Sábado, 21 de mayo de 2016 | Hoy
CINE › DOBLE PRESENCIA NACIONAL EN LAS JORNADAS FINALES DEL FESTIVAL DE CANNES
En la sección oficial Una Cierta Mirada se destacó ayer La larga noche de Francisco Sanctis, opera prima de Andrea Testa y Francisco Márquez, ganadora del Bafici. Y el corto Business, de Malena Vain, compitió en la sección Cinéfondation.
Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Parece todo muy vertiginoso. A mediados del mes pasado, ganó no sólo el premio a la mejor película en el Bafici, sino también al mejor actor. Ayer viernes, apenas un mes después, consiguió un sólido aplauso en las dos funciones a sala llena del Festival de Cannes. Hoy sábado, en la clausura de la sección oficial Una Cierta Mirada, puede llevarse uno de los premios del jurado que preside la actriz suiza Marthe Keller. Y mañana domingo también aspira a la Cámara de Oro a la mejor opera prima, una recompensa que atraviesa por igual a todas las secciones del festival. Pero al margen de la suerte que corra este fin de semana en Cannes con premios y jurados, La larga noche de Francisco Sanctis, codirigida por Andrea Testa y Francisco Márquez, es todo un logro en sí misma: una película sobre la última dictadura cívico-militar capaz de sortear todos los clichés y estereotipos con que se ha asociado al cine argentino dedicado a ese tiempo de oscuridad.
“Quiero destacar la presencia del cine argentino en la selección oficial de Cannes, una cinematografía que siempre nos acompaña y que esta vez lo hace con un excelente primer largometraje, porque esta sección, Una Cierta Mirada, también sale en busca de los descubrimientos”, señaló Thierry Frémaux, delegado general del Festival de Cannes, quien también saludó “la vitalidad de los festivales argentinos, como el Bafici y Mar del Plata, y de Ventana Sur, el mercado de cine latinoamericano que hacemos de manera conjunta con el Marché du Film de Cannes”.
El punto de partida de la película es la novela homónima que Humberto Costantini escribió en las postrimerías de la dictadura y publicó Bruguera en los primeros meses de democracia, allá por 1984 (una reedición sería bienvenida para un título hoy prácticamente inhallable). Sobre esa base, Márquez y Testa, egresados de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc), dependiente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, supieron construir un film compacto, sintético, riguroso, que en apenas 78 minutos consigue expresar el dilema moral de su protagonista, magníficamente interpretado por Diego Velázquez, con una sobriedad ejemplar.
Aunque nada lo indica explícitamente (todo es tácito en el film, que se resiste al fácil enunciado en voz alta), corren los primeros años del golpe. Una luz fría va despertando de a poco a los tristes monoblocks en donde Sanctis vive con su mujer y sus dos hijos, en edad escolar. Después de un desayuno de apuro, donde los cuatro se amontonan en la cocina, Sanctis toma el colectivo hacia el trabajo. Un confuso incidente en la calle, visto como de reojo, casi fuera de foco, no llega a llamar del todo su atención. ¿Por qué no pudo subir esa mujer al colectivo? ¿Quiénes eran esos hombres que se lo impidieron…? El día de oficina le depara una sorpresa, que no es el ascenso que esperaba. El insólito llamado de una olvidada compañera de facultad despierta el chismoseo de sus compañeros y cierta sensación de inquietud. El ambiguo, furtivo encuentro con ella (Valeria Lois), arriba de un auto que parece dar vueltas en círculos, es determinante en el film, en varios sentidos. Primero, porque enfrenta a Sanctis con una situación inesperada; luego, porque provoca un vuelco estilístico en la película misma. Lo que hasta entonces parecía responder a un deliberado costumbrismo a la manera de Mario Benedetti (el ambiente de oficina recuerda al de La tregua), se transforma de pronto en una situación extraña, casi fantástica, de pesadilla, donde el eje parece desplazarse de la realidad, al menos tal como la entendía Sanctis hasta ese momento.
Dos nombres y una dirección es todo lo que tiene que memorizar Sanctis. Son los de una pareja “a la que van a ir a buscar” y a la que él tiene que ir a advertirle esa misma noche para que puedan escapar. “¿Y yo qué carajo tengo que ver con esta historia?” es la tibia, anonada reacción de Sanctis, que a través de esa noche transfigurada terminará comprendiendo que su pregunta es retórica: ya está involucrado, carga con una responsabilidad de la que no podrá desentenderse.
Uno de los méritos del film de Testa y Márquez es seguir una máxima esencialmente hitchockiana: poner a un hombre común en una situación extraordinaria, sin convertirlo necesariamente en un héroe. Otro, es transformar a esa noche en una presencia ominosa, donde todo alrededor de Sanctis parecen signos de una circunstancia cifrada, laberíntica, en la que sus pasos solitarios resuenan como si lo siguiera su propia conciencia. El tercero es el enorme fuera de campo que con infinidad de detalles construye la película toda, donde no hace falta ni un operativo ni un Falcon verde para sentir, como un peso agobiante, a la dictadura que se cierne sobre la ciudad. “¿No sabe cómo puedo hacer para cruzar al otro lado?”, le pregunta Sanctis a un transeúnte trasnochado, en su búsqueda desesperada, cuando la calle súbitamente se corta. Esa pregunta encierra a su vez una certeza: Sanctis, finalmente, ha decidido asumir todos los riesgos, comprometerse, cruzar al otro lado.
Otro film argentino que pasó estos días por la selección oficial de Cannes fue el corto Business, dirigido por Malena Vain, con el apoyo de la Universidad del Cine, de la que es egresada. La presencia de trabajos de la FUC en la Cinéfondation –la competencia oficial del Festival de Cannes dedicada a cortos de las escuelas de cine de todo el mundo– es permanente, desde hace años, y Business suma un nuevo capítulo a esa saga. ¿Cuál es el negocio del que habla el corto? Una chica muy joven, casi adolescente, golpea la puerta de cuarto de un hotel de lujo, frente al Obelisco, y puede hacer pensar primero en una situación equívoca.
Pero lo que se llevará a cabo entre esas cuatro paredes de luz fría, clínica, impersonal no es un business sexual sino afectivo: la chica es hija de un hombre de negocios que pasa tan fugazmente por la ciudad que pareciera que ambos no tienen otra oportunidad de verse si no es en el hotel. Mientras él (Leonardo Murúa) intenta concentrarse en su laptop, ella (Telma Crisanti) le cantará con su guitarra un par de temas que acaba de hacer en un recital con amigos. Hay una evidente complicidad y afecto entre ambos, pero aún así la brecha generacional parece insalvable.
No ayuda tampoco que ese padre que a su hija le puso de nombre Almendra, en evidente alusión al grupo de Luis Alberto Spinetta, tenga que escuchar a regañadientes las versiones de un par de temas de cumbia villera (“Alza las manos”, de Damas Gratis; “La resaka”, de Supermerk2), que la chica interpreta de una manera tan sutil como desideologizada. Hay también allí, latente, otra distancia, otra alienación, esta vez de orden social: la apropiación de una cultura marginal por parte de la juventud económicamente más acomodada.
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