CINE
› Por Alan Pauls
Fotografías se llamó alguna vez Viaje al país de mi madre. ¿Cuál es ese país? La pregunta es el centro neurálgico de esta formidable película de Andrés Di Tella, pero no tiene una respuesta simple (si la tuviera no habría película o habría una película mala, uno de esos documentales-demostración que despliegan verdades que ya existían antes de ser filmadas). A primera vista es un país real, la India, patria de la madre que la madre no transmite al hijo como cultura sino apenas como pigmento (biología, color de piel, racismo) y, quizá, reprimiéndola, como enigma para el porvenir, una bomba de tiempo que recién se activará cuando la madre haya muerto. ¿”Demasiado tarde”, como sentencia el padre en cámara? La película misma lo desmiente: la muerte de la madre no cierra nada; al contrario: es la condición de posibilidad de todo; del deseo de saber, del viaje, del movimiento y de la existencia de algo llamado “el país de mi madre”. Algo que en rigor no existe como tal. Porque “el país de mi madre” debe ser inventado y el documental es el modo de inventarlo. De ahí que sea un “objeto” complejo, hecho de partes que no encajan, problemas insolubles, lagunas, sobreactuaciones, creencias irrisorias. Con su irreductibilidad, su crudeza, su mezcla de inepcia y despotismo, el padre (Torcuato Di Tella) es también de algún modo “el país de mi madre”, país que amó, con el que flirteó políticamente, del que terminó deportándolo el divorcio y con el que se reencuentra en esa caja llena de fotos que –él sí: en Fotografías el que transmite es el padre, no la madre; la madre siembra misterios y deudas– le lega a su hijo. Pero “el país de la madre” es también la pampa gaucha de Ricardo Güiraldes, cuyo héroe don Segundo Sombra, icono por excelencia de la argentinidad, Di Tella descubre que fue calcado de un gurú indio que subyugó a Güiraldes durante un precoz viaje por la India. Y “el país de la madre” es también la alucinación, el mito, la ficción, países privilegiados donde la imagen de la madre nace del deseo del hijo, como da fe ese momento sublime del film –verdadera epifanía incestuosa– en el que Di Tella, dirigiendo a la actriz que reencarna a su madre, pone en escena el único recuerdo que tiene de su madre feliz, desahogada, dejándose llevar cuesta abajo por la inercia de un coche que se ha quedado sin nafta.
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