PLASTICA › HELMUT DITSCH, EL PINTOR ARGENTINO MEJOR COTIZADO, EXPONE EN MAR DEL PLATA
La muestra El triunfo de la pintura incluye las obras más queridas del artista y escalador. Pasó de vivir en Villa Ballester y ser ignorado por la “academia” a tener un castillo en Irlanda y superar en cotización al mismísimo Berni.
› Por Facundo García
Desde Mar del Plata
De Villa Ballester a un castillo en Irlanda, y del anonimato total a ser el artista plástico argentino mejor cotizado: así fue el camino de Helmut Ditsch, que por estos días está paseando su rubia cabellera por la Plaza del Agua (Güemes y Roca), donde se presenta la muestra El triunfo de la pintura. Los espectadores no lo dejan en paz. Lo saludan. Lo tocan. Lo miran. Lo tocan de nuevo. Sin embargo, él dice que al principio la suya fue una batalla solitaria, igual a las que encara cuando su otra pasión, el montañismo, lo impulsa a conquistar una cumbre. Esta es la historia de un pibe que quería vivir aventuras y que –como no conseguía respeto en los ámbitos “legitimantes” del arte contemporáneo– tuvo que idear su propio sistema de supervivencia. Y vaya si funcionó.
A pesar de lo que pueda sugerir su look glamoroso, Ditsch es franco y directo. “Traje lo mejor de mí. Estas son mis creaciones más queridas de la última década”, explica medio segundo después de saludar. El triunfo de la pintura incluye obras impactantes, como Punto sin retorno I y II (que se inspiran en la Puna de Atacama), Los hielos (basada en el glaciar Perito Moreno), Los diez mandamientos y Cuatro estudios, entre otras. El ojo distraído percibe en los muros algo muy similar a fotos. Pero las enormes piezas contienen un llamado profundo: el artista va –generalmente por sus propios medios– hasta sitios que considera sagrados, los “capta” con toda la intensidad de que es capaz, y después proyecta esa energía al pincel. Eso redunda en una vuelta de tuerca cuya descripción con palabras es difícil y acaso superflua. “Todo nace del asombro. Hago imágenes vivenciales y tridimensionales de los paisajes. Estudio mi matriz, que es la naturaleza, con el cuerpo, el intelecto y el espíritu”, comenta.
Tiene amigos raros, el hombre. A veces Helmut conversa con Reinhold Messner, el primer expedicionario que ascendió al Everest en solitario sin usar tubos de oxígeno y el primero en escalar, también sin oxígeno, las catorce montañas de más de ocho mil metros que hay en el planeta. ¿Qué los une? La pasión por el arte y la aventura. De hecho, Messner colecciona trabajos de Ditsch. La afinidad, no obstante, va mucho más allá. “El me enseñó que los itinerarios que se usan para ascender a una cumbre no son necesariamente visibles. Es decir, no es que cuando uno sube va despejando una ruta que los demás luego captan a primera vista. Es al revés: la ruta queda en la historia como un concepto abstracto. ‘Eso ya se hizo’, dicen los escaladores, e intentan imaginar otra senda. En el arte pasa lo mismo. El trazo que dejará un proyecto se genera en una dimensión que trasciende lo meramente físico, y los pintores decimos ‘Eso ya se ha hecho, voy a intentar por un lado alternativo’”.
–En el arte, como en estas disciplinas extremas a las que usted se refiere, suelen darse situaciones en las que lo único que “salva las papas” es esa fuerza misteriosa que comúnmente se denomina “voluntad”.
–Que no tiene que ver con la fuerza física y que probablemente sea el gran secreto de la vida. Es el impulso que hace que de la nada brote materia. Por eso pinté los lugares que iba conociendo en mi búsqueda espiritual. Escalar siempre fue para mí mucho más que una cuestión deportiva. Al final, encontré que el reino de las cumbres es interior. Debemos ser capaces de divisarlo en nuestra propia casa, en el centro de nuestra ronda de amigos o en los barrios de nuestras ciudades.
Influido por Nietzsche y por el existencialismo de Heidegger, Ditsch se planta frente a los paisajes y los “escucha”. “No es sencillo. Pintar el Aconcagua me llevó diez años. Necesitaba ese tiempo para darme cuenta de todo lo que me había pasado estando allá. Muchísimas personas me dicen que mi cuadro del glaciar Perito Moreno les parece ‘más real’ que el verdadero glaciar. No me extraña: lo que intenté es sintetizar ese fenómeno y traducirlo a la voz popular.”
Lo saludan otra vez. Lo tocan. Lo miran. Lo tocan de nuevo. Los visitantes interrumpen la charla a cada rato y Ditsch tiene que cortarlos en seco, porque si no, la entrevista se vuelve cuesta arriba. Cuando recurre a la firmeza –“le dije que por favor ahora no, señora, se lo dije ya, ¿no?”– se le cuelan giros del conurbano. Es una tentación preguntarle si el hecho de vivir en un castillo y tener una Ferrari no se contrapone con otras zonas de su identidad. “Nací y crecí en un barrio de clase media argentina típico, en el que además había fuerte presencia de la pequeña y mediana industria. Ser un chico ahí era lo opuesto a crecer en un country, donde te meten a vivir en una cápsula y te programan para ser xenófobo. Por ese origen mío es que nunca me sentí parte del circuito de las artes, ni de su aislamiento, ni de su frivolidad. Siempre estuve convencido de que mi verdadera casa estaba en las plazas públicas”, subraya.
Asegura que construyó su carrera de manera independiente, sin pedir favores a galeristas ni dejarse acariciar el lomo por los críticos. “Eso me dio la libertad de no tener que demostrarle nada a nadie. Llegado este punto, lo que quiero demostrar es que no hace falta sobreintelectualizar al arte para entenderlo. Me interesa convocar a todo el espectro social, y no solamente a las elites. Yo estoy a favor de un arte para todos”, insiste. En la sala no hay vallados ni presencia policial fuerte, y entre los lienzos que valen fortunas deambula gente de la más variada extracción.
–¿Desde esa perspectiva, cómo resuelve la disonancia de estar ganando tanto dinero? O mejor: ¿existe realmente una contradicción en ese punto?
–Para mí siempre fue simple: se trata de sobrevivir. Escalando aprendí que para ser feliz me las arreglaba con poco. Una paleta con colores y montañas para subir, nada más. Les vendía mis cuadros a amigos por 50 o 100 pesos, y con eso iba tirando. Así perdí el miedo a considerar que lo que hago es un oficio. No nos olvidemos de que en un momento se armó un circuito estético en el que si vos no eras nihilista, no entrabas. El resultado fue que la pintura quedó en manos de los nihilistas y los excéntricos; una actitud que dejaba totalmente afuera al pueblo. Neoliberalismo puro. Así que yo me paré en la vereda de enfrente. No uso representante, negocio personalmente, y mis coleccionistas son gente muy joven que no está prendida a las viejas lógicas.
* El triunfo de la pintura se exhibe hasta el 14 de enero de 19 a 23.30 en la Plaza del Agua (Güemes y Roca), con entrada libre y gratuita.
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