Vie 25.04.2008
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CINE › LA ESTADOUNIDENSE LOS REYES DE LA CALLE, DIRIGIDA POR DAVID AYER

Cuando el héroe es menos vivo que el espectador

› Por Horacio Bernades

6

LOS REYES DE LA CALLE
(Street Kings, EE.UU., 2008).

Dirección: David Ayer.
Guión: James Ellroy, K. Wimmer y J. Moss, sobre historia de Ellroy.
Fotografía: Gabriel Beristain.
Intérpretes: Keanu Reeves, Forest Whitaker, Hugh Laurie y Chris Evans.

Sobre guión de James Ellroy, Los reyes de la calle no pretende ser otra cosa que una película de género. Ese es su mayor mérito, ya que la aparta de toda pretensión, pero también su mayor limitación, en tanto le impide dar un pasito más allá del policial duro. Durísimo y negrísimo, bien en la línea del autor de Los Angeles al desnudo y La dalia negra. Aunque, claro, como ésta es una producción de una major, hace falta blanquear un poco la cosa, poniendo a una estrella en el papel del héroe y dándole al personaje algunas vías de redención.

En la primera escena ya queda bien claro que el protagonista, detective de la división Vicios de la policía de Los Angeles, no es precisamente un militante por los derechos civiles y la defensa de la vida ajena. Para liberar a unas chicas secuestradas, el agente Tom Ludlow (Keanu Reeves, menos tronco que de costumbre) urde toda una estratagema para engañar a sus captores, después arma una espantosa masacre en la casa que les sirve de prisión y finalmente acomoda las cosas de manera que parezca un ajuste de cuentas entre mafiosos. Cuando a la escena del crimen llegue su superior, el capitán Jack Wander (Forest Whitaker, que cuanto más flaco está, peor actúa), se verá que era éste el que había manipulado todo el operativo desde las sombras. Dato a tener en cuenta. Lo otro que también tendrá sus repercusiones en el relato es la envidia que sus compañeros le tienen a Ludlow, estrella de la división. Y la franca enemistad de uno de sus pares, que lo considera un racista hijo de puta (asunto con respecto al cual la película no fija posición). Todo ello, sumado, redundará en un clásico esquema de cazador cazado, con Ludlow descubriendo, casi en tiempo de descuento, cosas que no sospechaba. Aunque el espectador tal vez sí las sospechara de antes.

Que el héroe sea menos vivo que el espectador suele no ser bueno, y que el guión le encaje la condición de viudo cuerneado –cuestión de humanizarlo y darle razones a su condición de alcohólico autodestructivo– tampoco. Pero David Ayer (autor del guión de Día de entrenamiento, thriller cuya negrura le debía mucho al propio Ellroy) sabe imprimir tensión, ubicando la acción en una Los Angeles eternamente nocturna y narrando las escenas de tiros como si la cámara y el montaje equivalieran a las armas con las que blancos y negros, latinos y coreanos, traficantes y canas, se masacran indiscriminadamente. En esa indiscriminación, que echa por tierra cualquier noción de bien y mal, de lo legal y lo ilegal, puede entreverse la visión de James Ellroy sobre el mundo que lo rodea.

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