CINE › “FLANDRES”, EL NUEVO FILM DE BRUNO DUMONT
Sin alcanzar las alturas de La humanidad, el cineasta francés vuelve a presentarse como un artista de la soledad y de la desesperación. La guerra y la paz, el amor y el odio, el hombre y la mujer, aparecen aquí como elementos antagónicos, a la vez que complementarios.
Dirección y guión: Bruno Dumont.
Fotografía: Yves Cape.
Montaje: Gut Lecorne.
Intérpretes: Adélaïde Leroux, Samuel Boidin, Henri Cretel, Jean-Marie Bruveart, David Poulain y Patrice Venant.
Estreno en el cine Cosmos únicamente (proyección en DVD en pantalla gigante).
¿Tanto cambia la vida de un hombre después de la experiencia de la guerra? ¿O en el campo de batalla expresará sin reservas aquellas conductas que lleva larvadas dentro de sí? Y al regreso, ¿es posible articular esas emociones extremas, describirlas, ponerles un nombre? De esas preguntas, para las que no necesariamente pretende ofrecer una respuesta, está hecha Flandres, la nueva película de Bruno Dumont, el poderoso director francés que se dio a conocer diez años atrás con La vida de Jesús y que se consagró con La humanidad, ganadora del Grand Prix de Jury de Cannes 1999. Había mucha expectativa por su regreso, después de la profunda decepción que significó su tremendo paso en falso con Twentynine Palms (2003), una experiencia fallida en todo sentido, una suerte de salto al vacío sin red, de esos que sólo son capaces de dar los directores que aspiran a los extremos.
Artista de la soledad y de la desesperación, Dumont (48 años) no alcanza en Flandres (con el que volvió a ganar el Gran Premio del Jurado de Cannes) las alturas de L’humanité, pero igualmente demuestra su estatura de gran cineasta, capaz de enunciar con apenas las primeras tomas todo un mundo propio. Aquí es un paisaje rural, no muy diferente al del pequeño pueblo agónico de La vie de Jésus: una granja; unos jóvenes secos, embrutecidos por el trabajo duro y el aislamiento; un cielo gris y unos árboles yermos que esperan el fin del invierno. La expresividad de los planos generales de Dumont sólo es equivalente a sus planos detalle, como cuando pasa de un rostro a una mano de mujer que se posa sobre la mano de un hombre y en ese corte directo –de pronto, como si se tuviera acceso a un secreto olvidado– se reconoce la herencia casi perdida del cine de Robert Bresson.
Como Bresson, Dumont también descree del valor de la música en sus películas y prefiere la vehemencia del silencio y la lacónica elocuencia de los actores no profesionales. Todo aquello que en su nuevo film transcurre en el campo lleva ese sello indeleble, que se pierde un poco cuando los muchachos de la granja se descubren lejos de allí, en un país terroso (¿Afganistán? ¿Irak?), peleando salvajemente una guerra en la que no creen y que ni siquiera entienden. Esa zona obliga al film a una abstracción, porque Dumont no quiere hablar de un conflicto bélico en particular, sino de la guerra en general, y es entonces cuando Flandres pierde en verdad y en profundidad. Por lo menos hasta que el film devuelve a uno de los combatientes a su tierra natal y a esa mujer –casi una niña, todavía– a quien el soldado quizás ama desde siempre, de toda la vida, aunque nunca haya sabido antes cómo decírselo.
De una manera aún más frontal –casi más brutal, se diría– que en sus films anteriores, en Flandres esas dos partes en las que está escindida la película parecen remitir a un juego dialéctico entre fuerzas elementales, figuras antagónicas, pero al mismo tiempo complementarias: paz-guerra, amor-odio, hombre-mujer, espiritualidad-materialismo. Esto es posible porque el cine de Dumont –por más que sus ambientes y personajes pudieran hacer pensar lo contrario– no tiene nada de sociológico ni de naturalista. El suyo es un cine metafísico, hecho en todo caso a partir de la materialidad del rostro humano, de la fragilidad de la carne, de la presencia húmeda de la tierra. La naturaleza está allí, pero nunca como paisaje o elemento decorativo, sino para interrogar al hombre por su lugar en el mundo. Se diría que Dumont filma las superficies más concretas –la piel, la sangre, la arena– para intentar acceder a las ideas más abstractas –esencia, ser, sustancia–. No siempre lo consigue, pero son muy pocos los cineastas que lo intentan.
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