CINE › LA ACTRIZ ESPAÑOLA HIZO LUCIR SU BELLEZA EN EL FILM “ELEGY”
Así se la imagina Ben Kingsley en el nuevo melodrama que la catalana Isabel Coixet presentó ayer en la competencia oficial. Basada en una novela de Philip Roth, la película se sumerge en una reflexión sobre dos fuerzas antagónicas e inseparables: Eros y Tanatos.
› Por Luciano Monteagudo
desde Berlin
¿Penélope Cruz como la famosa maja de Goya? Por qué no. Así al menos –vestida y también desnuda, claro– se la imagina Ben Kingsley en Elegy, el nuevo melodrama que la catalana Isabel Coixet presentó ayer en la competencia oficial de la Berlinale. Basada en la novela El animal moribundo (2001), de Philip Roth, la película de Coixet materializa a un personaje recurrente del autor norteamericano, el intelectual David Kepesh, para sumergirse en una reflexión sobre dos fuerzas eternamente antagónicas y asimismo inseparables: Eros y Tanatos.
Académico reconocido, crítico teatral y literario de prestigio, Kepesh (Kingsley) ha pasado largamente la barrera de los 60 años, pero no tiene ningún problema en seducir a sus ocasionales alumnas con sus disquisiciones acerca de Roland Barthes o la carta a Milena que guarda enmarcada en su casa y que lleva de puño y letra la firma auténtica de Kafka. Cuando Consuela, una hermosa estudiante de origen cubano (Cruz), se le acerca no pierde la oportunidad de sacar a relucir sus garras de cazador experimentado. Y lo primero que hace para ganarse sus favores es mostrarle el parecido que guarda con la maja de Goya. Pero lo que en un comienzo nace como un affaire puramente sexual se va transformando en Kepesh en una obsesión amorosa: ¿podrá vivir sin ella una vez que la chica se canse de jugar con él y se consiga un amante de su edad?; ¿y si Consuela en verdad también lo quiere?; ¿hay un futuro posible en esa pareja con más de treinta años de diferencia?
Más austera y medida que en La vida sin mí (2003) y La vida secreta de las palabras (2005), sus dos películas previas estrenadas en Argentina, Coixet sin embargo no termina de soltar el lastre de solemnidad que determina todo su cine. El guión –en este caso firmado por un resucitado, el novelista y cineasta Nicholas Meyer– sigue siempre pesando mucho más que la puesta en escena y sus personajes parecen estar hablando constantemente en letras mayúsculas. Aun así, debe reconocérsele a Coixet haber sacado un buen partido de su elenco: de Penélope Cruz aprovechó básicamente su belleza; de la estupenda Patricia Clarkson (que interpreta a una amante veterana de Kepesh) su solidez dramática; y de Kingsley –a quien logró controlarle sus habituales excesos– su inteligencia. Eso le basta hoy por hoy para convertir al protagonista de Gandhi en un candidato al premio al mejor actor de la Berlinale 2008.
Por el lado de la mejor actriz ese lugar ya parece estar reservado a la británica Tilda Swinton, que viene haciendo cine hace más de dos décadas pero recién fue descubierta por el gran público en un papel secundario en Michael Clayton, lo que le valió una candidatura al Oscar en la inminente ceremonia anual de la Academia de Hollywood. Miss Swinton es la protagonista absoluta de Julia, la primera película en casi diez años del francés Erick Zonca, que no filmaba desde La vida soñada de los ángeles y El pequeño ladrón, dos películas por entonces promisorias de una carrera truncada. Ahora, como si quisiera empezar de nuevo, rodó en inglés, en los Estados Unidos, estas variaciones sobre Gloria (1980), uno de los mejores films de la última época de John Cassavetes, con Gena Rowlands. Aquí como allí también hay una mujer que parece salida de una novela negra –con mucho millaje encima y poco afecta a la vida familiar– corriendo y escapando con un pequeño niño ajeno a cuestas. En el caso de Julia –alcohólica y plagada de deudas– se trata de un chico que ella misma, en su desesperación e inconsciencia, se ocupó de secuestrar, sin ayuda de nadie, para exigir un rescate millonario. Pero lo que al comienzo en el film de Zonca luce prometedor –el submundo de la ciudad de Los Angeles, una larga fuga por el desierto californiano– luego pasa a convertirse, una vez que la película atraviesa la frontera con México, en una concatenación de clichés y estereotipos de los que solamente se exime Tilda Swinton, como si fuera un huracán aparte.
Y hablando de México: la sorpresa de la competencia se llama Lake Tahoe pero la filmó en Yucatán el mexicano Fernando Eimbcke. Los habitués al Bafici y el Festival de Mar del Plata seguramente recordarán su primer largo, Temporada de patos (2004), una película pequeña y divertida, en blanco y negro, que se apartaba radicalmente del academicismo y la impostura de tanto cine mexicano, con la historia de tres chicos que se juntaban en un departamento del DF a comer pi-zza fría y abandonarse a la rutina de los videojuegos. En su momento, se habló en Eimbcke de una evidente influencia de Jim Jarmusch y del Nuevo Cine Argentino y esas marcas vuelven ahora a hacerse presentes en su segundo largometraje, pero de una manera mucho más madura, como si el director finalmente estuviera encontrando su propio estilo.
Como en la primera película, la anécdota es mínima: un adolescente choca sin consecuencias graves el auto de sus padres y comienza a peregrinar a través de un pueblito dormido en busca de un mecánico y de un repuesto. En su recorrido se irá encontrando con distintos personajes –un viejo que lo confunde con un ladrón, un perro mañoso, un adorador de Bruce Lee, una chica de su edad que le quiere dejar a su hijo en guarda por una noche– pero quizá tanto o más que esos cruzamientos azarosos lo que importa en Lake Tahoe (un título que remite a un sueño incumplido del protagonista) es la manera entre tierna e irónica con que el director filma las casas y las calles de ese pueblo, encontrando una belleza sobria, seca allí donde a priori sólo hay prefabricadas y cemento a la vista. Una circunstancia que se irá revelando de a poco (y que no conviene adelantar, por si la película llega en abril al Festival de Buenos Aires), le agrega a Lake Tahoe una densidad dramática que Temporada de patos no tenía y que aquí recuerda el tono de ciertos cuentos de Raymond Carver. No es poco en esta –por ahora– más bien pobre Berlinale.
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