Dom 18.09.2016
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CINE › EIGHT DAYS A WEEK, EL REVELADOR DOCUMENTAL DE RON HOWARD

Debajo de los alaridos, una banda que sabía lo que hacía

Tras el descubrimiento de imágenes y audios inéditos de The Beatles, Apple Corps le encargó al realizador de Apollo 13 una película que retratara los “años de gira” de la banda. El resultado es un ajustado retrato de la locura de un momento irrepetible.

› Por Eduardo Fabregat

El 29 de agosto de 1965, en la conferencia de prensa realizada en Capitol Records antes del show de The Beatles en el Hollywood Bowl, una de las preguntas no fue realizada por un periodista sino por un psicólogo infantil, el doctor George Bach. “¿Cómo manejan la presión de un público que no los ve como personas sino que trata de convertirlos en símbolos?”, inquirió el médico, a lo que Ringo Starr contestó: “Hacemos esto solo dos horas por día. El resto del tiempo somos personas”. Hay honestidad en la respuesta del baterista, pero también el candor de un tipo que acababa de cumplir 25 años y, aunque se sintiera “persona”, era efectivamente visto como uno de los cuatro símbolos de un quiebre que partió la historia cultural del siglo XX. Según apuntó en ese entonces el diario Los Angeles Times, Bach comentó que “es una muy buena respuesta, la única que una persona normal puede dar a una situación anormal”.

Nada era normal en la vida de Starr, Paul McCartney, John Lennon y George Harrison en los swinging sixties, y Eight days a week - The Touring Years viene a dar acabada cuenta de ello. La película se acaba de estrenar en Inglaterra y en Estados Unidos puede verse incluso a través de la plataforma online Hulu, pero –a pesar de que se trata de The Beatles, un nombre que suele arrastrar público– es difícil que llegue a los cines argentinos: su destino más probable es el DVD / Blu Ray para consumo hogareño. Al frente del proyecto está Ron Howard, ese ex niño actor que, como protagonista de la serie Happy Days, llegó a cruzarse y saludar a Lennon cuando éste quiso conocer a Henry “Fonzie” Winkler en el set televisivo. Howard, director de hits como Splash, Apollo 13, Una mente brillante, El código Da Vinci y Frost / Nixon, resultó una excelente opción para ponerse al frente del proyecto ideado por Apple Corps. Como declaró en estos días, siempre gustó de la música del cuarteto de Liverpool pero sin llegar al fanatismo enfermo de la Beatlemanía: sí, en su décimo cumpleaños, en ese 1964 en que la banda conquistó Estados Unidos, pidió una peluca y unas botas Beatle. Pero su relación con la banda tuvo un carácter menos histérico que el de sus congéneres, lo que le permitió retratar el fenómeno con cierta distancia objetiva.

Ahora bien: ¿por qué y para qué realizar una nueva película sobre un tema tan transitado como los Fab Four, más allá de la obvia seguridad de la apuesta comercial? ¿Acaso no se ha escrito, analizado y retratado hasta el hartazgo a una banda que lleva 46 años separada, pero sigue teniendo influencia? Como suele suceder en estos casos, todo se desencadenó a partir de un par de hallazgos: una filmación muda de 1962, otra con sonido y en color de 1963 en el cine ABC de Manchester y, sobre todo, varios audios ocultos y la posibilidad de una restauración total de las cintas registradas en el Hollywood Bowl en los agostos de 1964 y 1965, a cargo de Giles Martin. Decidido a ofrecer un material que mereciera la pena verse, Howard salió a la caza de la mayor cantidad de material “raro” posible. Su premisa fue saltar por encima de un lugar común en la historia Beatle, el que indica que el período 1960-1966 fue el “aperitivo” de lo verdaderamente sustancioso, el momento en que abandonaron la actividad en vivo para reinventarlo todo en el estudio de grabación. Howard estaba decidido a demostrar que, además de ser la banda que parió cosas como Revolver, Sgt. Pepper’s lonely hearts club band y Abbey Road, The Beatles fueron un formidable grupo en vivo.

A eso apunta Eight days a week, pero también a dar cuenta del modo en que cuatro jovencitos llevaron sobre sus hombros semejante peso. El mismo Ringo queda desmentido por esa frase que en la canción de Beatles for sale refiere al amor, pero que era aplicable a la vida de los músicos: más que dos horas al día, The Beatles eran The Beatles ocho días a la semana. Y en la era previa a Sgt. Pepper’s... eran un grupo más que fogueado en vivo: las afiebradas, extendidas jornadas de Hamburgo, las sesiones en The Cavern y las giras por Gran Bretaña los habían convertido en una maquinita de precisión que, en menos de treinta minutos, arrasaba el escenario. De los covers de Chuck Berry, los Isley Brothers y Buddy Holly al material propio, el cuarteto tenía un set pulido e impecable. Por ello, además de por su capacidad musical, se entiende que la invasión a Estados Unidos y la inauguración del rock de estadios con un equipamiento insuficiente no se tradujeran en performances olvidables. Nunca más apropiado el concepto: The Beatles tocaban de memoria, y solo así pudieron afrontar compromisos como el Hollywood Bowl y el legendario Shea Stadium del 15 de agosto de 1965, cuando enfrentaron a 55.600 personas aullantes apenas armados con sus amplificadores Vox y sin retornos de escenario.

La hazaña se refleja en Eight days a week y en el disco que acaba de editarse (ver aparte). Como dice Lennon en una entrevista de archivo incluida en el film, “el público no venía a escuchar, venía a amar”. Un amor peligroso, como queda demostrado por las escenas que muestran multitudes cercando a los músicos, la estampida que dejó 240 heridos en Vancouver y otro episodio similar en el Dodger Stadium de Los Angeles. Hasta el clima supo jugarles en contra, y las imágenes de los tipos más valiosos del show business tocando instrumentos eléctricos bajo la lluvia produce escalofríos retroactivos. El film retoma una delirante escena ya reflejada por los hermanos Albert y David Maysles en su documental The Beatles first U. S. visit: tras la visita al set de Ed Sullivan el 9 de febrero de 1964, el grupo dio su primer show dos días más tarde en el Washington Coliseum, con un ring central como escenario en el que debían cambiar de lado cada tres temas. No solo hubo un momento de zozobra cuando se trabó la plataforma de la batería, sino que además la banda tocó bajo una permanente lluvia de “gomitas”: pocos días antes, alguien en una radio había asegurado que a the boys les gustaba esa clase de caramelos.

Fiel al planteo inicial, el film de Howard atiende también a los detalles. En la explosión Beatle en Estados Unidos tuvo mucho que ver la necesidad que tenía la gente de superar el duelo por el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, pero también cierto azar que Howard cuenta al reflejar la primerísima vez que The Beatles sonaron en la radio norteamericana, y el rol central que tuvo en ello una quinceañera de Maryland llamada Marsha Albert. La chica vio al grupo en un informativo de la cadena CBS, consiguió una copia de “I want to hold your hand” a través de una azafata de British Airways y escribió una encendida carta al DJ radial Carroll James; el DJ la invitó a pasar el disco en la radio WWDC de Washington, y fue como el primer mordisco de The Walking Dead: el teléfono de la emisora estalló, y el sello Capitol debió apurar la edición local del single que ofició de pistoletazo inicial de la Beatlemania, de la invasión británica en general. Del mismo modo, la película se encarga de un tema que hasta ahora fue tocado tangencialmente, el rol de The Beatles en la discriminación racial en Estados Unidos: durante la gira de 1964, el grupo se mantuvo en sus trece con respecto a las políticas de segregación de asientos en el Gator Bowl de Jacksonville (Florida), exigiendo a los promotores que se eliminara la distinción entre tickets para afroamericanos y público blanco.

Todo ello, claro, con el constante fondo de aullidos. “Fue como poner un micrófono junto a la turbina de un 747”, definió George Martin la grabación del ahora restaurado The Beatles at the Hollywood Bowl, que al momento de su edición en 1977 significó apenas un pálido reflejo de lo que los cuatro de Liverpool podían dar en vivo. El documental se encarga también de dejar constancia que ellos no sabían que la performance se estaba registrando para la posteridad: ya era suficiente con tener los ojos de todo un país posados sobre ellos. Los ojos, y los oídos, y las manos, y las lágrimas y los gritos, con la profunda convicción de que esos cuatro pibes, con sus trajecitos y sus estrambóticos flequillos –pero sobre todo con su música–, habían llegado para cambiar el mundo tal como se lo conocía. No precisamente dos horas al día: ocho días a la semana.

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