Sábado, 9 de abril de 2016 | Hoy
CINE › G., UN CRIMEN OFICIAL, DE DANIEL OTERO
Si, como propone la película, a una época se la conoce por sus crímenes, entonces el film de Otero, que se inicia con el asesinato de un subcomisario de la policía bonaerense, ofrece un retrato de los últimos 25 años de la historia argentina.
Por Juan Pablo Cinelli
Clásico ejemplo de documental policial, G., Un crimen oficial, de Daniel Otero, mixtura en su relato elementos propios de ambos géneros, sumando además algunas piezas propias de la intriga política. Pariente bastante cercano de Parapolicial negro, documental en el que Javier Diment trazaba un retrato posible de los años ‘60, al intentar comprender el surgimiento de la Triple A, la película de Otero también funciona como mapa de una época. En este caso la década del ‘90, con su complejo trasfondo político y económico. Y lo hace a partir del crimen del subcomisario de la policía bonaerense Jorge Gutiérrez, asesinado de un balazo en la cabeza durante una madrugada del invierno de 1994, en un vagón del ferrocarril Roca. Un homicidio para el que aún hoy la Justicia sigue sin encontrar un culpable, a pesar de que casi desde el principio los hechos y sus protagonistas parecen estar bien claros. Eso es lo que esta película intenta demostrar.
Así como el documental de Diment estaba basado en un texto previo –un artículo periodístico del gran cronista policial Ricardo Ragendorfer–, el de Otero se apoya en una investigación propia, publicada apenas cuatro años después del asesinato con el título de Maten a Gutiérrez. En él se reconstruye la investigación del crimen, cuyo objetivo habría sido el de detener una investigación sobre operaciones de contrabando, que el subcomisario llevaba adelante casi sin apoyo de su propia fuerza. Con la muerte de Gutiérrez el caso tomo dimensiones inesperadas y terminó siendo pieza clave de la investigación de lo que se conoció como aduana paralela. Con ese nombre se denomina a una gigantesca cadena de operaciones ilegales de importación y exportación que incluían todo tipo de bienes, desde automóviles de alta gama a cocaína, propiciadas por la flexibilidad de los controles aduaneros a partir de la privatización y tercerización de los mismos, llevada adelante por el gobierno de Carlos Menem. Bastará decir que el caso incluye, entre tantos, el escándalo por el tráfico de armas a Ecuador, por el que el propio ex presidente fue condenado a siete años de prisión, para tener una idea de las implicancias de la aduana paralela.
Está claro que Otero conoce al detalle los hechos y los rincones oscuros de esa trama, y los narra ágilmente y con claridad. A pesar de las limitaciones técnicas, el director se las ingenia para que Un crimen oficial sea una película visualmente atractiva y dinámica. Para ello es fundamental un montaje fluido, la utilización de diversos efectos que subrayan el formato original en video del material de archivo y los oportunos aportes del dibujo, que juega con la estética de la historieta negra, y la banda sonora. Esta última merece un comentario aparte, ya que sus responsables, Gustavo Gioi y Gastón Picazo, consiguen a partir de la mixtura de géneros disímiles como la cumbia, la electrónica o el blues, construir el marco sonoro ideal para esta historia que se mete en lo más sórdido del conurbano profundo.
Un crimen oficial es además un trabajo que implica un gran coraje. La investigación de Otero señala directamente al cabo de la Policía Federal Alejandro Santillán, todavía en actividad, como autor material del asesinato. También involucra como parte responsable a las cúpulas que por entonces guiaban los destinos de la federal y de la bonaerense. Y a algunos de sus personajes más nefastos, como el ex comisario Carlos Gallone (actor destacado durante los años de la represión, que carga con la triste celebridad de ser el protagonista de aquella foto en la que un oficial parece consolar con un abrazo a una de las Abuelas de Plaza de Mayo) o Jorge “Fino” Palacios, procesado por encubrimiento del atentado a la AMIA (ocurrido un mes antes del asesinato de Gutiérrez). Un entramado que también salpica al empresario Julio Gutiérrez Conte, dueño del depósito fiscal Defisa, ubicado detrás de la comisaría de Avellaneda donde trabajaba Gutiérrez y que el subcomisario investigaba justo antes de ser asesinado. Gutiérrez Conte fue CEO de la empresa Aeropuertos Argentina 2000 hasta 2012. Si, como dice la propia película, a una época se la conoce por sus crímenes, entonces G., Un crimen oficial ofrece un interesante recorrido por los últimos 25 años de la historia argentina.
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