Mar 02.08.2016
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CINE › EL CUBANO CARLOS QUINTELA PRESENTA TRES FILMS EN LA SALA LUGONES EXTRAMUROS

La vida en el cementerio de los sueños

Descubierto por la Berlinale y premiado en el Festival de Rotterdam, Quintela asoma como la nueva cara del cine cubano, con un corto y dos largometrajes premiados internacionalmente y que dan cuenta del estado de situación de distintas generaciones de habitantes de la isla.

› Por Oscar Ranzani

El realizador cubano Carlos Quintela (La Habana, 1984) saltó a la notoriedad internacional cuando su ópera prima, La piscina (2011), fue seleccionada para la sección Panorama de la 63º edición de La Berlinale. Para ese entonces, ya tenía un currículum importante: estudió Artes en el Instituto Superior de Artes de Cuba y guión en la emblemática Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Durante sus años como estudiante, escribió y dirigió cortometrajes que compitieron y obtuvieron galardones en numerosos festivales de cine. Su segundo largo fue La obra del siglo (2015), premiado en el Festival de Rotterdam. Ambos podrán verse, desde hoy, todos los martes y miércoles de agosto (ver horarios al pie de la nota) junto a su corto Buey, en el marco de las actividades extramuros de la Sala Leopoldo Lugones en el Centro Cultural San Martín (Sarmiento 1551). Organizado por el Complejo Teatral de Buenos Aires, la productora Rizoma y la Fundación Cinemateca Argentina, estos estrenos simultáneos pretenden dar a conocer en el país el cine de Quintela, de amplia repercusión en festivales internacionales.

La obra del siglo fue filmada en su totalidad en la Ciudad Electro-Nuclear (CEN), en la provincia de Cienfuegos, muy cerca de una abandonada central atómica que nunca terminó de construirse. La CEN formó parte de un gran proyecto soviético-cubano encargado de construir el primer reactor nuclear del Caribe en la década de 1980. Con la posterior caída de la URSS el proyecto se paralizó temporalmente. De eso hace ya más de veinte años y “La obra del siglo”, como se le llamó en su momento, sigue incompleta. En ese contexto, Quintela desarrolla tres personajes: Leo, un joven de treinta años que ha regresado al departamento familiar donde viven su padre y su abuelo luego de separarse de su novia; el viejo Otto, que vive peleándose con la vida; y Rafael, que es el padre de Leo y el hijo de Otto, y que fue uno de los tantos trabajadores cubanos del proyecto nuclear que se quedó sin futuro. Leo, Otto y Rafael son hombres solitarios viviendo en la Ciudad Nuclear. La piscina, en tanto, tiene una mirada más contemplativa y muestra la realidad de un grupo de deportistas discapacitados, a quienes el instructor de natación no les exige nada. “Me llamaba la atención la incapacidad que, a veces, tienen las personas que lucen completas”, dice Quintela en diálogo telefónico con Página/12, a raíz del germen de La piscina. “Esa era la pregunta. Quizás la pregunta no se responde pero se puede palpar porque durante el día cuando este profesor los atiende, uno se da cuenta de que a él algo le falta”, agrega el cineasta.

–Tiene una mirada más contemplativa, ¿no?

–Sí, bastante contemplativa. Mirándola desde ahora, siento que lo que puede sobrevivir de la película es el valor humano de los muchachos por encima de la forma, de la misma contemplación y de un montón de cosas que, en aquel momento, me interesaban más o pensaba que tenían mayor valor.

–¿Cómo fue el trabajo con los adolescentes discapacitados que no eran actores?

–En un principio, tuve un poco de miedo porque antes sólo había hecho unos cortometrajes. Y también por trabajar con adolescentes. Y adolescentes especiales. Aparentemente era difícil, pero luego no lo fue. Lo que había que hacer era entender; o sea, conversar con ellos, establecer una manera de hablar que fuera cómoda para ellos y para mí. El resto fue como un juego.

–Aunque no sea su objetivo principal, ¿La piscina también muestra el mundo del deporte pero de una manera no competitiva?

–Sí, es como si a nadie le interesara competir. La rivalidad sucede o existe desde otro lugar. Quizás porque somos seres humanos y somos así. Siempre está el que es egoísta, el que es posesivo, el que es dependiente. Pero ellos no quieren ganar nada. Simplemente están ahí. Hasta cierto punto hay como una resignación en todos ellos.

–Se dice que su película tiene un estilo con referencias al tailandés Apichatpong Weerasethakul. ¿Comparte esta apreciación?

–Fue mi primera película, la rodé con 23 años y la terminé casi tres años después de haberla filmado. Cuando uno empieza se apoya en cineastas que admira o que a uno le llaman la atención. Posiblemente sí. Se ven influencias de por aquí, de por allá. O sea, yo veo más influencia de Bruno Dumont que de Apichatpong. Pero perfectamente podría encajar en eso.

–¿El taller de guión fue el que le permitió conocer la Ciudad Nuclear, donde transcurre La obra del siglo?

–Estudié guión en la Escuela de Cine en las afueras de La Habana. Estudiando allí, recibí un taller de guión muy cerca de la Ciudad Nuclear. Estando ahí podía tomar el ferry, cruzar la bahía y visitar la Ciudad Nuclear todos los días. Eso lo hice durante la semana que duró el taller. Las personas que conocí me contaron sus anécdotas. Recuerdo que una mujer me dijo: “Esta ciudad está un poco viva y un poco muerta”. Como que está suspendida en una especie de limbo. Ese fue el primer acercamiento a la Ciudad Nuclear. También desde lejos uno puede ver los restos de la cúpula del reactor. Y es muy extraño. Eso también llama la atención porque no tiene nada que ver con el típico paisaje cubano que uno está acostumbrado a ver. En principio, tuve curiosidad. Luego, me di cuenta de que como nunca fui de la Ciudad Nuclear me tenía que imaginar el dolor que vivieron las personas que se prepararon para ese proyecto común, que luego quedó abandonado. Entonces, el tipo de película que surgió fue como una reinterpretación de lo que allí sucedió. Es una película que, a veces, es realista, y, a veces, no lo es.

–¿Lo definiría como un film político porque, de algún modo, marca el fin de una era?

–Sí, por supuesto que tiene un fin político. Aquí, parece que la era se acabó hace veinte años y la burocracia es tan grande que todavía están firmando los papeles (risas). Pero hasta cierto punto recuerda una época que ya pasó y está enmarcada en el final de una época que, en algún momento, debe terminar pero que es una especie de cementerio. Es como si las personas de ese lugar vivieran en el cementerio de sus sueños hasta cierto punto.

–¿Poner tres generaciones en la historia fue para mostrar cómo entiende cada una de ellas esos sueños que no pudieron alcanzarse?

–Uno elige un tipo de familia. La respuesta es sí. Tratar de mirar lo que sucedía en ese lugar desde tres generaciones era quizás una meta de la película. Se logra bastante con la generación más vieja, la del abuelo, que es la que vivió la época de un optimismo desmedido, que llegó a lo que llegó. Después, está la generación de Rafael, que es la que está en el medio, y quizás él podría entender a su padre, que es el abuelo. Y también podría imaginar a esta nueva generación que no tiene ningún tipo de perspectiva.

–Al ver la película uno se pregunta qué hubiera sucedido en la historia si Cuba hubiera tenido una central nuclear. ¿Se lo preguntó al hacerla?

–Claro. En ese sentido, es muy polémico. Hay muchas personas que dicen que hubiera funcionado y punto. Y muchas otras personas que creen que podría haber explotado. Pero realmente eso queda en el plano de la hipótesis. Desde mi punto de vista (y está en la película) siento que pudo haber explotado. De hecho, explotó. Lo que pasa es que explotó de manera de distinta. No tuvo que hacerlo para que hubiera algún tipo de radiación. Lo que en este caso hubo fue otro tipo explosión: una implosión.

* La piscina (se exhibe junto al cortometraje Buey): Martes 2, 9, 16, 23 y 30 de agosto a las 19 horas; Miércoles 3, 10, 17, 24 y 31 de agosto a las 19 horas.

* La obra del siglo: Martes 2, 9, 16, 23 y 30 de agosto a las 17 y 21 horas; y miércoles 3, 10, 17, 24 y 31 de agosto a las 17 y 21 horas.

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