CINE › “EN EL CAMPO HAY UNA VIOLENCIA TáCITA”
La directora de Los rubios explica de qué modo concibió su cuarto largometraje, filmado en Roque Pérez. En su cruda historia, la naturaleza pierde todo su sentido bucólico y muestra su costado más opresivo.
› Por Oscar Ranzani
Si bien exhibió sus películas en festivales de envergadura, La Berlinale fue para Albertina Carri, directora de La rabia, la experiencia más disfrutada. Es que en el mes de febrero La Rabia fue vista en una función especial de la Sección Panorama (dedicada al cine de autor) y marcó el debut de Carri en Berlín: “Había estado en festivales monstruosos como Ca-nnes o Toronto, pero Berlín era mi primera vez”, explica la directora de Los rubios y Géminis en diálogo con Página/12. “Una cosa que está buenísima de Berlín y que no pasa ni con Cannes ni con Toronto –agrega Carri– es que tiene mucho éxito con la gente, es un festival popular. El público es el espectador común. En ese sentido está buenísimo porque el estreno de la película es en una sala con novecientas personas.” El viernes llegará el momento de que su nuevo largometraje tenga otro contacto con los espectadores, esta vez en Buenos Aires ya que La rabia se estrena en el Malba y en el Hoyts.
Su opus cuatro es, en pocas palabras, una indagación sobre la violencia. Filmada en Roque Pérez, la historia transcurre en el campo: allí viven Poldo (Víctor Hugo Carrizo) –un padre severo–, su esposa Alejandra (Analía Couceyro) que engaña a su marido, y la pequeña hija del matrimonio, Nati, de aproximadamente siete años y muda, que sólo se expresa con gritos desgarradores y a través de dibujos (en la película aparecen como animaciones de Carri) que muestran un mundo infantil no feliz precisamente, producto de ese clima opresivo presente en todo el ambiente familiar y en el exterior también. El amante de Ale es Pichón (Javier Lorenzo), padre de Ladeado, un niño que intenta funcionar como el protector de Nati. A pesar del sosiego con que suele identificar el hombre de la ciudad al campo, aquí ocurre todo lo contrario. El enfrentamiento entre Poldo y Pichón es un hecho y la violencia crecerá ostensiblemente con el desarrollo de la trama, a punto tal de que podrá llegar, incluso, a contagiarse –como la rabia– a los demás.
–¿Qué diferencias encuentra entre la violencia del campo y la violencia urbana?
–Es muy distinta en muchos aspectos. Lo que me parece que sucede con la del campo es que hay una inconsciencia sobre qué es la violencia. La de la ciudad está relacionada con accidentes de autos, con robos, con las drogas y las armas. Pero tiene que ver con picos eufóricos que no se parecen en nada a la violencia del campo, que es mucho más tácita, va por debajo. Está presente de un modo inconsciente. No hay ninguna conciencia del asesinato, de la matanza de la ejecución. En realidad, los seres humanos en general no tenemos ninguna conciencia porque en la ciudad comemos carne y no tenemos conciencia de esa matanza. Nos da espanto pensar en que alguien agarra el cuchillo o agarra la masa y mata al animal. Pero carne seguimos comiendo, así que de algún modo participamos de esa matanza también. Para mí la violencia del campo se parece más a eso que tiene que ver con una naturalización de la violencia.
–El ser urbano tiene una visión del campo como un espacio de sosiego, de tranquilidad, incluso de aburrimiento para algunos. ¿Buscó derribar esos preconceptos?
–Sí, traté de que el relato se centre en otro tipo de mirada sobre el campo. Tiene que ver con un campo muchísimo más crudo y visceral, en el sentido de las vísceras del campo mismo, vivido desde adentro. No tiene que ver con ese punto de vista del campo que tenemos en la ciudad, que es como un lugar recreativo. Ahí es el campo como un espacio de supervivencia, es la geografía que te sustenta.
–Además de mencionar el lugar donde transcurre la historia, ¿el título alude a la explosión de furia o encierra otro concepto?
–Alude a la doble acepción que tiene la rabia en las lenguas latinas. Por un lado, es la rabia de furia y, por otro, la rabia de los perros, es decir, como un virus que contagia. Un poco con ese juego de palabras, parte de la estructura de la película está construida ahí porque la rabia termina siendo un estado contagioso.
–¿Fue difícil construir un clima opresivo en un espacio abierto como es el campo?
–No, porque esa naturaleza tiene algo opresivo. Hay gente que vive en la ciudad, que dice que en el campo siente claustrofobia: ese paisaje infinito que no termina nunca los inquieta mucho, los agota. A mí no me pasa pero entiendo que hay algo de ese paisaje que tiene una cierta opresión. Y sobre todo en la época en que filmamos, que fue invierno y que tiene una cosa mortesina, muy seca. Hay como un ocre constante pero un ocre bajo. Ahí se nota mucho que el sol en invierno no termina nunca de estar muy perpendicular a la Tierra, nunca termina de subir del todo sino que siempre está medio rasante.
Hay un crescendo de la violencia a medida que se va desarrollando la trama. ¿Cómo trabajó esa intensidad?
–Algo que me parece que ayuda a esa intensidad, a ese in crescendo que tiene la película es la banda sonora. Tiene un trabajo muy particular en ese sentido: está siempre como crispada la banda sonora, un poco pasada de rosca. Y eso, además de referir a una zona subjetiva de los personajes, como espectador me parece que te afecta en un lugar muy emocional, muy físico, muy poco racional. Hay como un estado medio subconsciente. Después, en el resto del relato esa intensidad tiene que ver con la puesta en escena: cómo la violencia se va haciendo carne en los personajes.
–¿Por qué marcó una eroticidad extrema entre los amantes? ¿Buscó un cruce entre deseo y violencia?
–Sí, me parecía que la carnalidad que expresan la película, la naturaleza y ese paisaje tenía que estar representada también en el momento del acto sexual; en un sentido carnal, digamos. Por otro lado, hay un trabajo sobre la animalidad en los personajes. En el sexo está más claro, pero cada uno de los personajes tiene un contagio con lo animal.
–La película tiene momentos en que la ficción parece documentalizarse. ¿La idea era mostrar un relato lo más crudo posible de lo que es el campo?
–Sí, la historia es cruda, pero más allá de eso hay algo de la puesta en escena que yo quería trabajar, cierta cuestión documental. Aunque es una ficción pura y llana. En ese sentido, es un ejercicio casi opuesto a Los rubios, donde lo documental se ficcionaliza. Acá la ficción se documentaliza. El tipo de campo que yo quería mostrar necesitaba ese trabajo, esa cierta impronta documental. Por otro lado, había escenas que me lo exigían, como la del chancho u otras también con animales.
–En relación con la escena donde carnean a un cerdo, generalmente la gente acepta muertes humanas terribles en las películas de Hollywood y ésta puede llegar a generar rechazo. ¿Tal vez esto ocurre porque es una muerte real?
–Puede suceder por varias razones. Una es porque es una muerte real. La otra es por lo que decía recién de lo documental. En ese sentido, es donde te inquieta la película. En las escenas de sexo pasa algo de eso también, te ponés a pensar: ¿es documental?, ¿es ficción? Eso es lo inquietante de la película. Puede incomodar, sin dudas, la escena del chancho.
–Algo presente en el relato de La rabia es que los chicos están expuestos y sometidos “al deber”: son corregidos, castigados. ¿La idea fue mostrar la vulnerabilidad de la infancia?
–Sí, creo que la película trata bastante de eso, de seres vulnerables en general, especialmente los niños que son los más vulnerables de todos. La niña es víctima desde que empieza la película, pero el niño es el que termina cargando con la rabia.
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