Jue 24.03.2016
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CINE › VIENTOS DE AGOSTO, DEL BRASILEÑO GABRIEL MASCARO

Resuena el trueno entre los cocos

El primer film de ficción de Mascaro se interna en un pequeño pueblo costero nordestino para encontrar allí bastante más que mar y playa: un cementerio que es barrido por las aguas y un pescador más obsesionado por la muerte que por la vida.

› Por Horacio Bernades

“Relato de marco documental con embriones de ficción”, podría definir algún espíritu científico ante Vientos de agosto, primer atisbo ficcional del nativo de Recife Gabriel Mascaro, con antecedentes en el documental. Presentada en festivales internacionales entre los últimos meses de 2014 y los primeros de 2015 (incluyendo los de Locarno y Mar del Plata, donde fue parte de la Competencia Internacional), la película del treintañero Mascaro tiene lugar en un pequeño caserío pesquero del estado nordestino de Alagoas. Uno de esos parajes que parecen “bendecidos por Dios y bonitos por naturaleza”, como decía la canción. Pero la mirada de Mascaro no es la de un turista. De modo casi imperceptible, tirando líneas tan leves como las de un plumín, el realizador va señalando, en el curso del relato, insatisfacciones, desajustes, discordancias que subyacen a ese paraíso tropical en el que todo parecería ser sol, mar, una calma más allá del tiempo y la historia. Entre esas discordancias, la mayor de todas: la muerte, que viene hasta la playa así como el mar arrastra cadáveres hasta ella.

Jeison tiene nombre de navegante mítico y pesca con arpón (de a ratos), para complacer a su padre, que no está muy conforme con él. Así como Jeison no está muy conforme con lo que hace. Pesca pulpos, mientras la morocha Shirley toma sol en el chinchorro. Para tomar color oscuro, Shirley se pasa Coca-Cola por la piel: atención con la técnica. Mientras toma sol, escucha música. No escucha frevo, ni pop, ni hip-hop: escucha punk y heavy metal. Signo de un desfase real: Shirley no es de la zona, es de la ciudad. Vino hasta el pueblito a cuidar de la abuela, que no puede movilizarse por sí sola. Pero Shirley se aburre ahí. Para hacer algo, o para ganar unos pesos, maneja el camión que todas las tardes lleva los cocos recogidos durante el día. Como Jeison la acompaña, siempre hacen una parada para hacer el amor entre los cocos. Un día, durante uno de sus buceos Jeison encuentra una calavera con dientes de oro, y se interesa por ella. Otro día, en la playa aparece un cadáver con la panza hinchada, y lo suyo pasa de interés a obsesión. La muerte, de pronto, parece importarle más que la vida.

La narración de Vientos de agosto se organiza por líneas de fuga, líneas de puntos a completar por el espectador. O tal vez sean olas narrativas, que vienen y van. La relación entre campo y ciudad, representada por Shirley y por un sonidista que de pronto aparece en medio del pueblo, con sus equipos de última generación, para grabar el sonido de algo tan elemental como el viento. El sonidista desaparece tan bruscamente como apareció: una noche de tormenta eléctrica, en medio de la playa, espasmódicamente iluminada por relámpagos. La relación entre sexo y muerte. El gag solitario sobre la ausencia de autoridad, cuando Jeison lleva el cadáver a la comisaría del pueblo cercano y lo único que encuentra es un preso que dice haber sido arrestado por error. El detalle documental: el vendedor ambulante de marcos para fotos familiares, la técnica para escalar y bajar a velocidad de los cocoteros, el pequeño cementerio de los marineros construido sobre la playa, que el crecimiento de las mareas amenaza con barrer, producto del calentamiento global. Y que Jeison está más preocupado por proteger que el resto de la costa. Esa por la que andan los vivos.

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