Martes, 16 de junio de 2009 | Hoy
PLASTICA › 53A BIENAL INTERNACIONAL DE ARTE DE VENECIA
La nueva edición de la recientemente inaugurada Bienal de Venecia muestra centenares de artistas y exposiciones en tres núcleos. Panorama de uno de los sectores centrales de la muestra, los “jardines”, con artistas consagrados y nuevos.
Por Fabián Lebenglik
Desde Venecia
La 53ª Bienal de Venecia, titulada Hacer mundos, es fuerte y hay de todo. La estructura de esta edición tiene tres grandes núcleos: la exhibición central (en donde los artistas fueron invitados por el director artístico, Daniel Birnbaum), las participaciones nacionales (con envíos seleccionados por los curadores de cada país) y los “eventos colaterales”. Como se sabe, la Argentina participó con una gran instalación pictórica realizada especialmente por Luis Felipe Noé, con curaduría de quien firma estas líneas (sobre lo cual escribí largamente en esta misma sección, en anteriores entregas).
En muchos casos los núcleos de la Bienal se entrecruzan, porque hay artistas que participan en más de un núcleo.
También hay más muestras organizadas por fundaciones o colecciones locales e internacionales. A esto se suma que la mayoría de los envíos son de gran envergadura y varios artistas, participen o no de más de un núcleo, se presentan en más de una sede. Recorrer la Bienal supone entonces un desplazamiento por toda Venecia y sus alrededores. El recorrido se produce no sólo a través del más estricto presente que supone la temporalidad y organización de la Bienal, sino que está atravesado, acompañado y condicionado por las capas superpuestas de la enorme, ineludible y compleja trama histórica de esta ciudad y del pastiche turístico (ahora alicaído) como motor económico. La percepción de la Bienal, por lo tanto, es siempre fragmentaria e incompleta.
En la misma Piazza San Marco comienzan las muestras, en la Fundación Bevilacque La Massa se presentan dos excelentes exposiciones, de la alemana Rebecca Horn y de Yoko Ono (esta última, junto con el norteamericano John Baldessari, premiados con sendos Leones de Oro por sus trayectorias).
La exposición Fata Morgana, de Rebecca Horn, se presenta tanto en la galería de San Marco como en el teatro La Fenice (donde se proyecta una película). La muestra individual de San Marco reúne robótica, erotismo y poesía. Los mecanismos automáticos (especialmente brazos mecánicos) forman parte desde hace mucho tiempo de la obra de esta artista que suele incluir movimiento y sonido en sus piezas. En el fastuoso teatro de ópera La Fenice se presenta una película de Rebecca Horn, un homenaje a la historia del cine, especialmente del cine mudo, con Donald Sutherland y Geraldine Chaplin. Se trata de una versión reeditada de Buster’s Bedroom, un film de la propia artista, realizado originalmente en 1990.
La muestra de Yoko Ono se presenta en la zona de Dorsoduro (el Palazzetto Tito, de Campo San Fantin) y fue montada por la artista especialmente para los distintos ambientes de este palacio. Se trata de una serie de instalaciones nuevas, que incorporan algunos trabajos históricos. La exposición, variada y exquisita, incluye películas, bandas sonoras, esculturas, dibujos e instalaciones que invitan a la participación del público. Con el nombre de Anton’s Memory, la muestra de Yoko Ono busca tocar todos los sentidos de un modo muy delicado. A la entrada del lugar de exhibición, una serie de cascos militares de rezago de la Segunda Guerra Mundial, colgados del techo, están llenos de centenares de piezas de rompecabezas color azul celeste –cada una firmada (“y.o.”)– que en conjunto componen un cielo.
En el amplio hall del primer piso se presentan dos versiones de una misma performance (Cut Piece), realizada con casi cuarenta años de diferencia. Una Yoko Ono impávida, sentada en un escenario (en un versión, a los 32 años; en la otra, a los 70, hace 9 años) convoca al público, de a uno, para que tomen unas tijeras y corten de a poco pedazos de la ropa de la artista. Las actitudes, modas, reacciones, el propio sentido de la performance, cambian completamente entre una y otra versión. Luego, en la senda del célebre libro Pomelo (1964), en las distintas salas se reparten “recetas” para acciones artísticas. En otra sala, un escultórico desnudo femenino en mármol está fragmentado y encajonado a lo largo de una mesa/camilla. Aquí se invita al espectador a mojar sus manos en un recipiente y tocar las secciones del cuerpo.
Otras salas contienen instalaciones participativas, en las que el público coloca sus mensajes y dibujos. En una de esas instalaciones, decenas de pequeños dibujos en blanco y negro de Yoko Ono, todos del mismo tamaño, generan una atmósfera intimista. En otra sala, un video con música incidental compuesta por John Lennon muestra el torso de una mujer que se esfuerza en romper su corpiño, en un gesto que recuerda metafóricamente las acciones de liberación femenina. La exposición continúa en este tono (con toques dramáticos), que tomando el nombre de la muestra evoca los recuerdos de un adulto acerca de su madre y su entorno pasado y presente.
Al trasladarse a los Giardini (al sudeste de la isla), la muestra de tesis, en el gran edificio central, alberga obra de casi un centenar de artistas (incluida también obra de Yoko Ono) y luce en su gigantesca fachada un paisaje de John Baldessari. Dentro de la sala, cerca del ingreso, hay un video con una performance del mismo artista, pintando unos enormes cuadros monocromáticos.
En el acceso a los Giardini, traspasado el sector de control de los tickets, una enorme pieza llamativa (aunque literal) evoca el título de la Bienal, Hacer mundos: un gran globo terráqueo del artista chino Chen Zhen (Shanghai, 1955-París, 2000), cuyos paralelos y meridianos de metal sostienen sillas de distintas épocas y estilos, encierra un mensaje en ideogramas de neón.
A dos salas de la entrada al pabellón central, uno de los mejores y más grandes espacios le fueron concedidos al argentino Tomás Saraceno, nacido en Tucumán en 1973 y residente en Frankfurt. Una gigantesca instalación, mezcla de galaxia y telaraña, hecha de tensores negros, toma todo el espacio y lo transforma en una obra recorrible. Es una de las piezas que más público convoca y una de las más fotografiadas.
Continuando el recorrido por el pabellón central, otro espacio bellísimo es el de la egipcia Susan Hefuna (1962), que exhibe una larga serie de dibujos en tinta (Building, 2008), que lucen como texturas y costuras. Su muestra se complementa con una suerte de “móbil” hecho de diccionarios, realizado por el británico Richard Wentworth (nacido en Samoa en 1947).
En otra sala, el alemán Hans-Peter Feldmann exhibe sobre una larga mesada mecanismos en serie (como si fueran pequeñas calesitas, muy precarias) que giran con objetos varios y que en conjunto proyectan sobre una larga pared las sombras en movimiento de una suerte de remedo de sociedad en funciones.
También se destaca el extraño jardín y los videos de la sueca Nathalie Djurberg (1978). Inflorescencias de enormes dimensiones que oscilan entre lo decorativo y la amenaza kitsch se combinan con videos de animación, divertidos y perversos.
En otra sala se reeditan los potentes colores montados entre vigas, que realizó el alemán Palermo (1943-1977) para la Bienal de Venecia de hace tres décadas. Las grandes piezas están montadas como si fueran parte de la construcción, pero al mismo tiempo aportan planos netos de color. Una referencia tanto a la estructura misma de la Bienal (desde los cimientos) como al aporte poético y sensible de los colores.
Una pieza que reúne, además de belleza, un enorme rigor técnico y una gran complejidad de construcción y sentido es la instalación del germano británico Simon Starling (1967). Por una parte, un proyector montado sobre una complejísima escultura cinética, que a su vez forma parte del proyector. Un conjunto de caños escalonados que conforman una enorme maquinaria por la cual se desplaza la película de 35 milímetros que se proyecta. La propia construcción de esta máquina narra, entre la ficción y el documento, la historia de una fábrica alemana que atravesó y formó parte de la historia, la política y el arte alemán del último siglo. Desde la Bauhaus, pasando por el Tercer Reich, hasta la Alemania dividida y luego unificada. De un modo brillante, la película (y el sonido) relata una historia de la industria, la cultura, el arte y la política alemanas. La fábrica es el objeto pero al mismo tiempo el sujeto de la proyección, dado que la increíble maquinaria que oficia de proyector fue construida en esa fábrica.
Para descansar, el visitante se puede detener en el bar de la Bie-nal que es también una obra de arte. Se trata de una ambientación neopop del alemán Tobias Rehberger (1966). Una obra de uso, de espacios visualmente saturados y confusos, aunque funcionales.
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