa poética que los ilumina con la siniestra luz de las pesadillas. Comienza con la figura de un almirante joven entrando a un cementerio al frente de su batallón, avanzando bajo un temporal con la misma actitud con que Gene Kelly bailaba con su paraguas bajo la lluvia (o como Alex, en La naranja mecánica). “Esa yegua”: ésas son las primeras palabras que se escuchan en la película, mordidas entre dientes por la voz en off del almirante, de un modo que recuerda a la forma en que esas mismas palabras siguen siendo masticadas hoy en el espacio democrático de las redes sociales y más allá. No hay inocencia en ello, pero tampoco sutileza. El discurso persiste y se multiplica en denigraciones, haciendo que ese paralelo se vuelva obvio, toscamente presente, y que ambos planos históricos se superpongan de manera burda y sin necesidad.
Lo sigue el episodio “El embalsamador”. Desde el presente no hay forma de pensar la taxidermia aplicada a un cuerpo humano –a un cuerpo de mujer– sino como una de las formas más aberrantes de abuso. El primero de una serie que le impide al cadáver de “esa mujer” ser corrompido por la muerte, permitiendo que puedan ser los vivos quienes finalmente lo hagan. Un acto en el que esa hermosura que enamoró a millones es transformada en una belleza monstruosa, a la que ya no da ganas ni gusto ver. Lo cual no significa que no pueda seguir provocando deseos: enseguida lo prueban un coronel y un cabo que se enfrentan como machos alfa de una manada salvaje, en disputa de esa hembra que no les pertenece.
El último episodio reconstruye el cautiverio del general Aramburu y el enjuiciamiento sumario al que fue sometido por los líderes montoneros. La escena se desarrolla en un sótano en penumbras, en donde las partes pujan en pos de intereses diversos: por la propia vida uno; por información acerca del destino del cadáver los otros. Un juego posible consiste en contrastar la versión que da Agüero de esos hechos, con la que el director Rafael Filipelli imaginó en su última ficción, Secuestro y muerte (2010). Mientras que este último retrataba a los personajes de forma deshumanizada (confiriéndole a Aramburu una dignidad casi sobrenatural y a sus jóvenes captores, una ineptitud caricaturesca, en medio de una atmósfera aséptica en la que nada de lo que ocurría parecía importarle realmente a nadie), en Eva no duerme todos son desbordados por sus pulsiones, reactivando la tensión eterna entre vida y muerte. Ambas versiones son igualmente incomprobables.
Agüero utiliza las imágenes documentales –algunas intervenidas digitalmente– de un modo eficaz y emotivo, intercalándolas con precisión entre las ficciones. Pero sin dudas su mayor logro consiste en haberse adueñado de una estética propia del cine de terror, para generar los oportunos climas que cada uno de los episodios demanda. Así es dable pensar la secuencia del embalsamamiento como una posible versión de Frankenstein. O a la de los militares que por la noche se llevan el cadáver de Eva de la sede de la CGT, como relectura de los usurpadores de cuerpos. Por no mencionar que la del cautiverio de Aramburu tiene lugar en un sótano, icónico espacio doméstico ligado a la representación del terror en el cine, y la del joven almirante en un cementerio durante una tormenta. Tal vez Agüero comprendió que, dentro del lenguaje del cine, no había mejores ni más oportunas (ni más nobles) herramientas para narrar ese horror, que aquellas que proveen los cuentos de fantasmas, monstruos o vampiros, aun cuando se trate de un horror concreto, histórico y absurdamente real.
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