CINE › JULIO CHAVEZ Y UN VIAJE A LOS MISTERIOS DEL PROCESO DE LA CREACION
Recientemente premiado como mejor actor en el Festival de Berlín, el protagonista de El otro se refiere a las presiones sociales sobre su figura, la experimentación con el silencio, el trabajo en el rodaje, los rasgos de un nuevo nuevo cine argentino y los misterios de la escena creativa.
› Por Julián Gorodischer
“He visto a muchos reyes puestos y muchos reyes con la cabeza cortada. He visto a Akira Kurosawa en Cannes pasando por la alfombra roja mientras toda la atención se concentraba en Brad Pitt. Y la mujer que lo estaba llevando le decía: ‘No lo reconocieron, maestro’. Ensayo todos los días la caída, así como ensayo todos los días la muerte.”
Lo dice Julio Chávez, de trato amable, voz cansada, enorme capacidad para concentrarse en sus meditaciones sobre “el arte de la actuación” a pesar del bullicio alrededor, aquí mismo, en el estudio del barrio de Palermo en el que sigue ejerciendo como maestro, tal vez porque sus propios maestros fueron las relaciones más importantes que ha tenido, aún en ausencia del autor y amparado sólo en la influencia de la obra de Pirandello, Shakespeare, Chejov, Bergman, Discépolo, Borges –enumera–, y la lista sigue. “La obra –dice el protagonista de El otro, que se estrena hoy– es el espacio de encuentro conmigo. Andá a la raíz, no vayas a la manzana. Después, la manzana que dé, ya es otro tema.” Cuando se inicia el proceso de consagración de un gran actor argentino, como sucedió en los años ’80 con Alfredo Alcón y en los ’90 con Ricardo Darín, no parece haber punto de retorno, y ahora Chávez, después del consenso sobre sus brillantes actuaciones en Extraño (de Santiago Loza), El custodio (de Rodrigo Moreno) y El otro (de Ariel Rotter), que le otorgó el Oso de Plata al Mejor Actor en el último Festival de Berlín, es el centro de fallos, premios, consenso de la crítica también por su performance en Yo soy mi propia mujer, en teatro, lo cual no lo inhibe de la sensación de que “no se puede servir bien la mesa a todo el mundo”. “A alguien –se resigna– voy a defraudar, seguro.”
Su trilogía de Extraño, El custodio y El otro lo encontró ensayando formas de comunicación ajenas a la palabra. Se empezó a mover cómodamente en el silencio. Redescubrió la experiencia de callar, para así seguir expresando cosas, con temor a repetirse, ya que el instrumento era el mismo, convencido de que lo importante estaba pasando por debajo de lo dicho. “El problema –dice Julio Chávez– era cómo hacer para relatar tres silencios con contenidos diferentes. Eran tres asuntos que debían ser comunicados por un mismo instrumento. Siento que eso no lo hubiera podido hacer hace veinte años, porque no tenía el instrumento para hacerlo. No podría haber sostenido una nota frente a una cámara, intentando estar abierto y dejando que la cámara imprimiera una experiencia.” Cuando el tema es el misterio de su posición ante la escena creativa, su propio desdoblamiento se presenta bajo el signo de El otro, la fábula de un hombre decidido a vivir otras vidas en poco tiempo.
También Julio Chávez se desafía a regresar a tiempo para que el proceso no se torne demasiado peligroso. ¿Alguna semejanza entre la trama de Rotter y el trabajo del actor? “Somos capaces de tener una conversación amena mientras tenemos pensamientos desagradables”, cree Chávez. “La actuación, la construcción de la ficción, es lo más humano que hay: somos absolutamente hacedores de escenas, tenemos estrategias, vamos aprendiendo; para mí, en lugar de ir dividiendo las aguas, es tender a unirlas. La construcción de la ficción es lo más natural que hay.”
–Tengo una conciencia absoluta de la cámara –sigue–; es un recordatorio absoluto de que hay algo que se llama tiempo; la siento como un pulso que me marca una cierta vida. Cuando mi oficio era menor que el de hoy, me apuraba, me obligaba, y ahora es una compañera que imprime un momento en el tiempo. Me parece sumamente vital el intento de construir algo vivo, que la cámara no te lo impida, entregarme sin esconderme para que eso sea tomado. Dicen que los indígenas no quieren que una foto les robe el alma; para mí es una hermosa sensación que una cámara me la robe...
–¿Cómo es su actitud durante una filmación?
–No me gusta alejarme del lugar del rodaje; vigilo hasta el movimiento del gaffer, dónde piensan poner el micrófono. La espera en un rodaje no me abruma; hago de la espera una situación pródiga. No me gusta esa situación de está todo listo, traigan al actor. Voy ganando tiempo al escuchar cómo habla el director con el director de fotografía. Cuando dicen cámara/ acción quiero formar parte de ese lugar. Me gusta saber qué problemas tienen con una luz o con algo en lo que vos podés colaborar. A veces me ha tocado sostener la pizarra desde adentro de un coche, y rápidamente la escondo.
No sintió el peso de la aparente inmotivación de El otro, que un día decide partir y cambiar de nombre por un rato. Su criatura más reciente, como en El custodio, como en Un oso rojo, nunca es evaluada, por la ficción, según juicios morales ni recibe castigos ante sus infracciones a una moral familiar occidental. El secreto de garantizar la fluidez parece ser renunciar a la voluntad de control. “En ese sentido confío –dice–, me entrego a que lo que mi rol no explique será explicado por el espacio. Hay cosas de las que no me ocuparía de gobernar: una caminata puede tener un sentido u otro dependiendo de dónde está tomada. Una simple caminata puede transformarse en un viaje para el espectador. El otro no puede ser juzgado porque nada de lo que hace es con intención de hacer daño; es un hombrecito de lo más simple del mundo. Y no tiene muchas vueltas; es una persona a la que me gusta adjetivar como blanca; es gustosamente respetuoso.”
–Pero siguiendo ciegamente sus necesidades personales también podría estar haciendo daño...
–¿A quién le está haciendo daño? A mí me parece que no daña; tal vez sería otra película la de las consecuencias provocadas sin que él haya sabido lo que pasó con sus actos. En este caso, la mirada está puesta en otro lugar. Juega a autorizarse a ver qué pasa si le da cabida a su impulso. Quiere ver si siendo otro verdaderamente sería otro. Y no es así: el tiempo es el tiempo, la vida es la vida, la muerte es la muerte. Como ser humano, vuelve a lo que es. Como si ese fin de semana hubiera entendido que eso les pasa a las personas.
–Se parece demasiado al juego del actor: ser otro para volver al punto de partida...
–Ser otro para poder experimentarse a uno mismo con más amplitud. A veces voy en un taxi y el conductor me pregunta qué hago; le contesto: arquitecto. Sé que no lo va a inquietar. Si dijera que soy actor, me preguntaría cosas y haría de mi viaje la imposibilidad de estar conmigo mismo. Para mí la película es como si él se hubiera subido un rato a un taxi: cambia su identidad porque lo pone más en contacto con el sonido de su momento privado.
Como intérprete reincidente del cine argentino reciente (¿un nuevo nuevo cine argentino?), elegido por muchos de los egresados de la Universidad del Cine (Moreno, Rotter) para el protagónico absoluto, se le pide que encuentre rasgos comunes en la nueva camada, en contraste con clásicos de los ’80 como Señora de nadie y La película del rey, de los que también formó parte. “Veo dos grandes diferencias: una tiene que ver con cómo se produce, con una suerte de variedad, de apertura de posibilidades, de estrategias diferentes; y por otro lado veo que los equipos tienen menos cerrazón en las áreas, y creo que tiene que ver con las escuelas: el que hace cámara, la que hace luz, la que hace maquillaje eran compañeros. Pero sobre ‘lo nuevo’ preferiría no tener que contestar porque lo nuevo, ¿lo nuevo?, vamos a poder pensarlo dentro de veinte años. Hoy lo que parece nuevo tal vez no sea tan nuevo. La reflexión acerca de qué es lo nuevo no la puedo sostener.”
–Muchos se reconciliaron con los silencios, en contraste con el cine de los ’80 que era tan hablado...
–Pero en Vivir, de Kurosawa, el personaje dice cuatro frases. En Un globo rojo casi no se habla. El relato, desde lo discursivo, se puede hacer insoportable: me dicen mucho y no sé qué están diciendo. O tiene un contenido con el cual no sé qué tengo que hacer, porque ya me lo dan todo. Si me lo contaran de otra manera, tal vez podría pensarlo yo, sin necesidad de que me inoculen pensamiento.
–Se podría pensar en una evolución de sus criaturas desde un cine de seres vulnerables a tipos rudos...
–Me parece que el de Extraño no es un hombre rudo: está haciendo un viaje inevitable a la observación del dolor del otro, contemplando y asistiendo al dolor ajeno. El otro tampoco me parece un hombre duro.
–Al menos nunca sufre un quiebre emocional...
–No se quiebra, es cierto, pero a veces el llanto es la capa más superficial de la experiencia, y nosotros la ubicamos en la más profunda. Llorar es una manera de escupir el bife que estaba en mal estado. Nos asustamos más frente al silencio del otro que cuando el llanto se manifiesta. El tema es cuando ya dejó de llorar, y el dolor empieza a ir para abajo, más abajo... Pienso en El silencio de Andrei Tarkovski, una de las películas más gloriosas que hay, como si fuera una vivencia religiosa. La experiencia de ese hombre no se resuelve con un llanto. Y además está bien, en este momento de mi vida, instalarme en un lugar de dureza para experimentar. Los procesos de mi vida me acompañan en lo que hago como actor. Me conmueve estar imprimiendo en las películas mi tiempo, mi existencia, mi humanidad.
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