Jue 01.09.2016
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CINE › UNA PELICULA QUE SE CONCENTRA EN EL CORAZON DEL TEXTO

Destilar la gota de miel más (agri)dulce

› Por Horacio Bernades

“El tiempo del luto terminó”, le dice Wenceslao a su mujer, que le cose en su camisa blanca una cinta negra que se había aflojado. Pasaron seis años desde que el hijo de ambos se cayó de un andamio, pero ella sigue de duelo, y de hecho ese día no va a ir a lo de su hermana, donde la familia se junta a celebrar Año Nuevo. Wenceslao se va solo, llevando unos limones y unas brevas que arrancó del limonero del fondo. Ciclos: El limonero real comienza cuando despunta ese último día del año y termina a la madrugada del día siguiente, cuando el nuevo año comenzó. Pero para la mujer de Wenceslao, de quien no se sabrá el nombre, nada cambió. Para ella, el tiempo del luto no terminó y tal vez no termine nunca. Para el propio Wenceslao quizás tampoco haya terminado, aunque él mismo no lo sepa. En una de esas de eso trata El limonero real, aunque eso –la continuidad del duelo– no esté a la vista.

De lo que está y no está a la vista se ocupa el cine, y eso es algo que Gustavo Fontán debe haber tenido muy en cuenta a la hora de adaptar El limonero real (1974), novela de Juan José Saer que es pura literatura. Pura literatura, antes que nada por el peso que la descripción tiene en ella. El cine no necesita describir: le basta con dejar ver el entorno unos segundos más de lo habitual. Fontán lo hace por decantación, al adoptar la misma cadencia pausada que pauta sus películas desde El árbol (2006), la película que marca la definitiva refundación de su carrera. Aunque declara haberse enamorado de la novela de Saer desde la primera vez que la leyó, recién salido de la adolescencia, a la hora de la trasposición Fontán no tuvo compasión con el original: arrasó prácticamente con la estructura del libro, dejó de lado experimentos literarios, frases maratónicas y cambios de voces narrativas y se concentró pura y exclusivamente en el corazón del asunto. Como quien extrae de un panal sólo la gota de miel más (agri)dulce, la que en 77 minutos y con las armas cinematográficas más esenciales pudiera expresar, sin hacer alusión directa a ello, aquella idea, la persistencia del duelo y la ausencia, corroyendo con ella el duro limonero de lo real.

“¿Mi hermana no viene?”, pregunta, molesta, Rosa (Eva Bianco). Wenceslao (Germán De Silva) baja la cabeza avergonzado, como si fuera un poco de él la responsabilidad de que su esposa (Patricia Sánchez) sea una mater dolorosa. Es una doble ausencia la que pesa sobre él: la del hijo muerto y la de la esposa ausente. Ausente porque no está y porque hace seis años que se declaró en estado de ausencia. Wenceslao no habla del tema, y eso no dicho es lo que está presente en su silencio, en su aire entre reconcentrado y resignado, en la simbólica sumersión en el río, uno de los contados momentos en los que la narración pasa de la tercera a la primera persona (los otros son unas breves subjetivas desde el bote, en el viaje de ida hacia lo del cuñado Rogelio). Allí, cuando se sumerge, por instantes el cuadro cinematográfico es ganado casi por completo por el negro, algo que sucede en un par de momentos más (el último de ellos es al final, cuando Wenceslao vuelve a su casa). Parecería que esos momentos transpolan el célebre cuadro negro de la novela, cuando Wenceslao pierde brevemente el conocimiento, en ambos casos una referencia a escala a la negrura que lo cerca.

Otra opción de Fontán, de muy diversa índole, es la del pudor en lugar de la crudeza expositiva. Wenceslao no hace caca en medio de los pajonales, no se baña desnudo sino en calzoncillos, a la pareja a la que espía no llega a vérsela en pleno trajín fornicatorio, no se asiste al carneo del carnero. A cambio de eso, El limonero real de Fontán brinda una suave sensorialidad, dictada por el peso mismo del silencio (que en cine es muy fuerte), un largo travelling lateral mostrando los árboles desde el bote, la luna llena en medio del cielo y, sobre todo, el momento más lucido estéticamente, el baile del 31 mostrado casi en silencio, como en medio de la bruma o del sueño. La notable fotografía de Diego Poleri, que difumina el sol de día y le arranca tonos plateados a la noche, tiene mucho que ver con esto.

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