Martes, 13 de mayo de 2014 | Hoy
PLASTICA › DOS MUESTRAS SIMULTáNEAS EN HOMENAJE A MARíA MARTORELL (1909-2010)
La retrospectiva del Centro Cultural Recoleta y la muestra de tapices y pinturas del Museo del Tigre muestran en conjunto el aporte de esta pintora geométrica de vanguardia con un panorama de su obra que va desde 1950 hasta 1990.
Por María José Herrera *
Cuando María Martorell define su vocación de artista, de pintora, tenía treinta y tres años. Vivía en Salta, desde muy joven había formado una familia y, como muchas mujeres de su época y posición social, a esa edad tenía tiempo disponible para ella. Así fue como empezó a estudiar pintura y a explorar en su interior la posibilidad de dedicarse al arte. Luego de cuatro años de asistir al taller de Ernesto Scotti y de ganar premios en su provincia natal, se aventuró a “conquistar” Buenos Aires, una ciudad esquiva incluso para los propios porteños y aún más para una mujer salteña.
A mediados de los años ’40, el panorama artístico en la capital era el de una vanguardia que pugnaba por emerger: el arte abstracto. Un arte moderno internacional por el que ya venían luchando figuras señeras como Emilio Pettorutti y Xul Solar desde comienzos de la década del ’20. Pero en los primeros años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, la situación era otra y la modernización se hacía inminente. Como señaló Tomás Maldonado en una entrevista reciente, parecía que el fin de la pesadilla nazifascista podía marcar el advenimiento de un mundo distinto en el cual las utopías se iban a cumplir en breve.
Maldonado y sus colegas propulsores del Arte Concreto habían nacido a principios de los años ’20. La generación siguiente –que es con la que expone Martorell–, en su mayoría hacia 1930. Los cruces generacionales existieron, pero lo cierto es que María Martorell, nacida en 1909, tenía efectivamente “poco tiempo” para acoplarse a un movimiento que ya vivía entonces su segundo momento de madurez, el de la llamada neoabstracción. Por eso su instinto fue acelerar el proceso de aprendizaje en el lugar y con las personas que en ese momento encarnaban el arte actual que ella buscaba. Viajó y vivió en Europa, primero en España y luego en Francia (1955-56). Conoció a los artistas que se convirtieron en sus modelos a seguir y desanduvo la historia del arte occidental en las lecciones de Pierre Francastel, uno de los iniciadores de la Sociología del Arte, en La Sorbona. Con Francastel estudió de qué modo el contexto social incide sobre las concepciones artísticas; cómo hay un “pensamiento plástico” que, nacido en el siglo XV con el Renacimiento italiano, se sostiene hasta el siglo XX, cuando entra en crisis con la abstracción.
Martorell expresó la síntesis de su formación intelectual en París en un artículo que escribió en 1963, “Lenguaje de la pintura a través de los siglos”. En él señala, siguiendo a Elie Faure, cómo el tema en una obra de arte es “... su armonía, su ritmo. El tema es sólo el medio de orientar nuestra atención hacia las apariencias e invitarnos a atravesar esas apariencias para llegar a su espíritu”. Queda implícito que ese espíritu es la geometría. Martorell agrega cómo esas apariencias son representadas por “un vocabulario de formas” y, entonces, que la pintura “... es y siempre ha sido un lenguaje gracias al cual conocemos cómo han vivido, pensado y sentido todos los pueblos de todas las épocas hasta la actual. Esta es la perspectiva sociológica del arte. Mas a esta circunstancia se suma que la visión no es pues solamente una función automática de nuestro aparato fisiológico y se hace evidente que es en sí misma un modo de pensar”. En estas reflexiones, en las que Martorell basa los principios de su obra, se trasunta la influencia de los estudios de la comunicación, la sociología y la psicología de la percepción, su andamiaje conceptual.
Probablemente, pensar al arte como una forma de conocimiento fue lo que dio a Martorell el gran envión para decidir su vocación.
(...) Martorell regresa de París en 1956, luego de exponer en el Salon des Réalités Nouvelles y comienza a viajar con más frecuencia a Buenos Aires. Se interesa por los artistas concretos, se hace amiga de varios (Enio Iommi y Manuel Espinosa, entre ellos) con quienes poco después muestra su obra. Luego de una exposición individual a comienzos de los ’60, viaja y exhibe por Latinoamérica y también en Nueva York. En 1962, forma parte de la primera exposición internacional Forma y Espacio. Organizada por el artista chileno Ramón Vergara Grez, esta exposición se proponía dar cuenta de la originalidad del arte constructivo en la Argentina, Uruguay y Chile, donde los “ismos” europeos, a su juicio, se “desintegran al cruzar el Atlántico”.
Pero lo que fue fundamental para su carrera fue el hecho de que su obra llamara la atención de Romero Brest, a quien conocía por las conferencias en la Asociación Ver y Estimar. El crítico era todo un referente en el medio de entonces: dirigía el Museo Nacional de Bellas Artes, presidía la Asociación Argentina de Críticos de Arte (1950), había desarrollado una extensa trayectoria como docente y también poseía gran influencia a través de su revista Ver y Estimar (1948-1955). En 1963, Romero Brest invitó a Martorell a la exposición Ocho artistas constructivos, junto a Brizzi, Espinosa, Lozza, Sabelli, Vidal y Silva. Un verdadero espaldarazo que dio Romero Brest al arte contemporáneo, que no había sido hasta entonces parte de la programación del MNBA.
La obra que presentó Martorell es una de las que muestra su filiación con el arte concreto, como lo señaló Nelly Perazzo. Tanto Fuga como Quipus abordan un tema típico del concretismo, el desarrollo de una forma en el espacio. Las figuras superpuestas (el caso de Fuga) hacen que el espacio se perciba de manera tridimensional a pesar de ser un plano. La opción de trabajar en serie, introduciendo pequeñas variantes en una determinada proposición inicial, rinde tributo a la metodología del Bauhaus y, en particular, a Joseph Albers y sus investigaciones sobre la sintaxis del color. Es el caso de Quipus 1 y Quipus 2, donde ensayó dos composiciones idénticas en las que cambió el color de fondo. El nombre de ambas obras es un vocablo quechua que denomina al sistema mnemotécnico para contar –una especie de ábaco– inventado por los incas. Sin embargo, no hay similitud formal entre los quipus y la figura representada. El título de las obras, entonces, parece aludir a la intención de anclar la abstracción en la tradición precolombina, un camino señalado por Torres García y también revindicado por Vergara Grez. Además, en aquellos años, Martorell ya comenzaba a proyectar los tapices que combinarían la iconografía salteña antigua con la geometría contemporánea. Idea que le surgiera en París.
* Directora del Museo de Arte del Tigre (MAT). Cocuradora de las exhibiciones del MAT y del Centro Cultural Recoleta, junto con Andrea Elías (directora del Museo de Bellas Artes de Salta). Fragmentos editados del ensayo del libro catálogo que acompaña las exposiciones: María Martorell - La energía del color.
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