CINE › INFERNO, DE RON HOWARD, CON TOM HANKS Y FELICITY JONES
› Por Ezequiel Boetti
Los aportes de Dan Brown al cine son más bien pocos. Y ni siquiera positivos: el récord absoluto que en su momento significaron las 208 copias con las que se estrenó El código Da Vinci marcó el puntapié inicial para el actual modelo de lanzamiento oligopólico de las grandes superproducciones de Hollywood tanto en la Argentina como en gran parte del mundo. La tercera película basada en un best seller de Brown llega diez años después de aquel suceso, cuando sus títulos ya no se venden como pan caliente y la gran industria de la pantalla grande mantiene su matrimonio por conveniencia con los superhéroes. Quizá por ese desfasaje entre mercadotecnia y lanzamiento, y porque el realizador Ron Howard parece haber salido renovado del baño de aceite y grasa que significó la fierrera Rush, pasión y gloria, es que Inferno resulta una adaptación mucho menos explícita, más redonda y autoconscientemente efímera.
Explicada hasta la exasperación, grave como rito litúrgico en latín, con sus acciones enteramente supeditadas a los mandatos del didactismo y un sinfín de vericuetos narrativos que la volvían un pantanal, El Código Da Vinci era un ejemplo supremo de todo lo que no debe hacerse en el cine. Le siguió Ángeles y demonios (2009), que no era buena pero sí menos enroscada en su propia trascendencia, y ahora llega Inferno, basada en el libro homónimo editado en 2013, y con Ron Howard y Tom Hanks repitiendo los roles de director y protagonista. El actor con voz nasal es por tercera vez Robert Langdon, un reputado profesor de iconología y simbología religiosa con una innegociable capacidad de estar en el lugar incorrecto en el momento menos oportuno. En este caso, en la ciudad de Florencia días después que un malvado millonario haya plantado un virus cuya liberación podría ocasionar la desaparición de media humanidad en cuestión de días y que sólo Langdon, con su conocimiento enciclopédico, puede encontrar.
Como en los dos films anteriores, la anécdota podría reducirse a la trashumancia de Langdon por Europa (Florencia, Venecia, Estambul) siguiendo pistas dejadas en esculturas, pinturas y libros con el objetivo de encontrar el botín de turno. La diferencia de Inferno, entonces, no está en la dinámica narrativa, construida sobre la base del encadenamiento de situaciones inverosímiles y casi siempre referidas, en este caso, a la obra de Dante Alighieri, sino en la ausencia de misticismo y el apego a una levedad que terminan convirtiendo a este relato en uno que se olvida al rato de salir de la sala, pero que ofrece dos horas de aceptable entretenimiento. No será mucho, pero sí bastante más que antes.
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