Sáb 15.09.2007
espectaculos

CINE › TODD HAYNES Y MANOEL DE OLIVEIRA, EN EL FESTIVAL DE TORONTO, QUE TERMINA HOY

El arte de reinventar la historia

Cristovao Colombo - O enigma, del cineasta portugués, le da un nuevo origen a Colón. I’m Not There, de Haynes, es una transfiguración de Dylan.

› Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto

¿Cuántas vidas tuvo y tiene Bob Dylan? ¿Cuántas personalidades? ¿Cuántos rostros? Si había un cineasta capaz de enfrentarse a la mayor leyenda viviente de la canción y la poesía norteamericanas, ese era Todd Haynes. Y Dylan lo tenía muy claro, al punto de que fue al primero –y quizá sea al único– al que le dio carta blanca, una autorización expresa para hacer lo que quisiera con su historia y con su música. El caso de No Direction Home, el documental de Martin Scorsese que estrenó Toronto el año pasado, era muy distinto, porque allí se trataba básicamente de material de archivo. Pero en I’m Not There, Haynes reinterpreta a Dylan a su manera. “Hacé lo que quieras, desde tu propia perspectiva, por loca que sea”, contó Haynes que le dijo Dylan, quizá porque cuando él mismo se puso detrás de la cámara (en Renaldo y Clara) prefirió el camino de la experimentación. Y Haynes le hizo caso: trazó un retrato cubista, una reinterpretación subjetiva, donde no hay uno sino muchos Dylan, encarnados al mismo tiempo, simultáneamente, por seis actores y actrices, entre ellos Heath Ledger, Christian Bale, Richard Gere y Cate Blanchett, que acaba de ganar en la Mostra de Venecia la Copa Volpi a la mejor actriz por este trabajo.

“Es que Dylan es un hombre que nos ha acostumbrado a cambiar permanentemente frente a nuestros propios ojos”, explicó Haynes al público que colmaba la enorme sala de la Ryerson University, donde presentó su película. “Y quise mostrar toda su complejidad y sus contradicciones, esa capacidad que tiene para multiplicarse.” Algo de eso Haynes ya había probado en Velvet Goldmine (1998), su versión sobre el apogeo de David Bowie y la época dorada del glam rock. Pero ahora en I’m Not There, el director reniega lisa y llanamente de la clásica estructura aristotélica, abjura de la cronología, rompe con la linealidad del relato. Todos los Dylan el Dylan conviven desde el comienzo mismo del film, que alude –más por el sonido que por la imagen– al famoso accidente de moto que en 1966 habría provocado uno de los primeros giros en su vida y su música.

Contra la rutina de la clásica biopic a la que Hollywood es tan afecto, I’m Not There le pide a su espectador –aun aquel que no conoce los detalles de la vida de Dylan– que se entregue a esta transfiguración, un poco como Gus Van Sant se alejaba también en Last Days de la hagiografía de Kurt Cobain. El primer Dylan, por ejemplo, es un chico negro de once años, que aprende los blues de su tierra y peregrina hacia el hospital donde agoniza su héroe Woody Guthrie. Pero hay otros Dylan: el que sorprende al Village neoyorquino con su folk music o el que se convierte una década después en pastor pentecostal (Bale, multiplicado por dos); el errático padre de familia (Ledger) o la leyenda del Oeste que se mide en el espejo de Billy the Kid (Richard Gere)... Y el que mejor retrata la película: el Dylan modelo 66, aquel que en el festival folk de Newport ofendió a su público con una música eléctrica y rockera. Haynes lo muestra muy bien, arriba del escenario, disparando una metralleta sobre la gente. Ese Dylan –que se hace amigo del poeta Allen Ginsberg y en Londres se divierte jugando como un chico con The Beatles– es el que compone Cate Blanchett, quien con la ayuda de un blanco y negro de noticiero logra mimetizarse con su personaje de una manera notable.

Si de reinventarse permanentemente se trata, hay varios cineastas presentes en Toronto –que hoy termina su maratón de 349 películas– capaces de demostrar su eterna juventud, su capacidad de seguir imaginando una relación con el mundo a través del cine. Es el caso, por ejemplo, del portugués Manoel de Oliveira, 98 años bien cumplidos, que trajo personalmente a Toronto Cristovao Colombo - O enigma, una película que no sólo dirigió sino también protagoniza. A partir de la investigación de un médico e historiador portugués de mediados del siglo pasado llamado Manuel Luciano da Silva, Oliveira viene a probar –no sin humor– que Colón no habría nacido en Génova sino en una pequeña población del Algarve lusitano. El mismo Oliveira interpreta a Da Silva y recorre no sólo sitios simbólicos de su país sino también del continente americano para demostrar que Colón pertenecía a esa raza de exploradores y aventureros que dio Portugal y de la que el director se siente orgullosamente parte.

Otros cineastas veteranos –aunque no tanto como De Oliveira– incluidos por Toronto en la sección Masters, también deciden buscar las raíces más profundas de sus respectivas culturas. Con Chun-Nyun-Hack (Más allá de los años), Im Kwon-taek –suerte de padre fundador del cine coreano– trajo su largometraje número 100, un melodrama en el que recupera la tradición del teatro musical pansori. Conocido en Argentina a través de la retrospectiva que le dedicó el año pasado la Sala Lugones, Im Kwon-taek sigue aquí el camino trazado por dos de sus films que le dieron mayor repercusión internacional, Sopyonje (1993) y Chunhyang (2000), donde también trazaba un puente con el pasado.

Es lo que propone, a su manera, Eric Rohmer en Les Amours d’Astrée et de Céladon, un film de una libertad y una ligereza que –si no fuera por la maestría de su realización– parecen propias de la obra de un joven y no de un cineasta de 87 años. En la línea de Perceval el galo, estos Amores de Astrea y Céladon están basados en un texto francés de origen medieval, que habla sobre la fidelidad, el alma y la naturaleza del amor. Todos temas, claro, que Rohmer ha venido trabajando a lo largo de toda su obra, aunque de maneras muy diferentes. Aquí se permite filmar al aire libre, en escenarios naturales, que recuperan lo esencial de la poesía salvaje y del encanto bucólico de una Francia que Rohmer ya da casi por perdida. Este espacio de una belleza y una materialidad casi tangibles en la pantalla, Rohmer lo puebla de pastores y ninfas preocupados por un desencuentro amoroso que parece propio de una comedia de Shakespeare. Lo notable es que en estos Amours... nunca se siente el peso de la reconstrucción de época, que casi no existe: se trata, más bien, de un pasado filmado en tiempo presente, como si fuera un documental rodado en el siglo XVI. De allí la vitalidad de sus imágenes, la verdad de su erotismo.

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