Martes, 18 de abril de 2006 | Hoy
PLASTICA › A RAIZ DE LA MUERTE DE PABLO SUAREZ
Para evitar el género de las notas necrológicas, se rescata aquí un testimonio inédito que el gran artista argentino, muerto el sábado a los 69 años, ofreció en abril de 2004, en un ciclo de grandes maestros.
Por PABLO SUAREZ *
Nací en 1937 en Buenos Aires, pero de chico me fui a vivir al campo. Volví y a los once años más o menos empecé a hacer escultura y pintura.
A mi padre le gustaba la pintura. En mi casa había bastantes cuadros y cosas así, por lo que de alguna manera me crié metido dentro del ambiente de la pintura. A los once años conocí a todos los viejos pintores de la época, a Berni, a Centurión... y además venían y criticaban duramente todo lo que hacía; pero yo no estudié artes visuales: estudié otras cosas. En realidad creo que alrededor de los 19 años supe que me iba a dedicar exclusivamente a esto. Yo estudiaba Agronomía, dejé la carrera cuando me gané una beca como pintor, total la vida es larga, uno piensa que no va a pasar tan rápido. Me ocupé exclusivamente de la pintura y en la medida en que me relacioné con artistas que a mí me importaron en esa época, como Alberto Greco, Jorge de la Vega, Rubén Santantonín, se puede decir que lo único que hice fue charlar con ellos, mostrarles y ver lo que hacían, hacer un intercambio que a mí por lo menos me hizo crecer bastante, por lo menos eso creo. Hoy me pienso como un sobreviviente. Es impresionante la sensación que uno siente: comencé a pintar a los once y tengo 67 años, ha pasado tanto... me queda la sensación de que los tipos más valiosos no sólo murieron jóvenes sino que además no pudieron desarrollar totalmente lo que hacían. Pienso en Santantonín, en Jorge de la Vega, en Greco, tipos que para mí fueron como hermanos.
Cuando comencé a hacer esculturas, que en aquella época se llamaban “objetos”, empecé a sentir que podía trabajar con comodidad, y que estaba produciéndose algo, que me permitía generar una estética bastante clara si bien estaba muy teñida de expresionismo del que traté de despojarme. Me da la sensación de que es en ese momento que se produce el auge del pop en Estados Unidos, cierto enfriamiento de la imagen, cierto abandono de esa idea de que el gesto es la pauta inicial, para poder comenzar a desarrollar una especie de nuevo planteo estético; en aquella época Clement Greenberg sostenía “que todo comenzaba de alguna manera en el momento en que se desencadenaba la acción”, y ponía a Pollock como ejemplo, que hacía una verdadera danza sobre la obra.
A mí no me interesa el arte como experimentación, sí en cambio como una posibilidad de comunicación directa. El siglo XX fue un siglo totalmente experimental y de alguna manera todo es una reflexión sobre la naturaleza interna del discurso del arte.
Las estéticas más sólidas aguantan, perduran en otras que devienen de ellas. Uno ve una obra pop y sabe perfectamente que hay un cierto parentesco que la liga al factor realismo, al hiperrealismo, a los neoconceptualismos de Europa central de los ’90. Hay una cierta relación que se puede leer a simple vista, la inclusión de un objeto de época que marca perfectamente las relaciones entre el arte y la sociedad que produce un concepto equis. En esa época comencé a tratar de abrirme sobre la caricatura, que me pareció uno de los elementos que eran muy típicos de una estética de este país: la caricatura de los años ’30 o ’40 se introdujo en los ojos de la gente de manera notable. Me pareció muy interesante trazar una especie de paralelo con ciertos desarrollos que hizo el pop, incorporando como imagen intermediaria la caricatura y no la imagen publicitaria, eso pensaba en los años ’60.
Para tratar de romper ese abismo entre espectador y obra, en distintas partes del mundo se estaba planteando una relación distinta con la obra, y en algunos casos se pretendió la participación del espectador para que se incorporara al hecho. En la medida en que nosotros comenzamos a intentar conectarnos con otro tipo de acciones, en una época en la que directamente estábamos metidos en una crisis sociopolítica verdaderamente importante, era bastante difícil escapar a que todas las acciones que hiciéramos tuviesen un sesgo claramente político. Derivamos en la necesidad de plantear estrategias para lograr algunos fines, algunos objetivos, como por ejemplo Tucumán arde... Lo único que por lo menos a mí me apenó un poco fue la sensación de que no terminó de redondearse el proceso para conformar una estética; sirvió pero trabajamos como si fuéramos militantes de cualquier grupo, y se mostró un poco de esa manera. Creo que se podría haber mostrado de otra forma, como para que tuviera otra lectura. Estos son los reparos que uno tiene después de ver lo que hizo. A partir de ese momento, yo por lo menos estuve preso, me pasó de todo...
En ese momento renuncio al Di Tella con la carta que se reparte durante la experiencia de Di Tella 1968, en la entrada del Instituto. Sentí que el Instituto de alguna manera centralizaba la acción cultural e instituía que todo lo que allí entraba se consideraba obra de arte, y de alguna forma las posibilidades del artista desaparecían pues eran absorbidas por el instituto... Creo que los artistas entonces no sólo no establecimos un puente y una relación muy clara con la gente sino que de alguna manera colaboramos a ensanchar el precipicio, por eso me fui de Buenos Aires para ir vivir al campo. Me empezaron a interesar algunos elementos del arte argentino, de los artistas argentinos que más me gustaban y por qué me gustaban, y por qué me parecían distintos a otros. La mayoría me parecían muy comunicativos y muy claros en sus discursos.
Hay una característica bastante interesante en la pintura argentina, que es el “salteo”: es como si todos los pintores en un momento determinado se hubieran salteado ciertas renovaciones que produjo el Renacimiento en Europa, por ejemplo se saltea la idea de perspectiva y lo que se mantiene entonces es una estructura formal ligada al románico, donde directamente los planos se rebaten y generalmente muchos tipos, como Molina Campos, podrían parecer primitivos, con la descolocación del horizonte en los cuadros. No hay nadie en el mundo que pueda ver el horizonte por debajo de la panza del caballo, a menos que sea un enano y esté tirado en el suelo. Hay situaciones en donde hay un quiebre de la noción de perspectiva, en Molina Campos todo luce como un telón de fondo, sobre el que se recorta la figura. Siempre me impresionó Cándido López, que es un documentador de guerras; Gramajo Gutiérrez, que también documenta y lo hace muy voluntariamente, es un militante del primer peronismo y está tratando de mostrar situaciones que vive la gente de su provincia...
Berni, por ejemplo, dice que la pintura no se define por los ingredientes sino por el sentido con que se los usa. Burri, en Italia, podía poner una chapa oxidada, colgarla en la pared y listo. Berni, en cambio, la usa para hacer una villa de emergencia, comienza a cambiarle el sentido; él dice que todo lo que se ha hecho es como un arsenal del que hay que disponer con toda libertad.
Luego de vivir en el campo comencé a pintar para mí, sin ninguna convicción de mostrar, apoyándome en gente que venía de la pintura. Me enganché mucho con Lacámera, me servía ese tipo de obra mansa y humilde. Pasó un tiempo y volví a hacer escultura, me interesó la talla colonial policromada de los siglos XVII y XVIII, porque hay ciertos elementos de tipo dibujístico sobre ellas y porque la gente no las vio antes en las iglesias que en los museos.
Creo que después de tantos años uno sigue haciendo cosas como una necesidad natural: me parece maravillosa esa sensación de que una especie de necesidad perdure tanto.
Hay mucha gente que ama las retrospectivas, pero yo tengo la sensación de que es como el punto final. A mí me preocupa, no quiero dar la sensación de cosa póstuma, por lo menos por ahora. Me gustaría que quedara abierto el futuro, mientras puedo seguir trabajando en pequeñas muestritas, en lugares laterales... Yo pasé de Ruth Benzacar a Sonoridad Amarilla y de ahí al Rojas y a Maman: no siento ninguna diferencia. Por otra parte yo siempre he vendido poco. El perfil de los compradores de mis obras es el de coleccionistas con espacios muy grandes. En la casa de un coleccionista de clase media normal no han de caber la mayoría de las cosas. Me dediqué a enseñar porque no tenía ni un mango y a pintar paredes y hacer las cosas más absurdas para ganarme la vida. Espero que algún día los museos tengan dinero y me valoren mucho.
* Edición de un fragmento del testimonio ofrecido por Pablo Suárez el 17 de abril de 2004 en el Centro Rojas, en el ciclo “Entrevistas públicas a maestros del arte argentino”, a cargo de Laura Batkis.
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