Vie 14.09.2007
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CINE › LA NUEVA PRODUCCION DE WERNER HERZOG, EN EL FESTIVAL DE TORONTO

Filmando en el desierto blanco

Encounters at the End of the World devuelve la confianza en el mejor Herzog: un retrato de un millar de científicos en la Antártida, catálogo de pasiones no exento de humor.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Toronto

El cine alemán, que está atravesando actualmente uno de sus mejores momentos desde su apogeo en los años ’70, tiene una fuerte presencia en todas las secciones del Toronto International Film Festival, con films de la llamada “Escuela de Berlín” y de otros directores jóvenes que ya han logrado hacerse un nombre en el mercado internacional, como Hans Weingartner, el director de Los EduKators, que trajo a Toronto el estreno de su nueva película, Free Rainer, donde imagina una nueva rebelión, esta vez contra la tiranía de la televisión. Pero quien fuera, casi cuatro décadas atrás, uno de los padres fundadores del llamado “Nuevo Cine Alemán”, Werner Herzog, acaba de demostrar en Toronto que todavía es capaz de dar más de una sorpresa.

El año pasado, Herzog –radicado en Los Angeles, pero virtualmente ciudadano del mundo, como siempre– había traído al festival canadiense Rescue Dawn, una ficción decepcionante, en donde era muy difícil rastrear la huella de quien alguna vez había sido el autor de Aguirre, la ira de Dios o El enigma de Kaspar Hauser, por citar apenas dos de sus grandes películas. Ahora, en cambio, en la sección Real to Reel, dedicada al cine documental, Herzog vino con Encounters at the End of the World, un film capaz de devolver la confianza en su cine y que confirma que lo mejor que tiene para ofrecer el director en estos días (en los que acaba de cumplir 65 años) no pasa precisamente por la ficción, sino por esos extraños viajes que propone por afuera de los caminos habituales, como en sus primeros tiempos.

Ya desde la época de la alucinante Fata Morgana (1970), Herzog se ocupó de salir a descubrir lugares remotos, pero no por un sentido banal de la aventura, sino como una manera de descubrir imágenes vírgenes, paisajes del alma, que –en la tradición del romanticismo alemán– fueran capaces de expresar una experiencia al mismo tiempo física y espiritual. En este sentido, Herzog nunca pensó a la naturaleza como un conjunto armónico o un catálogo de bellezas, sino más bien como el escenario de un combate atroz por la supervivencia de las especies, un caos dinámico al cual el hombre debe imponerse, forzar sus límites. Ese era el motor que movía a Aguirre o a Fitzcarraldo y también a los protagonistas de sus documentales más recientes, The White Diamond (2004) y Grizzly Man (2005), con quienes el propio Herzog se sentía identificado. Y ahora con estos Encuentros en el fin del mundo llega a uno de los pocos confines que le faltaba probar, el corazón de la Antártida, donde se topa no sólo con un horizonte casi inexplorado, sino también con una serie de personajes que podrían haber salido de su imaginación si no fuera porque se trata de gente que ya estaba allí, como esperando su cámara.

El proyecto tiene sus raíces en The Wild Blue Yonder, quizá su mejor película en años (se vio en el Bafici 2006), un film que decía reproducir imágenes del espacio exterior a partir de registros submarinos en la Antártida, a cargo de un camarógrafo amigo de Herzog especializado en bucear kilómetros bajo el hielo, en temperaturas varias decenas de grados por debajo de cero. Tentado por conocer ese lugar, el director se hizo invitar por la National Science Foundation de los Estados Unidos a la base McMurdo, en la isla de Ross, que entre octubre y febrero llegan a habitar cerca de un millar de científicos, en busca de respuestas a problemas tan diversos como los cambios climáticos, la evolución de las especies o el origen del mundo. Claro, no son científicos comunes, se trata de gente que no sólo suele ser la mayor especialista en su campo, sino que parecen poseídos por la misma determinación que empujaba a Aguirre a internarse en la selva amazónica o a Kaspar Hauser a sumergirse en sus pensamientos más recónditos. “Soñadores profesionales”, los define alguien en la película. Como ese geólogo que, con la mirada encendida, dice escuchar “el grito primordial del iceberg”. O ese filósofo europeo que en la base maneja humildemente un tractor y que decidió vivir allí porque se siente entre los suyos, entre “quienes estamos dispuestos a saltar del mapa”.

Esos zoólogos, por ejemplo, que con sofisticados equipos electrónicos estudian los aullidos de los lobos marinos y que en ese día eterno sin noches de la Antártida disfrutan tirándose al piso para poder escuchar directamente, con la oreja sobre el hielo, “unos sonidos que parecen creados por Pink Floyd”. También están los buzos, suerte de astronautas submarinos, que necesitan tanta concentración antes de sumergirse en lo que fácilmente puede ser su tumba que parecen “sacerdotes que se preparan antes de la misa”, en palabras de Herzog. Un biólogo amante de la ciencia ficción, que por las noches disfruta compartiendo con sus colegas viejas películas clase B sobre amenazas extraterrestres y desastres atómicos, estudia especies desconocidas de plantas y animales unicelulares, todo un mundo minúsculo, que sólo vibra en su microscopio y que él mismo se atreve a definir como “horrible”.

¿Pingüinos? En el comienzo, Herzog promete que –a diferencia de la tendencia tan actual a convertirlos en protagonistas de todo tipo de documentales y animaciones– no van a ser parte de su película, de ninguna manera. Pero cuando encuentra un zoólogo casi autista que solamente parece comunicarse con sus pingüinos, Herzog no puede con su genio y le pregunta si existe la locura entre sus animales. El resultado es un momento notable de la película, cuando descubre a un pingüino que, contra su mandato natural, desobedece al espíritu gregario de su especie y se aleja de la costa, para internarse en el horizonte infinito del continente blanco, hacia una muerte segura. Con los años, se diría que Herzog ha ido cambiando la gravedad inicial de su cine por una mirada un poco más ligera, capaz de permitirse el humor, que antes estaba excluido de su obra. El director siente empatía por ese joven geólogo inglés que investiga las infernales erupciones del volcán del Monte Erebus en saco de tweed o por ese botánico tan absorbido por su trabajo que ha terminado por mimetizarse con las plantas que cultiva. Herzog sigue pensado que la Tierra marcha hacia su segura autodestrucción, pero se siente feliz en la compañía de esta gente que, aun frente a una perspectiva tan sombría, no deja de apreciar la dimensión cósmica de la realidad.

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