Martes, 7 de marzo de 2006 | Hoy
PLASTICA › INAUGURACION DE LA TEMPORADA DEL CENTRO CULTURAL RECOLETA
Por Fabián Lebenglik
“Dibujé sin darme cuenta, fuera de la noción de tiempo... –le dijo una vez Eduardo Stupía a quien firma estas líneas– ...la que dibujaba era la mano.” Esta naturalización del acto de dibujar es muy propia de un virtuoso que tiene pudor de confesar su virtuosismo. Pero, por otra parte, para qué confesar lo que a todos resulta evidente. Aquello que Stupía admite, no sólo supone la naturalización del acto de dibujar: dado que las cosas parecen suceder sin darse cuenta, también el tiempo transcurre inadvertidamente, del mismo modo que la acción generada en la voluntad de la mano: “dibujar”. La lúcida delicadeza de Stupía lo lleva a reconocer su talento “sin darse cuenta”, cuando concede que es dibujante naturalmente.
En su obra el concepto de dibujo tensa y extiende sus límites, de modo que deberemos suponer una noción ampliada del término, porque de lo contrario la palabra “dibujo” resultaría ceñida para describir lo que hace su mano. Por la vía de esa ampliación conceptual del dibujo, en este caso también es escritura, pintura, ficción, mancha, relato (no necesariamente en este orden).
Sus dibujos constituyen un lenguaje: porque siempre “dicen”: desde las extrañas “historietas” con texto que realizaba a comienzos de los años setenta hasta las filigranas, grafismos, gestos y pinceladas que vinieron después.
Si el dibujo sucede así, sin darse cuenta, podría decirse que todo se juega en esa zona ambigua, entre óptica y mecánica, que va y viene del ojo a la mano. Allí se traman todos los trazos y aparecen, para la mirada del espectador, las ciudades escondidas, los paisajes soñados, las edificaciones, las profusas enramadas o, en las primeras épocas del dibujante (los años setenta), los personajes, criaturas y objetos entramados con extraños paisajes. Pero también hay un trabajo intenso con la tinta, aplicada a la textura y el granulado del papel. Por momentos el dibujante pone todo y el resultado es una sobrecarga de trazos, huellas y líneas. Por momentos, sin embargo, se abisma en la nada, en espacios vacíos, zonas en blanco y en silencio.
La obra de Eduardo Stupía juega inteligentemente con la mirada del espectador, que inevitablemente es conducido a sobreinterpretar líneas, filigranas, manchas y pinceladas. En ese camino de sutiles correspondencias imaginadas, sus tramas se muestran como espejismos donde cada ojo pone sus historias.
Hay dibujos que se construyen obsesivamente alrededor de un núcleo que organiza el espacio como un relato visual. También hay dibujos de núcleos múltiples, donde la tensión se reparte y equilibra en estructuras que van de la disposición simétrica hasta la proliferación de centros.
La obra de Stupía se impone también por su intensidad. Una intensidad que toma diversas variantes y, dentro de estas variantes, múltiples matices. A veces la intensidad se concentra en una zona que funciona visualmente como núcleo incandescente o como agujero negro, a veces la intensidad se reproduce en dos sectores (con matiz simétrico) o estalla y se dispersa, generando múltiples focos de tensión visual.
La oscilación entre el dibujo lineal y la mancha, entre los núcleos múltiples y la composición narrativa, se vuelve casi un acto ciego, una cuestión gestual, un puro movimiento (aunque un movimiento dotado con inteligencia y poesía propias).
Toda su obra se puede pensar y ver como un único gran dibujo o, más bien, como un inmenso organismo en el que el dibujo, funcional y constitutivo, es pensamiento que se piensa a sí mismo, como resultado de una lógica que va y viene de lo material a lo poético. A medida que fue ampliando el concepto de dibujo, su obra se vuelve más incierta e inquietante.
La obra de Stupía puede pensarse como el resultado de un proceso gradual de productiva inestabilidad, que trae como consecuencia el abandono de las certezas. Y no se trata de que antes hubiera demasiadas certezas, pero a mediados de los noventa, Stupía comenzó un proceso de disolución compositiva de ida y vuelta, como una posibilidad más, aunque se trata de una posibilidad abismal. En esa búsqueda el dibujante afirma recursos: resulta notoria la secuencialidad visible de una obra a otra, una suerte de principio narrativo, que trae como consecuencia el funcionamiento en series. Allí se lee el esbozo de un relato, en la compresión y expansión del gesto, en las fricciones y remansos visuales, en las tematizaciones y “comentarios” (siempre visuales) que generan estas combinaciones.
En tal proceso introspectivo de investigación visual, aparece la naturalización de la razón virtuosa que el propio dibujante anuncia en la afirmación inicial de este artículo, llevando el eje “compositivo” (o la descomposición del discurso) hacia el automatismo del gesto. De una razón virtuosa se pasa a otra, más compleja. Como si Stupía se abandonara a la irracionalidad de los movimientos, las intuiciones poéticas y los materiales. Así, la sabiduría artística progresa en el abandono de supuestas certezas hacia una autonomía de la práctica y la poética.
La obra de Supía conserva los atributos esenciales de los comienzos, pero al mismo tiempo se vuelve cada vez más arriesgada. La relación entre el ojo y la mano del artista con la mirada del espectador, sobrevive en la genética de las acciones en la razón de la materia y en la potencia de su imagen poética.
(Retrospectiva de Eduardo Stupía en la sala “Cronopios” del Centro Cultural Recoleta, Junín 1930, hasta el 16 de abril.)
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