CINE › LUCES FRIAS, NORDICAS Y DESOLADAS
La nueva película de Aki Kaurismäki es inconfundiblemente personal y, al mismo tiempo, un resumen de toda la historia del cine.
› Por Luciano Monteagudo
LUCES AL ATARDECER
(Laitakaupungin valot),
Finlandia-Alemania-Francia, 2006.
Guión, edición, producción y dirección: Aki Kaurismäki.
Fotografía: Timo Salminen.
Intérpretes: Janne Hyytiäinen, Maria Järvenhelmi, Maria Heiskanen, Ilkka Koivula.
La canción del comienzo es inconfundible: la versión original de “Volver”, por Carlos Gardel. Pero esas Luces al atardecer de las que habla el título no son las de Buenos Aires, sino las de la segunda patria del tango, Helsinki: unas luces frías, nórdicas, desoladas, que iluminan la triste existencia de un hombre bueno, noble, perdido en un mundo hostil y materialista. Capítulo final de la denominada “Trilogía de los perdedores”, integrada por Nubes pasajeras (1996) y El hombre sin pasado (2002), la nueva película del gran director finlandés Aki Kaurismäki es –como su obra toda, de una coherencia inusual en el cine contemporáneo– un film inconfundiblemente personal y, al mismo tiempo, una amalgama de influencias que parecen resumir toda la historia del cine.
El ambiente y la trama remiten al viejo film noir y a los gangsters del período de oro de la Warner: Koistinen (Janne Hyytiäinen), un guardia de seguridad retraído y necesitado de afecto, es abordado por una rubia sinuosa (Maria Järvenhelmi; ver nota aparte) que trabaja para unos mafiosos de caras largas y trajes negros, interesados en robar una joyería. La triste bondad del protagonista y su persistente mutismo son propios del universo de Buster Keaton. La superposición de lo cómico y lo trágico –y hasta algún perro perdido, con cara lánguida, que asoma por allí– es decididamente chapliniana. El ascetismo formal y el hieratismo de los actores provienen directamente del cine de Robert Bresson... Y, sin embargo, basta ver un solo plano de Luces al atardecer, descubrir sus colores vivos y al mismo tiempo oscuros, su imagen simple y despojada, para darse cuenta de que esta película no puede tener otro director que no sea Aki Kaurismäki.
Hay una empatía, una solidaridad esencial con su personaje que es muy propia de Kaurismäki. El antihéroe Koistinen es el mismo de toda su obra y también el de todo un siglo de cine. Las fuerzas que se confabulan contra él también: una ciudad anónima y adversa, una noche eterna y cruel, una sociedad indiferente, que no tiene piedad para con aquellos que no son capaces de pisotear al prójimo.
Si en la primera entrega de la “Trilogía de los perdedores” el tema era el desempleo y en la segunda la falta de un hogar, Luces al atardecer está atravesada por la soledad. Parecería imposible pensar en alguien más abandonado que Koistinen, un hombre demasiado sensible para el único trabajo que consiguió, como guardia de seguridad. Esa fuerza brutal de la sociedad que algunos llaman destino se ensaña particularmente con Koistinen, privándolo una y otra vez de su trabajo, de su libertad y de sus sueños. Pero como aclaró el propio Kaurismäki, “por suerte para el protagonista, el autor del film tiene la reputación de tener un corazón tierno, por lo que podemos asumir que hay una chispa de esperanza en la escena final”.
De una ascética belleza visual que lleva su firma inconfundible, Luces del atardecer parece un tableaux vivant de Edward Hopper iluminado por la luz gélida del Báltico. Hay una melancolía muy auténtica, muy verdadera en el film, que sorpresivamente se abre y se cierra con dos tangos de Gardel y Le Pera –en sus versiones originales– que le van muy bien: al Volver del comienzo le replica en los títulos finales El día que me quieras. Nunca una película finlandesa pareció tan porteña.
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