Mar 20.06.2006
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PLASTICA › “MARIA CON MARCEL”, EL LIBRO SOBRE DUCHAMP DE RAUL ANTELO QUE ACABA DE PUBLICARSE

Artistas, anarquistas y an-artistas

Maria con Marcel rastrea ecos de la historia cultural latinoamericana en la obra de Duchamp, a través de la apasionada relación que el artista francés mantuvo con la escultora brasileña Maria Martins.

› Por Raúl Antelo *

Este libro pretende ser la reconstrucción de un sistema de saber, un conjunto heterogéneo, cuando no abiertamente misceláneo, de objetos culturales. Uno de los pocos, sino el único, dato común y más evidente entre ellos es el de que muchos de esos objetos fueron compuestos en Buenos Aires poco después de la Primera Guerra Mundial. Otros, en cambio, traen, mediados por la relación erótica de Duchamp con la artista brasileña Maria Martins, ecos del debate sobre la crisis metaantropológica del arte.

Para que se tenga una idea del recorrido –lento, discontinuo, a menudo tortuoso pero sin duda certero– que nos aguarda podríamos entonces, a título meramente aleatorio, comenzar por una mancha, uno de sus fragmentos olvidados por la historia de los movimientos de la modernidad periférica.

“Estoy atravesando (o perdiéndome) en el laberinto de una pesadilla”, me estoy sometiendo a una prueba: quiero saber si estoy en mi sano juicio... por eso hice surgir en mi memoria lo que lo que yo mismo viví como si fuera otro: hechos alejados y cercanos en el tiempo; los analizo lógicamente, pienso en las circunstancias que los engendraron y a qué fin nos han llevado y me parece que no estoy loco. No: estoy condenado a la lucidez.”

Esto escribe, en Pesadilla –novela/crónica de la Semana Trágica–, Pinnie Wald, el presidente de la Rebelión Maximalista de enero de 1919. Lo hace abstrayendo su mirada en una mancha de la pared roñosa del Departamento de Policía de Buenos Aires, de tal modo que escinde su objeto y transforma el oculacentrismo cotidiano en una peculiar estereoscopía de su condición desamparada. Un anarquista, judío, preso sin acusación formal, sujeto a tortura, degradado a la condición de lo abyecto. Pesadilla es su testimonio, es decir, el relato de una subjetividad trastornada, o en otras palabras, el discurso de alguien que sufre, sin poder evitarlo, un proceso de desubjetivación. Es el testimonio de un sujeto soberano, alguien que, teniendo el poder legítimo de suspender la validez de todo orden jurídico es, asimismo, un sujeto que se sabe exterior a la ley, con lo cual, más que enunciarse una paradoja individual, la del inmigrante judío y anarquista, se enuncia una paradoja sistémica: la de que la ley está fuera de sí misma, está fuera de la ley y el soberano, que se declara outsider, afirma por ello mismo que no existe nada exterior a la ley. La ley todo lo invade y en todo se incorpora. Pero a diez cuadras de allí, de ese nefasto Departamento de Policía, más precisamente, en la sucursal de Correos de San Martín y Viamonte, Marcel Duchamp escribe por esos días en un formulario de cablegrama:

“Hacer:/ Varios cristales/ o cartones/ pegados/ los unos encima de los otros/ y de diferentes dimensiones/ (esquema) x visor/ un dibujo lineal (en la medida/ de lo posible) –como/ dibujado sobre una superficie/ plana– y que visto/ desde un punto x, de un visor, parece/ un dibujo plano./ Es decir, que una línea/ recta desde el visor, y/ quebrada en varios planos desde/ otro punto totalmente distinto.

Buscar un buen/ uso se puede llegar hasta:/ Problema: trazar una línea recta sobre/ el ‘beso de Rodin’ visto desde un visor.”

La idea de Duchamp se conecta inmediatamente con su objetivo de esos años: ejecutar un cuadro sobre vidrio de modo tal que no tenga cara, ni reverso; ni arriba ni abajo, para probablemente servir de medio físico tridimensional en una perspectiva tetradimensional. Todos conocemos esa obra hiperdimensional, el Gran Vidrio, la máquina agrícola. No se trata tan sólo de una pluridimensionalidad espacial. Está allí también implícita una simultaneidad temporal ya que, para Duchamp, en cada fracción de duración, la durée bergsoniana, se reproducen, en efecto, todas las fracciones, futuras y anteriores, de tal modo que todas esas partes, las pasadas y las venideras, coexisten en un presente que no es ya lo que comúnmente se llama el instante presente sino algo que Duchamp denomina un “presente de múltiples duraciones”. Esa idea tiene para Duchamp una referencia muy concreta: “Véase Eterno retorno de Nietzsche –dice el artista en otra nota– forma neurasténica de una repetición en sucesión al infinito”. Tal convicción explica su peculiar concepción simultaneísta de la duración pero cuenta, asimismo, con una traducción, no menos precisa, en la instalación sobre la cual pasará a trabajar entre 1946 y 1966. En efecto, en Dados (Etant donnés), vemos a una mujer no ya colgada, aunque sin cabeza, que aparece extendida sobre un fardo de pasto. Ganan así sentido algunas de las notas dispersas del artista. Por ejemplo, la 139 que enuncia que la parte central de la puesta al desnudo no pasa de un laberinto, o para dejar la idea más clara, que en el poema, la puesta al desnudo no es un extremo del cuadro sino el medio celibatario de llegar a la expansión en puesta al desnudo soltero, en otras palabras, a una belleza de indiferencia de los amantes sobre el pasto. Laberinto (espacial) y palimpsesto (temporal) son así las imágenes de un pensamiento de lo plural que juzga aislar en lo infraleve el pasaje de lo uno a lo otro.

Se vuelve entonces posible trazar un curioso laberinto de esas imágenes, anudando las ficciones voyeurísticas de Duchamp con su Pequeño vidrio ejecutado, como sabemos, en Buenos Aires en 1918. Se ha intentado asociar esa obra con un dibujo de aprendizaje del mismo artista, hecho en 1909, Le bec de gaz, pero si en vez de la novela de formación personal interrogamos al ámbito cultural de masas, no podríamos dejar de lado una promesa rigurosamente iluminista, la de “Luz barata para todos”, que se solía ver en diarios y revistas porteños de 1918. Un gaucho de barba, pañuelo al cuello y sombrero, sostiene en esos anuncios, al modo de la dama de Dados, una lámpara a alcohol carburado que gasta mucho menos que sus congéneres, incluso que la lámpara Auer. Ese laberinto nos conduce entonces a una idea propuesta por el mismo Duchamp en sus notas, la del eterno retorno. Si a ella nos atenemos, cabe pues asociarla a uno de los pensamientos de Nietzsche, escrito en la época de Humano, demasiado humano. “La verdadera inmortalidad es el movimiento, el retorno, y el retorno es todo aquello que, una vez en movimiento se mezcla con una cadena integral de todo el ser como un insecto que, aprisionado en una sustancia resinosa, se vuelve inmortal y eterno.”

Digámoslo de otro modo: una teoría de la historia (la del hiperhistoricismo o eterno retorno) encierra una teoría del texto (la del hipertexto palimpsestuoso y potencializado). Por su intermedio, un elemento mítico (el insecto atrapado en la masa viscosa) no deja de traducir, sin embargo, una verdad (la búsqueda de una comunidad situada más allá de lo institucional). Esa misma metáfora nietzscheana, la de los insectos atrapados, es una poderosa alegoría heterológica que reencontraremos, por ejemplo, en ese otro yo de Duchamp llamado Georges Bataille. Ambos nos muestran que, en ese punto indecidible, de inclusión excluyente, se deja ver lo propio del sujeto: faltar allí mismo donde debería en cambio surgir. Ahora bien, si asociamos los éxtasis batailleanos, con la inexorable violencia de los sagrado, y si además recordamos la imagen sacrificial traducida en términos de historia natural, bien podríamos desatar el erotismo batailleano-duchampiano y suponer que esa imagen del insecto como sujeto soberano no era en nada extraña al autor del Gran vidrio. Más aún, podríamos inclusive lanzar la siguiente hipótesis: las estereoscopias y el Pequeño vidrio, realizados por Duchamp en Buenos Aires durante la Semana Trágica, son su peculiar testimonio de una acción anarquista en que sujetos soberanos “mueren como moscas”. El anarquismo –escribe Bataille– es, en el fondo, la más onerosa expresión de un deseo obstinado de imposible.

Por esta vía se comprende mejor que lo que retorna en una imagen, el auténtico objeto de la visión, no es el retorno propiamente dicho, sino lo que éste, como los celibatarios, pone al desnudo: la falta de soporte de construcción de cualquier definición de los subjetivo, así como la radical ausencia de toda noción fundamental que pueda ser en adelante fiadora de un valor. De esa manera quisiera recordar que no fue Duchamp sino alguien muy próximo a él, la escultora Maria Martins, quien puso su firma al retorno de esa cita y de ese modo, a través de una experiencia de escritura que recogemos en Los dioses malditos I: Nietzsche, podemos reconstruir su peculiar refutación del tiempo. Maria Martins, como es sabido, mantuvo una relación pasional con Duchamp a lo largo de los años cuarenta. Fue la musa inspiradora de Dados de tal modo que se podría muy bien leer su ensayo sobre Nietzsche como la explicitación de las complicidades compartidas con Marcel en los años de la guerra. Se ha dicho que la obra de Maria trata de provocar, en plena era técnica, el pasaje del estado mecánico al estado mágico, lo cual configura una peculiar interpretación duchampiana de su obra. De manera inversa, cabría asimismo preguntarse si es posible por acaso abstraer la figura de Duchamp cuando Maria Martins traza el perfil del nuevo anarquista en la forma de un sujeto “elegante, radical, pero ajeno a las conspiraciones y a los fines humanitarios de los anarquistas tradicionales, un adversario apasionado de la burguesía, un poeta emancipado, un propagador de la alegría dionisíaca de la vida hasta sus últimas consecuencias”. Un an-artista.

* Investigador, docente y ensayista argentino. Profesor de literatura brasileña en la Universidad Federal de Santa Catarina. Fragmento del prólogo de su libro Maria con Marcel, Duchamp en los trópicos, Siglo XXI.

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