CINE › EL INVIERNO, DE EMILIANO TORRES, SE LLEVO DOS PREMIOS EN SAN SEBASTIAN
Fogueado como asistente de dirección en varias películas, el realizador debutó en el largometraje con un film ambientado en el inhóspito paisaje de una estancia patagónica. “Los personajes son víctimas de la necesidad, de carencias extremas”, señala.
› Por Oscar Ranzani
La ópera prima de Emiliano Torres, El invierno, festejó por duplicado en el 64º Festival de Cine de San Sebastián, donde recibió el Premio Especial del Jurado ex aequo junto a Hätten/The Giant y la Concha de Plata a la Mejor Fotografía. Así lo determinó el jurado presidido por el cineasta danés Bille August. El autor de Pelle el Conquistador (ganador de dos Palmas de Oro en Cannes y un Oscar) fue acompañado en las deliberaciones por la directora argentina Anahí Berneri, la productora española Esther García, el realizador chino Jia Zhang-ke, la diseñadora de vestuario alemana Bina Daigeler, el director de fotografía estadounidense Matthew Libatique y la productora Nadia Turincev. “Para mí, ya era ganar estar en el festival”, señaló Torres a Página/12.
Torres, de amplia experiencia como asistente de Marco Bechis, Daniel Burman, Enrique Piñeyro, Albertina Carri y Emanuele Crialese, debutó como director de largometrajes “con bastante naturalidad”, según cuenta. “Dirigir es distinto que ser asistente, implica otro tipo de responsabilidades, pero son responsabilidades que, después de unos años, tienen más que ver con cuestiones técnicas o estrictamente cinematográficas, con la manera en que uno afronta el desafío y hasta qué punto corre ciertos riesgos”, agrega. El film, que se estrenará el jueves 6 de octubre en la Argentina, fue rodado en la Patagonia. La ficción parte del momento en que un viejo capataz de una estancia en la que se esquilan ovejas es despedido de su trabajo y un peón más joven toma su lugar. Esa confrontación generacional tiene como protagonistas al chileno Alejandro Sieveking y Cristian Salguero, quienes encabezan un elenco que se completa con Adrián Fondari, Pablo Cedrón y Mara Bestelli.
La idea no surgió de un tema particular porque Torres intenta escribir evitando lo temático para ser “lo más directo y universal posible al sentarme a escribir”. Eso lo lleva a escribir desde los personajes y entender qué está contando al final del recorrido. Hace unos diez años, Torres estaba trabajando en un documental y quedó atrapado en una tormenta de nieve. Se metió en la primera tranquera que encontró abierta y se refugió en la estancia de un capataz, donde estuvo un día. “Me fui con la idea de que me faltaba una parte de la historia, de que había vivido una experiencia en ese lugar, que había entendido el aislamiento y la soledad, pero me faltaban partes importantes de la historia y que él no me había contado quién era y cómo había llegado hasta ahí. Esa parte la inventé”.
–¿Lo primero que surgió al pensar la historia fue, entonces, el lugar?
–Sí, es una zona de la Patagonia poco explorada y no recuerdo que se haya filmado. Creo que el último en filmar ahí fue Werner Herzog en 1990: Grito de piedra. No dejó buenos recuerdos: cayó un helicóptero. Es una parte de la Patagonia muy interesante. Son mesetas infinitas.
–¿Cómo fue el rodaje en un sitio tan difícil?
–Fue difícil. Tuvimos que dividir el rodaje en dos etapas porque tenía que filmar el invierno, la primavera y el verano. Hicimos algo que no es habitual en los largometrajes: filmamos dos semanas, paramos, y cuatro meses después volvimos a filmar en verano. Eso sumó costos y complicaciones, pero era inevitable. Fue difícil por el aislamiento y por la falta de comunicación: allí no sólo no hay Internet sino que tampoco hay señal de teléfono, ni energía eléctrica ni agua. Pero todo eso te obliga a conectarte con ese lugar de otra manera, a adaptarte. Y cinematográficamente me obligó a hacer un ejercicio de volver a una manera muy esencial de hacer cine, muy simple y al mismo tiempo muy concreta. No se trataba de plasmar un guión sino de interpretar la situación e intentar llevar adelante una película en ese contexto, incorporando los accidentes, el clima. Por momentos, la puesta en escena estaba más dictada por el viento que por mí. Sencillamente ponía la cámara donde podía. Y la verdad es que en muchos casos el viento acertó (risas).
–¿Cree que el drama que cuenta es propio de la región donde filmó?
–Sí, pasó algo muy particular. Como decía, escribí el guión basado en una pequeña experiencia. Pero cuando volví me encontré que algunas situaciones eran exactamente iguales a como las había escrito. Por ejemplo, en la estancia donde filmamos había ocurrido exactamente lo mismo: el cambio de encargado después de la rivalidad y el acecho del capataz despedido.
–¿Ve a los personajes principales como seres desprotegidos en ese lugar?
–Creo que son sobrevivientes. En ambos casos, son víctimas de la necesidad, de carencias extremas. La realidad de los peones rurales es una cuenta pendiente histórica. El actor Alejandro Sieveking me decía que ellos en Chile dirían que estos dos personajes son víctimas del “apatronamiento”: la necesidad de complacer al patrón y de darlo todo para conservar ese puesto. Me interesaba describir esa batalla tan absurda y, a la vez, terrible.
–¿Por qué dice que esta película antes que describir la condición del mundo se interroga acerca de la condición humana?
–Tiene que ver con lo que decía: más que detenerme en la coyuntura, en la descripción realista y específica de la realidad de los trabajadores rurales y de las injusticias que sufren me cuestiono cosas que tienen que ver con la supervivencia misma, con el sentido que tiene esa batalla que puede ser extrapolada a la ciudad. La batalla que damos por ser capataces de nuestras vidas. La película se pregunta acerca de eso y creo que también da una respuesta.
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