Lunes, 13 de enero de 2014 | Hoy
PLASTICA › LA MUESTRA ALMA DE PULPO, DE MIGUEL ANGEL FERREIRA, EN EL MUSEO CORNELIO DE SAAVEDRA
El artista plástico recupera a menudo aromas de barrio e infancia, con elementos como la radio Spika, el metegol y las baldosas. Su exhibición actual rescata también elementos de la historia socioeconómica argentina, bajo la forma de un balón de goma.
Por Andrés Valenzuela
En otoño, el arco se marcaba con dos buzos, dos camperitas o, se delimitaba entre la pared y un poste de luz conveniente o, en casos más extremos, con algún cascote apilado. El travesaño, se sabía, llegaba hasta donde las manos del arquerito de turno. Y los arcos nunca eran igual de largos, pero si el barrio tenía ciertos visos de equidad, el portero más menudo se paraba entre los “palos” más estrechos. Eso sí, no importaba la edad, si tenía guantes o si era de piel delicada, los pelotazos de la pelota de goma a rayas (la “Pulpo” o “pulpito”) había que bancarlos igual, con las palmas enrojecidas o con la humanidad de los defensores. Y esa goma ardía en la piel infantil, como sabe cualquiera que haya peloteado en un barrio donde encontrar una pelota de cuero era más raro que carnear un hipogrifo. ¿Quién hubiera pensado que esa pelota modesta –amén de nacional y popular– sería objeto de homenajes y exposiciones?
El artista plástico Miguel Angel Ferreira dedicó casi toda su obra a esos recuerdos de barrio e infancia. Por su universo iconográfico transita la Pulpo lo mismo que los manquitos de metegol, la mítica Spika y las baldosas. De esos cuatro elementos, sin embargo, retomó el de la pelota de goma para exponer en el Museo Cornelio de Saavedra (Crisólogo Larralde 6309), en la muestra Alma de Pulpo, que podrá disfrutarse sólo hasta el sábado próximo. Luego habrá que esperar hasta mayo, cuando la pulpito entronizada llegue al Museo de Arte Contemporáneo Latinoamericano de La Plata, o a junio, cuando visite del de Bellas Artes de Tandil, o a su par santafesino en agosto. La provincia de Buenos Aires lo tendrá consigo otra vez, muy cerca de donde la pelota nació, recién en octubre de 2014, cuando llegue al Paseo Quinta Trabucco. Toda la gira se sostiene con el apoyo de la Universidad Nacional de La Matanza.
Más allá de lo sentimental, advierte el artista, más allá de los componentes emotivos, oníricos y lúdicos que inevitablemente atraviesan la obra –como señala el texto curatorial de la exposición–, la Pulpo también es un elemento que permite recorrer y entender buena parte de la histórica socioeconómica del país. Apareció en 1936, en una fábrica dedica a moldear artículos de goma: sopapas, cueritos y cosas similares. La innovación fue un sistema que permitía inyectar goma de color (rojo, aunque luego se sumaría el azul) sobre la goma blanca, para obtener el rayado característico. La pelota venía en varios tamaños incluyendo, desde luego, el tradicional “número 5” que es furor en el deporte del balompié. A Gerildo Lanfranconi, fundador de la fábrica, se lo apodaba “Pulpo” por la fuerza de sus brazos, y ese nombre se trasladó a la pelota. El balón de goma también se hizo fuerte: fue el artículo más vendido de la fábrica y extendió su llegada comercial a casi todas las provincias del país, los turnos de trabajo se ampliaron hasta la noche y dieron sustento a cien familias. Durante la Segunda Guerra Mundial, como para capear la crisis subsiguiente, la empresa aprovechó la experiencia gomodeportiva y amplió su oferta a las pelotitas de tenis. La historia continuó hasta 1994, cuando la convertibilidad menemista, la apertura indiscriminada a las importaciones y los cambios culturales acorralaron a la humilde Pulpo. Fue la época en que las marcas de agua mineral cambiaban tapitas por pelotas “de cuero” (o algo parecido, sintético) en los supermercados y en la que la calle se abandonó.
Ferreira nació en 1950, cuando el Maracanazo, y expone individualmente desde los 22 años, desde su Entre Ríos natal a todo el país y también en múltiples ciudades de Brasil. Desde luego, vivió el auge de la Pulpo y la doblegó y acarició en veredas y patios escolares. Su obra, claro, es apologética tanto de la pelota como de los otros elementos recurrentes que retoma. No es difícil imaginarlo con la mirada soñadora al momento de crear sus pinturas y sus esculturas, recogiendo las fotografías y testimonios de la fábrica de Lanfranconi (que llaman poderosamente la atención y retratan una época). Quien más, quien menos, todo poseedor de una pulpito pateó el balón de goma contra una pared, esforzando la pierna para producir el mayor sonido posible, como gesto de fuerza, aguantando el empeine cansado por darle a la goma dura. Eso, para la mayoría. Alguno más dotado podía soñar con el cuero en los tres dedos mientras intentaba “colocar” la pelota en tal o cual rincón del paredón a la espera de que llegaran los vecinos para armar el picadito de la tarde.
Ferreira recuerda otras variantes para la pelota callejera, como “el cabeza”, que consistía en cabecear la pelota de un lado a otro, que tenía reglas alternativas ocasionales, como las de multiplicar el valor de los goles según el método (palomita valía cuádruple, advierte el artista). Eso, desde luego, sin contar las circunstanciales salidas “de la cancha” que podían derivar en una extenuante búsqueda del balón más allá de los confines de la cuadra o –el horror mismo– en el patio de una vecina malhumorada. Ferreira agrega un mito: “Se sostenía que antes de jugar había que lubricar la sequedad de la goma, es decir, mojarla para evitar posibles agrietamientos. Esta hipótesis, hasta donde hemos podido reconstruirla, es oriunda de los barrios de Caballito y Flores, no registrándose testimonios de semejantes extravagancias en Saavedra, el barrio originario de la pelota”.
Lo que no era un mito, reconoce el responsable de la exposición, es el “juguito” que abandonaba la pelota si se pinchaba por obra de algún mal rebote o el mal cuchillo de una vecina enemiga de la niñez y sus juegos. “Se debía al nitrito de sodio y al cloruro de amonio que con un poco de agua se colocaba en el interior de la pelota para gasificarla”, precisa. Porque al cabo, además de cultura popular y deporte, la Pulpo también era industria. Y la exposición que la reconoce, recuerda eso.
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