Sáb 06.10.2007
espectaculos

CINE › ISRAEL ADRIAN CAETANO

“Lo satisfactorio es poder vivir del cine y no robar”

Tanto en cine como en la TV, Caetano logró, a pesar de las presiones externas, imprimir su propio sello. Pero, a la vista del auge de lo carcelario y lo marginal en TV, admite que “me da cosa que alguien piense que soy el precursor de un género que hoy pone en pantalla Policías en acción”.

› Por Javier Rombouts

Si la cámara lo tomara ahora, en el momento en que Israel Adrián Caetano camina hacia la entrevista, antes de que salude y diga disculpen por la demora, si en este preciso instante la cámara lo siguiera por este mediodía soleado de Devoto, tanto el andar como la figura de Israel Adrián Caetano aprobarían sin duda un casting para personaje –principal, secundario, eso se verá después– de una futura película de Adrián Caetano. Futbolero a morir, hincha de Peñarol e Independiente –“en ese orden”–, el director de Pizza, birra, faso, Un oso rojo, Bolivia, Tumberos y Crónica de una fuga, entre otras, es, desde lo estético, lo menos parecido a un director de cine que se puede encontrar en la Argentina. Pero basta que comience a hablar para que la pantalla se encienda y aparezcan los títulos.

“El cine es al arte lo que el golf es al deporte. Tenés que tener plata. Yo nunca estudié, me metí en el cine sin pedir permiso. Mi única formación fue haber visto mucho cine. Y de chico me nutrí de eso. En mi pasión por los géneros están todas esas películas que vi de chico y algunas obsesiones personales. Creo que me interesa tanto mi oficio porque tengo una forma muy lúdica de tomarme todo. La vida es un juego, donde tenés que jugar y el riesgo es que pierdas y ya”, afirma.

–¿Y el éxito qué papel juega en este esquema de vida lúdica?

–Tener éxito es importante. Pero eso tiene que ver con las ambiciones de cada uno. El éxito no es lo mismo para todos. Tiene que ver con las metas que uno se impone. Y también con la inteligencia para saber dónde estás parado para pedir más o pedir menos. La verdad, nunca en mi vida creí que iba a dirigir cine. De hecho, hasta Crónica de una fuga tenía cierta sensación de asignatura pendiente y rendía exámenes frente a mí mismo en cada película.

–¿Todavía en Crónica...?

–Sí, todavía ahí. No creo que sea mucho haber dirigido cuatro películas.

–¿Tampoco en el cine argentino?

–Bueno, en el cine argentino es bastante. Pero hasta ahí rendía exámenes. Después creo que aprendí a soltarme, a preocuparme menos por cómo le va a la película o qué dicen las críticas. Lo que hago es tratar, en la medida en que puedo, de ser honesto a la hora de hacer una película. Honesto desde el trabajo, algo que en este país no se respeta mucho. A mí me parece que eso hacían tipos como Torre Nilsson, Lucas Demare, Daniel Tinayre y Leonardo Favio. Eran tipos de trabajo, de oficio. Me siento muy identificado con ellos porque entraron al cine sin pedir permiso, sin estudiar. Y a la vez teniendo la mejor escuela, que es el trabajo. Después, es cierto, uno mira el trabajo de los directores por la postura que tienen frente al cine, pero termina juzgando sus películas.

–¿Cómo cree que lo juzgarán a usted por haber iniciado con Tumberos el culto a lo carcelario en la televisión argentina?

–Es que en la televisión todo se recicla. La verdad, me da cosa que alguien piense que soy el precursor de un género que hoy pone en pantalla Policías en acción. Y bueno, de a ratos acepto ese lugar y de a ratos es como que me parece que no tengo nada que ver con las cosas que pasaron después de Tumberos. Lo que pasa es que cuando algo funciona, todos salen a imitarlo. No hay un debate. Pero pasan cosas raras: después de Pizza, birra, faso, también se empezó a hacer un culto de lo marginal. Y sin embargo, esa película no fue un éxito. Fue más renombrada que otra cosa. Metió sólo 120 mil espectadores.

–¿Le parece que Pizza, birra, faso no tuvo éxito?

–Tuvo un poco. Es como un equipo chico que sale segundo en el campeonato.

–¿Nada más?

–Bueno, como un equipo chico que sale segundo en la Libertadores.

A los quince años, Caetano soñaba con jugar en la primera de Liverpool, el equipo uruguayo de fútbol. Era arquero y, si no se le hubieran roto los ligamentos, hoy el cine tendría un director menos y Uruguay un jugador –seguramente a este altura ex jugador– más. “Si no me rompía, el fútbol no lo largaba ni loco”, dice mientras trata de contener los embates de su perro, que lleva el justificado nombre de Animal, sigue cebando mate y contesta la siguiente pregunta, retomando el tema de su primer largometraje. Alguien que las ataja todas.

“Cuando digo que no fue un éxito Pizza, birra, faso también quería decir que no todo fue fácil. En esa época los críticos morían por Subiela y Pino Solanas. Me acuerdo de Quintín hablando maravillas de Subiela en los primeros números de El amante. Después le cayeron con todo, lo hicieron percha. Pero eso es lo que pasa: endiosan algo y después lo destruyen. Y también tenés a los directores que hacen rancho, montan su kiosquito y dejan de asumir riesgos, perdiendo el poder lúdico. El otro día leí que Mel Brooks quebró su productora a fondo. Al punto que está haciendo algunas pequeñas producciones de teatro para remontar. Bueno, ese tipo va a pleno. Acá los progres tienen la plata en los bancos de Uruguay y de los Estados Unidos. Creo que si sumo la cantidad de espectadores de todas mis películas, no le llego a los talones a Nueve reinas. Pero ése es el cine como industria. Después, en lo que se refiere a mí yo estoy enamorado de todas mis películas. Y creo que sigo asumiendo riesgos. Para mí la satisfacción no pasa por la cantidad de espectadores o por lo que diga tal o cual crítico de mi trabajo”, asegura.

–¿Y por dónde pasa la satisfacción?

–Por lo personal. Yo todavía me rehúso a currar con el cine. Y no faltaron productores que me pidieron que facturara diez veces más mis honorarios para quedarse con la plata. Bolivia estuvo parada por un productor fantasma que quería inflar el presupuesto de 250 mil dólares a un palo verde. Para mí lo satisfactorio es poder vivir del cine y no robar. Porque el cine mueve mucha plata y si vos afanás, es como la falopa, no podés parar. Y después, que a la gente que ve la película le guste.

–¿Hasta dónde el público es una variable?

–En un cine como el nuestro es difícil. Porque muchas veces depende de cómo se lance la película. Para mí Un oso rojo fue mal lanzada, y después estuvo primera y segunda mucho tiempo en los videoclubes. Lo mismo pasó con Crónica de una fuga: se estrenó en 25 salas cuando tendría que haberse estrenado en 40. Superó las expectativas y la gente se quedó sin verla. Yo presencié cómo un tipo iba y pedía una entrada para Crónica... y como estaban agotadas las localidades terminó viendo, no sé, Chatrán. Y la gente no te da una segunda chance.

–¿Por qué pasa eso?

–Porque los productores no terminan de confiar y cuando las cosas van bien, ya es tarde.

–¿Cree que está adentro del cine argentino o se ve como un tipo que está disparando desde afuera?

–Al principio me sentía un francotirador. Pero fundamentalmente por el lugar en el que me movía. Ahora, en cambio, me siento muy director. Me parece que tengo la autoridad como para hablar de cine y el talento para laburar haciendo películas. Es parte de una cuestión de autoestima. Yo suelo tenerla baja y cuando subo, no paro. Para afuera, algunos creen que soy macanudo y otros un creído de mierda. Pero, en verdad, se trata de dónde estaba mi autoestima el día en que me conocieron. Igual siempre están los que ven todo negro incluso cuando soy macanudo. Son los que decían que me había vendido a la televisión, que era un careta, cuando arranqué con Tumberos.

–¿Y usted cree que se vendió a la televisión?

–No, de ninguna manera. Es cierto que uno en este sistema nace con una lata en la cabeza. Todos nos estamos vendiendo. Todos trabajamos acá.

–Entonces, ¿cree que traicionó al director aceptando dirigir en televisión?

–No, en Tumberos hice lo que quise. Tuve una libertad que supe usar y de la que me sentí dueño. Además, tuve la impunidad del éxito.

–¿Se puede hacer lo que se quiere en una productora privada?

–Sí, yo con Tumberos terminé con capítulos absolutamente políticos, donde tocaba temas como la guerrilla, la revolución y de fondo ponía canciones de Daniel Viglietti. Creo que en el último capítulo Tinelli me llamó y pidió que controláramos un poco lo que estábamos poniendo en el aire, porque lo habían llamado por teléfono comentándole algunas cosas que le parecían demasiado fuertes. Lo que pasa es que Tinelli no veía Tumberos y si lo veía no lo entendía. De hecho, mucha gente no la entendió. Se quedaron con la cuestión de la marginalidad en las cárceles, cuando eso era lateral. Tumberos trató de ser una metáfora de la historia argentina.

–¿El llamado fue para decirle que no pusiera algo en especial en la tira?

–No. A Tinelli no lo apretaron. Al que apretaron fue a mí. Me acuerdo de que estábamos en un parate de la filmación y cayó una especie de junta militar, unos ocho tipos vestidos de milicos, y uno preguntó quién era el director. Cuando me presenté el tipo me empezó a decir que tuviera cuidado con lo que mostraba, me dijo que le parecía tránsfuga el tratamiento, que la gente tenía la cabeza chiquita y se creía cualquier cosa. Yo le dije que sí a todo. La verdad, no iba a confrontar. Pero fue un aprete clarísimo.

–Sin embargo, a la hora de hacer Disputas la relación con Ideas del Sur no fue tan sencilla.

–Pasa que cuando tu carreta anda bien, todos se quieren subir, Y esa manera de subirse es metiéndose. Yo había pensado en una serie volcada por completo a la comedia, y mis referencias eran los uruguayos de Telecataplum, Matrimonios y algo más, Moria, Olmedo. Pero los otros pensaban algo distinto. Sebastián Ortega quería hacer una cosa muy oscura con las putas drogándose todo el tiempo. Y Tinelli quería hacer una comedia costumbrista. A esa altura eso era realmente un puterío. Entonces, aproveché e hice lo que quise. Y ahí me cortaron las piernas, como diría el Diego. Me rebotaron los dos primeros capítulos y frené el rodaje porque me estaban internando pidiéndome todos cosas distintas.

–¿Qué hizo cuando le rebotaron los dos primeros capítulos?

–Presenté la renuncia. Y no me la quisieron aceptar. Para mí el primer capítulo quedó bien pero el dos y el tres son definitivamente una porquería. Y los guiones cada vez se ponían más ordinarios.

–¿Cómo hacía para seguir poniéndole su nombre si le parecía una porquería?

–Tenía un contrato, estaba abrochado. El director no tiene el corte final en la televisión. Igual, después era tal el caos que me volvieron a dar rienda suelta. Pero era una serie que había empezado mancada y quedó renga.

–¿Cómo se maneja con un productor que no entiende de cine pero tiene el dinero para financiarlo?

–Primero, creo que hacer dinero es definitivamente un talento. La otra vez estaba viendo un partido con mi hermano, era un domingo a la tarde y los dos estábamos tirados en el sillón, tomando mate. Y yo preguntaba en voz alta, cómo hace esa gente para producir y hacer cada día más plata. Y mi viejo, que pasaba por ahí, me dice: “Por lo pronto, un domingo no está tirado en el sillón mirando el partido y tomando mate”.

–Está bien, ¿pero cómo se pone de acuerdo?

–Discutiendo. Porque ojo, se puede discutir con ellos. Yo me saco el sombrero frente a Ortega y Tinelli, soy un tipo muy agradecido del laburo que me dieron. Lo otro que cuento son anécdotas, situaciones propias del trabajo.

–¿Con los productores de cine es más fácil?

–No, es lo mismo. Pero la verdad siempre tuve buena onda. Pero la película que más quiero es Bolivia, porque la produje yo e hice lo que quise.

–¿Está bueno eso de tener tanta libertad a la hora de hacer una película? ¿No hay que tener una gran capacidad de autocrítica para no terminar perdonándose la vida en cada toma?

–Es una responsabilidad muy grande. Y uno debe ser en extremo perfeccionista. En mi caso, que lo soy naturalmente, suele acarrearme más de una frustración. Pero la libertad es algo dificilísimo de manejar. De hecho, la mayoría de la gente prefiere vivir “en cana”. Esa relación paternalista que tienen con los políticos o con su empleo o con el que le dice lo que tiene que hacer.

–Entonces, ¿a quién le pregunta cuando se siente estancado en el trabajo y no puede progresar?

–Ultimamente me refugio en mí, y si no, escucho a mis hijos.

–¿Cuántos años tienen sus hijos?

–Seis y cinco, son espectadores de cine a morir y tienen una lucidez enorme. Y cuando dicen cosas, son muy certeras. Además, no les gusta que ganen siempre los mismos. Y a mí tampoco.

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