CINE › LA GRAN APUESTA, CON CHRISTIAN BALE, RYAN GOSLING, STEVE CARELL Y BRAD PITT
El film de Adam McKay podría definirse como una reversión tragicómica de El precio de la codicia pero menos desaforada que El lobo del Wall Street. Y lo que apuntaba a ser una deconstrucción del género “basado en hechos reales” cae en la culpa y la corrección política.
› Por Ezequiel Boetti
Había una cuestión que a priori llamaba la atención en La gran apuesta. Esto dicho no por un casting pletórico de estrellas o el abordaje de un tema espinoso cuyos coletazos aún pegan fuerte en gran parte del mundo como la explosión de la burbuja inmobiliaria en 2008, sino por la presencia de Adam McKay como director. Seguramente ese nombre no diga demasiado para los habitués de la cartelera comercial, pero se trata de uno de los realizadores más importantes de la comedia norteamericana contemporánea, socio invisible de una empresa artística con Will Ferrell que ha dado como resultado films emblemáticos de la talla de Talladega Nights, Step Brothers y las dos Anchorman, entre otras. Resulta pertinente, entonces, preguntarse por sus motivaciones para incursionar en el ámbito de los films “basados en hechos reales”. ¿Acaso se debía a una búsqueda de prestigio o, por el contrario, a un intento de deconstruir el género mediante una puesta en abismo de sus mecanismos habituales similar a la del telefilm A Deadly Adoption –cuyos créditos lo incluyen como productor ejecutivo– con el melodrama? La primera hora ladea la respuesta hacia la segunda opción. La restante, no.
Una de las escenas iniciales tiene al corredor de bolsa Jared Vennett (Ryan Gosling) esfumando cualquier atisbo de verosimilitud. Sucede cuando rompe la cuarta pared para hablarle directamente al público, revelándose además como la voz cantante del relato. Ese diálogo entre ficción y realidad –o, mejor dicho, entre la ficción y su construcción– será una de las apuestas más fuertes de un film que podría definirse como una reversión tragicómica de la mucho más adusta El precio de la codicia pero menos desaforada que El lobo del Wall Street. Durante el primer tercio, McKay muestra su firme voluntad de enclavar la narración dentro de las arenas de la comedia, como si ni siquiera él mismo se tomara demasiado en serio lo mostrado en pantalla. “Bueno, esto no pasó necesariamente así”, dirá uno de los personajes. “Ahora vamos con Margot Robbie para que nos explique cómo funciona el mercado”, replicará otro antes de que aparezca... Margot Robbie en una bañera hablando a cámara. Difícil atribuir esa elección a la casualidad: la actriz australiana encarnó a la esposa de Leonardo Di Caprio en el último trabajo de Martin Scorsese.
Aspirante a cuatro Globos de Oro y firme candidata a alzarse con un buen número de nominaciones en los próximos Oscar, La gran apuesta arranca en 2005, cuando nadie creía que el mercado inmobiliario se caería a pedazos. Nadie salvo Michael Burry (Christian Bale, con la misma cara de torturado que en Batman), un médico devenido en administrador de fondos que, ante la certeza de un colapso inevitable pero de fecha incierta, invierte una importante tajada de su compañía en contra del mercado. Todos lo miran de reojo, hasta que algunos empiezan a darse cuenta que quizá no está tan loco. El primero será Vennett, quien le acerca una oferta a Mark Baum (Steve Carell), líder de un grupo compuesto por criaturas cuyo carácter retorcido las convierten en dignos exponentes del universo habitual de McKay. Los últimos son dos jóvenes a cargo de una “pyme” que buscan dar el gran salto en Wall Street de la mano de Ben Rickert, nueva incursión de Brad Pitt en un rol destinado a encarnar la conciencia y mesura después de la inexplicablemente reputada 12 años de esclavitud, en la que, al igual que aquí, figuraba como productor asociado.
McKay (uno de los coguionistas encargados de adaptar el libro homónimo de Michael Lewis, autor de El juego de la fortuna) resuelve bien el pilar más “teórico” del conflicto enhebrando diálogos propios de las necesidades dramáticas con explicaciones sin temor a proferir mil términos propios del argot financiero, varios de ellos a cargo de cameos similares en forma y contenido al de Robbie. Pero, al igual que los malos corredores de carreras, da la sensación que La gran apuesta no sabe regular su potencia. Así, a medida que se acerca la explosión de la burbuja –no es spoiler: difícilmente alguien no sepa cómo terminó la timba especulativa–, el film muta autoconciencia por una culpa manifestada en el pesar de sus personajes por haberse vuelto recontra ricos a costa de la estafa a millones de ciudadanos. Una placa previa a los créditos con los números de esas pérdidas cumple con la dosis de corrección política de todo producto oscarizable que se precie de serlo, marcando que, después de todo, quizás a McKay no le desa- grada tanto la idea de llevarse alguna estatuilla a casa.
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