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Martes, 3 de enero de 2012

PLASTICA › EL NUEVO LIBRO DE LA ESPECIALISTA EN ESTéTICA MARTA ZáTONYI

Sobre el arte y la vida cotidiana

En su último ensayo, Juglares y trovadores: derivas estéticas, la especialista sostiene que el arte ayudó al hombre a hablar sobre lo prohibido, a vivir lo desconocido y a experimentar lo imposible.

 Por Marta Zátonyi *

Hasta hace poco la vida cotidiana fue considerada como un factor prácticamente descartable. No podríamos decir que tenía mala prensa: directamente, no la tenía. La historia como ciencia se dedicó a relatar los grandes actos, los “gloriosos” sucesos, los exaltados autores y sus famosos promotores y ejecutores. Generaciones infinitas aprendieron a venerar hasta el hartazgo a Alejandro Magno o a Napoleón, pero se hablaba sobre la vida cotidiana sóolo muy excepcionalmente.

Desde los inicios de la civilización, este sistema valorativo condujo al hombre común a una desconsideración y menosprecio de su propia vida por ser poca cosa o, directamente, no ser nada. El hombre no soportaba su pequeña realidad y codició la grandeza esplendorosa y altisonante. Por eso la falta de reconocimiento de sí mismo y este cruel autodesprecio, junto a otras causantes, ha facilitado instalar los sistemas dictatoriales. Una larga lista puede documentar, si así se quiere, cómo se favorecen y se sostienen mutuamente la utopía grandilocuente y la insatisfacción de la vida cotidiana.

Esta aptitud histórica y universal se explica no sólo desde una imposición exterior sino por un proceso íntimo y complejo, en general, adoptado inconscientemente: aunque el individuo anhela llegar a la gloria de “la vida grande” (llamémosla así, transitoriamente) y adueñarse de la “gran felicidad” que ella promete, no quiere padecer el “gran sufrimiento” que ella demanda, y cae en la trampa; es tan fuerte la fascinación por la primera, que la segunda aparece como insignificante (...)

Existe un pequeño librito de Gauguin (1910) cuyo título es Noa Noa (...), Freud explica este vocablo: “El significado de tabú se nos explicita siguiendo dos direcciones contrapuestas. Por una parte, nos dice ‘sagrado’, ‘santificado’ y, por otra, ‘ominoso’, ‘peligroso’, ‘prohibido’, ‘impuro’. Lo opuesto al tabú se llama, en lengua polinesia, noa; lo acostumbrado, lo asequible a todos. Así, adhiere al tabú algo como el concepto de una reserva; el tabú se expresa también esencialmente en prohibiciones y limitaciones. Nuestra expresión compuesta ‘horror sagrado’ equivaldría en muchos casos al sentido del tabú”.

De tal manera, se hace evidente la tensión entre la vida cotidiana y la vida de lo sagrado, pero también excitante, estimulante y prohibida por el tabú, pues se acerca a aquello de lo que el hombre, normalmente, debe distanciarse.

Es obvio que siempre hubo vida cotidiana, pero no siempre fue reconocida y considerada como parte constituyente, estructurada y, a la vez, estructurante del mundo. No es casual que los cinco tomos de La historia de la vida privada, que se escribieron recién en la década de 1980, fueran editados a partir de 1985, es decir, hace relativamente poco tiempo. A la megaestructura hegeliana-marxista le costó aprender a convivir con ella, a pesar de que desciende, precisamente, de este tronco y es hija de esta manera de hacer historia.

Al mirar hacia atrás podemos observar que el arte siempre estuvo presente en la vida cotidiana, pero le fue negada esta condición. El arte, durante siglos, tenía el papel principal de ser vocero del discurso de la verdad; ser la manifestación del poder y de la “vida grande”, y ser, a su vez, difusor de esta base moral. No hay ningún período de ninguna civilización o cultura que no se haya aprovechado de estas condiciones y condicionantes. Con su capacidad simbólica logró penetrar mediante los sentidos en la existencia del receptor y manipular sus sentimientos. El arte demagógico formó parte de los totalitarismos, de mayor a menor carga dictatorial, y esta experiencia, a partir de comienzos del siglo XX, fue aprovechada por diversos motivos publicitarios.

Retrocedamos a la antigüedad egipcia, más exactamente al primer período intermedio o de Caos (c. 2250-2050 a. C.), del Primer Imperio. Después de que Mentuhotep II reunificó los reinos y estableció el Imperio Medio (c. 2050-1800 a. C.), con su capital en Tebas, aquellos egipcios descubrieron que la paz tiene su bendición y la vida es un don. Comenzaron a restar energía a las terribles construcciones piramidales, sustituyéndolas por tumbas cavadas en las rocas de la rivera occidental del Nilo e irguieron palacios, pero sobre todo templos en la costa oriental, como simbolizando la vida que va hacia la muerte, desde el sol que se levanta cada mañana en el oriente y se oculta en el poniente. Las enormes obras dejaron lugar a la representación de la vida cotidiana y a sus pequeños placeres.

Cerca de Luxor, en la tumba del canciller Meketre, en 1929 se encontraron unas figurillas organizadas especialmente en grupos o algunas individuales, que representaban la actividad cotidiana, tanto en mercados, barcos, establos, talleres de panadería como de cervecería. Estas figuras habían sido talladas en madera, pintadas ricamente y representaban los gestos propios de cada actividad. En el caso de que dos personas estuvieran realizando el mismo trabajo, tenían pequeñas diferencias entre sí, ya sea en su aspecto o en su comportamiento. El artista tenía bien en cuenta que su tarea era personificar a individuos y no la producción de objetos repetidos. Las figuras disponían de los instrumentos necesarios para ejecutar su trabajo.

Es verdad que en las tumbas piramidales del Imperio Antiguo siempre hubo pinturas de escenas laborales debido a la creencia de que estas figuras representadas iban a servir a los faraones, a los nobles y a sus parientes hasta la eternidad, en el lugar a donde iban los muertos de esta categoría. Los modelos del canciller tenían una forma más vital. Era como un negocio con lo sobrenatural, como es el caso de los soldados de terracota de Xian. Sea como fuere, aquí, bajo una excusa lógica, aparece una contundente referencia a la vida cotidiana. Luego Creta y Roma van a destacarse por su vocación de manifestar lo que todos los hombres hacen porque quieren y pueden hacerlo, por estimar la vida pequeña y común.

La gran oleada de escenas de esta índole surgen en la alta Edad Media. En los manuscritos vemos gente trabajando, divirtiéndose, incluso amándose. Los códices llamados Libros de horas, por ejemplo, documentan con llamativa fidelidad las costumbres, desde cultivar la tierra hasta estudiar, desde la actividad de los talleres hasta la caza, jugar con muñecos, deleitarse con teatro de títeres o practicar deportes. En otros manuscritos se observa una especie de caleidoscopio de minúsculos hechos y fenómenos. También se ven actividades de médicos, arquitectos, amanuenses y de otros profesionales o artistas ejecutando su arte. Es un panorama de un valor incalculable. Con frecuencia el pintor de las miniaturas dijo por medio de las imágenes lo que el amanuense no se animaba a decir con palabras.

Algo parecido sucedió en los vitraux; reyes, profetas, cristos, santos, vírgenes y mártires protagonizaron no sólo escenas sobre temas literarios mitificados o de batallas; también imágenes que hablaban sobre la actividad laboral y productiva de tal o cual gremio. Lo merecían; debían aportar mucho dinero a la construcción de las catedrales. Estas bellas ventanas policromadas siguen funcionando, hasta hoy, como una película hecha sobre la vida cotidiana de aquella burguesía industriosa, confiada en su futuro. Centenares de artesanos organizados en gremios, mercaderes, feriantes, entre otros, cumplían y cumplen allí su tarea, bañados por las luces que penetran desde afuera y que hacen brillar esta certidumbre en el futuro del hombre cotidiano.

Mucho antes, con el fortalecimiento de la burguesía, a partir del siglo XIV, es decir, desde los inicios de los tiempos modernos, el arte de la cotidianidad comienza a exigir sus derechos bajo el sol. Si el pecado de cantar sobre lo terrenal comenzó miles de años antes, el mundo humanista fue quien lo generalizó y lo convirtió en una estética común y factible.

Junto al Decamerón, de Giovanni Boccaccio, surgen las vírgenes renacentistas, dueñas no sólo de bellas caras sino también de cuerpos hechos para el placer y para parir. Una más, otra menos, pero son mujeres de sangre y hueso; y los hombres que cantan sobre ellas, en vez de aspirar al amor metafísico o morir por un deseo imposible, lejano e incorpóreo, comienzan a valorar el amor humano, es decir, el amor cotidiano.

* Doctora en Estética por la Universidad de la Sorbona (París). Marta Zátonyi nació en Hungría y vive en Argentina desde 1969. Dicta seminarios de posgrado, maestría y doctorado en el país y en el extranjero. Fragmento de su nuevo libro Juglares y trovadores: derivas estéticas, publicado por Capital Intelectual.

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La siesta, de Paul Gauguin, cuyo libro Noa Noa evoca la vida cotidiana.
 
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