CINE › COMPETENCIA INTERNACIONAL Y LATINOAMERICANA EN EL FESTIVAL DE MAR DEL PLATA
En El precio de un hombre, Stéphane Brizé continúa su “saga proletaria”. El apóstata (Federico Veiroj) deja convivir el relato más o menos realista con un tono de sátira kafkiana. En Allende mi abuelo Allende, la nieta de Salvador fusiona lo doméstico con lo político.
› Por Horacio Bernades
Pasó por Competencia Internacional el film francés El precio de un hombre, donde un reciente desocupado se ve obligado a confrontar su ética con la necesidad de empleo, y se suma en la misma sección El apóstata, que el uruguayo Federico Veiroj (el de Acné y La vida útil) filmó en España. Hoy es la última pasada de Allende mi abuelo Allende, donde una de las nietas del mítico Salvador investiga el modo en que la memoria procesó, a lo largo de las últimas cuatro décadas, la trágica muerte de su abuelo. Y queda una vuelta de 11 minutos, el film más reciente de Jerzy Skolimowski, que el legendario director polaco viene de presentar en el Festival de Toronto.
Desde hace un tiempo que Thierry, trabajador manual cincuentón, sufre de una falta de trabajo que en Francia será menos grave que en otros países de la Comunidad Europea, pero de todos modos se hace sentir. Las oficinas de empleo le hacen hacer cursos de capacitación que después no sirven, los muchachos del sindicato no se ponen de acuerdo en qué estrategia adoptar frente a la situación, Thierry tiene en casa una esposa y un hijo discapacitado, y en el descarte finalmente opta por un puesto de seguridad en un súper. Conocido en Argentina por las previas Une affaire de amour (2009) y Algunas horas de primavera (2012), el realizador Stéphane Brizé se reúne por tercera vez con el robusto Vincent Lindon para continuar lo que podría considerarse su “saga proletaria”. El precio de un hombre (título como de viejo western para el mucho más significativo La loi du marché) es, en términos de representación, una película más sistemática que las anteriores. Estructurada en una serie limitada de largas escenas registradas desde una única posición de cámara, el sistema funciona magníficamente en determinadas secuencias, mientras que otras parecen alargadas sólo para ajustarse a él. El puñado de escenas en que pequeños infractores son sometidos a interrogatorios desproporcionadamente severos en un mínima salita del súper resultan aterradoras, por obra y gracia de la indeclinable mirada de la cámara.
Gonzalo, que a los treinta y pico es estudiante más o menos crónico de filosofía, quiere apostasiar. Esto es: renunciar a la fe católica. Las autoridades eclesiásticas lo atienden con diplomacia pero eluden una definición, con esa habilidad para hacerlo que sólo los curas tienen. Mientras espera, Gonzalo recuerda su relación con la religión, “pasotea” mucho y hace uso de una capacidad de seducción que parece no requerir de esfuerzos de su parte. Y que tiene a una vecina, mamá separada de uno de sus alumnos particulares (Barbara Lennie, protagonista de Magical Girl) como una de las perlas de su collar. Como los héroes previos de Veiroj (el adolescente de Acné, el “ratón de cinemateca” de La vida útil), el de El apóstata tiene un aura de candidez y pasividad, que no se contradicen con su determinación y sus veladas ansias de experimentar con el sexo opuesto. Así como La vida útil pasaba de cierto costumbrismo amable al cuento de hadas, El apóstata hace convivir el relato más o menos realista, marcado siempre por un leve tono de sátira kafkiana (con ecos de La audiencia, de Marco Ferreri), con el exabrupto onirista. Como la escena en la que un mismo prelado predica desde distintos balcones, como si se tratara de púlpitos a la calle.
Exilada en México de muy pequeña junto a sus padres, Marcia Tambutti Allende no tiene recuerdos personales de su abuelo. Tal vez justamente eso la lleva a bucear en los de la familia, a partir del momento en que regresa a Chile. La abuela Tencha (Matilde Urrutia, viuda de Allende) tiene por entonces 92 años y una salud deteriorada. No así su memoria, que, asegura su nieta, funciona perfectamente. Eso no quiere decir que esté dispuesta a recordarlo todo. Tampoco las tías o las primas se muestran muy dispuestas a ejercitar la suya, al menos en todo lo referente al abuelo y la tía Tati, miembros trágicos de la familia. Como en todo documental familiar, hay un secreto o varios en Allende mi abuelo Allende (Competencia Latinoamericana), que fusiona necesariamente lo doméstico con lo político. “Cuando éramos niños, el único modo de tener intimidad en casa, donde en todos los pasillos te encontrabas con algún político, era encerrarte en el baño o la cocina”, recuerda Marcia, que ahora parece dispuesta a hacer el movimiento contrario: sacar el secreto del baño al living, donde la abuela Tencha dice no ver nada cuando le muestran fotos de Chicho y la Tati, pero es capaz de ver otras fotos a mayor distancia. En este film lleno de caricias y calideces femeninas, la investigadora aborda el secreto con guantes de seda, a años luz de ese territorio de la obsesión que es el documental familiar “de hombres”.
“Si fuera la película de un debutante, sería uno para prestarle atención”, comenta un colega a la salida de 11 minutos, el film más reciente de Jerzy Skolimowski, guionista de El cuchillo bajo el agua y realizador de La chica del baño público (1970), Proa al infierno (1982) y Essential Killing (2010). “Tratándose de un veterano con cuarenta años de carrera y varias películas valiosas, uno espera más”, completa el colega con acierto. 11 minutos es el equivalente de un juego de encastre, en el que Skolimowski ensaya sincronizar una serie de historias que transcurren en el lapso del título, en una Varsovia innominada. Hay una starlet a la que en otro tiempo se la llamaría “bomba rubia”, a la que un director de moda cita en una habitación de hotel, con intenciones obvias; su pareja, que corre a impedirlo, en el contrarreloj que marca el pulso de la película; hay un vendedor de panchos con antecedentes de abuso; su hijo, delivery boy adicto que irá a parar a una trampa tal vez demoníaca; un chico que quiere cometer un robo y varios personajes más. Todo se dirige a una escena culminante que parece salida –con su orgásmica y espectacular sincronización, en ralentí y planos-detalle– de una película de Brian de Palma. Que es un ejercicio lo indica el hecho de que ninguna de las historias o personajes tienen peso propio o volumen dramático: son como playmobils en un Rasti reluciente, cuyas piezas tampoco encajan tan bien.
* El apóstata se proyectará por última vez hoy a las 17.15 en el Auditorium. Allende mi abuelo Allende, hoy a las 16 en el Cinema 1. 11 minutos, el sábado a la 0.50, en el Cinema 2.
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