Jueves, 14 de septiembre de 2006 | Hoy
CINE › “EL CAMINO DE SAN DIEGO”
Como en Historias mínimas y El perro, un viaje atraviesa el film de Carlos Sorín.
Por H.B.
Luego de Historias mínimas y El perro, El camino de San Diego bien puede ser considerada la tercera pata de una posible saga de la Argentina anónima, emprendida por Carlos Sorín en su regreso al cine, tras casi tres lustros de refugio en el mundo de la publicidad. Como aquéllas, la nueva película de Sorín está protagonizada por gente común, encarnada por actores no profesionales, armada sobre la marcha más que en el papel y renegando de fórmulas narrativas convencionales. El resultado es una nueva muestra de lo que bien podría llamarse documentalismo ficcional, al que el realizador de La película del rey viene adscribiendo desde el momento en que ideó Historias mínimas.
Teniendo una vez más un viaje por eje narrativo y dramático, en esta ocasión y por primera vez en su carrera Sorín abandona las despobladas extensiones de la Patagonia, marchando a las antípodas, a la densa selva misionera. Allí, el realizador encuentra al Tati, joven motosierrista que –como don Villegas en El perro– viene de perder el trabajo, ante el cierre del obraje en el que aserraba. Conchabado como ayudante de escultor, cuál no será su sorpresa el día en que –en medio de una tormenta entre subtropical y bíblica– Tati da con una raíz de timbó que le recuerda inconfundiblemente al Diez. A Maradona, sí, cuya vida y milagros se sabe de memoria y a quien idolatra, hasta el extremo de contar con un par de loritos que cada vez que lo ven (des)entonan el clásico “Maradoooo... Maradoooo”.
“Diega”, responde el Tati cuando el juez de paz le pregunta qué nombre piensa ponerle a la hija. Pero ahora, a Diego acaban de internarlo en terapia intensiva, en la Clínica Suizo Argentina de Buenos Aires. Como forma de aportar a su cura, Tati emprenderá un peregrinaje a dedo hasta las puertas mismas de la clínica, donde piensa entregarle en ofrenda el icono de timbó. Nuevamente una road movie –formato al que Sorín le es tan fiel como lo fue al paisaje patagónico–, en la prehistoria de El camino de San Diego el realizador tuvo la intención de narrar el viaje que dos hacheros emprendían en 1952, para salvar a una Evita agonizante. Como en toda road movie, como en toda película de Sorín, El camino de San Diego (un hallazgo, el título) se organiza de modo episódico, con el Tati trabando contacto fugaz con una fauna de videntes, campesinos, camioneros, bolicheros, coperas, curas, pastores, creyentes y –signo de que ya anda cerca de Buenos Aires– vendedores ambulantes, manifestantes y piqueteros. Como lo deja a las claras su metáfora central (ese trozo de madera en el que Tati y sus amigos están convencidos de ver a Maradona) si hay un tema latente en El camino de San Diego es el de las creencias populares. Creencias que aquí concilian péndulos adivinatorios, catolicismo, estampitas de santos, el culto del Gauchito Gil o la cuasi santificación de futbolistas o figuras políticas. Santificación que, por muy materialista dialéctico que fuera en vida, incluye al mismísimo Che Guevara. Sin llegar a la apología de la superstición practicada por la dupla Doria-Stagnaro en Las manos, la proliferación de gente humilde, buena y pura que se constata en El camino de San Diego hace pensar en una virulenta idealización de lo popular. Esa idealización llega a rozar la sacralización y mueve a recibir con alivio la aparición de personajes menos beatíficos, como un ruidoso camionero brasileño y cierta copera de boliche al paso.
Dramáticamente escueta, estupendamente fotografiada por Hugo Colace y sobremusicalizada por el hijo del director, Nicolás Sorín (como sucedía ya en El perro), el carisma del protagonista Ignacio Benítez confirma a Sorín como gran descubridor de actores no-actores. Prolongación en menor escala de Historias mínimas y El perro, El camino de San Diego representa una verdadera paradoja, a la que tal vez pueda dársele el nombre de documentalismo idealizador.
6-EL CAMINO DE SAN DIEGO
Argentina/España, 2006.
Dirección y guión: Carlos Sorín.
Fotografía: Hugo Colace.
Música: Nicolás Sorín.
Intérpretes: Ignacio Benítez, Carlos Wagner La Bella, Paola Rotela, Silvina Fontelles y Miguel González Colman.
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