PLASTICA › CARLOS GóMEZ CENTURIóN EN EL MUSEO FRANKLIN RAWSON, DE SAN JUAN
En la exposición Digo la Cordillera. El viaje como obra, el pintor sanjuanino despliega una serie de obras, varias de formato mural, que realizó a lo largo de varias expediciones a la Cordillera de los Andes.
› Por Fabián Lebenglik
El pintor sanjuanino Carlos Gómez Centurión (1951) trabajó largamente tomando distintos relatos como puntos de partida de su obra. Dentro de este período se incluye la intensa y difundida experiencia de formar e integrar el grupo El Mito Real, durante los años ’90, junto con el tucumano Víctor Quiroga y el paraguayo Enrique Collar.
Sobre aquel grupo, Augusto Roa Bastos escribió en 1996: “... resulta acertado el nombre de El Mito Real que tres jóvenes pero ya maduros pintores, Víctor Quiroga, Carlos Gómez Centurión y Enrique Collar, han elegido para designarse, como señal de identidad en el vínculo de sus afinidades electivas. Estas identidades y afinidades, esta unidad en sus diferencias, aúnan las tendencias del arte argentino y paraguayo actual en un grupo, probablemente el más destacado de las nuevas promociones de ambos países. Su manifiesto artístico, ético y social proclama con toda naturalidad, lucidez y sensibilidad al declarar que, en esta etapa de producción, han elegido la temática de los mitos y leyendas sudamericanos para expresarla a través de la figuración libre, con un lenguaje pictórico contemporáneo”.
Aquella etapa dio sus frutos y quedó atrás. Gómez Centurión dio entonces un giro: abandonó la narración como sustrato para pasar a la experiencia o, más precisamente, la exploración.
Durante la última década, el artista, al modo de los pintores viajeros y de los naturalistas europeos que durante el siglo XIX se dedicaron a relevar la biodiversidad y los paisajes del nuevo mundo, se lanzó con sus herramientas de pintor (una vez conseguido el apoyo) para realizar una serie de expediciones a lomo de mula, con baqueanos y un reducido equipo, con la finalidad de relevar por etapas la Cordillera de los Andes, de punta a punta. Era tiempo de ponerle el cuerpo a la pintura y de que el lenguaje pictórico fuera pasado por el tamiz de las vivencias, muchas veces al límite (en varios sentidos).
Así, sus cuatro expediciones se dirigieron al Mercedario (San Juan, en 2003-2004); Puna, Salinas Grandes y Yungas (Jujuy, en 2011-2012); Chaltén y Fitz Roy (Santa Cruz, 2012) y Las Leñas (Mendoza, 2013).
En estos días, y hasta mediados de marzo, el artista y arquitecto Carlos Gómez Centurión presenta la exposición Digo la Cordillera. El viaje como obra, con curaduría de Fernando Farina, en el Museo Franklin Rawson de esta ciudad.
“La pluma, el lápiz y el pincel –escribe el curador, en relación con la Cordillera en la obra de Gómez Centurión– fueron herramientas fundamentales, pero él nunca se mostró conforme: necesitó caminarla, tocarla, sufrirla, tratar de impregnar las telas con sal, o embeberlas de las superficies rojizas de los cerros. Y también quiso invitar a otros a que vivan la experiencia, a que la digan de otra manera, con fotos, con películas, con palabras...”
El pintor, mientras oficiaba de guía de la exposición, le contaba a quien firma estas líneas: “En relación con la etapa de El Mito Real, el grupo se agotó cuando ya habíamos dicho lo que teníamos que decir. Pero era notable cómo nosotros mirábamos el país y la historia, mientras que en Buenos Aires los pintores estaban mirando la transvanguardia italiana. La sensación era que estábamos a contrapelo. Pero después de esa experiencia quedé en blanco... Y como yo voy a la Cordillera desde que era chico, porque mi padre, geólogo, la recorría, uní aquellos recorridos con la historia de los pintores viajeros y pensé en hacer algo así, pero con una mirada contemporánea, fuera del peso del relato y de la representación. En principio me puse a pintar lo que se ve desde la ventana de mi taller, en Zonda: la precordillera. Aunque siempre fui a la Cordillera, esta vez me dediqué a organizar la primera expedición con otros motivos, sin saber lo que pasaría; y reuní a un semiólogo, a un ingeniero en minas (que nos contaba cómo se fueron armando los plegamientos cordilleranos), para entender desde lo científico y ayudarme a mirar. También me acompañaron un poeta, un sonidista y un cineasta, para registrar el viaje. Y por supuesto, no es lo mismo pintar en el taller que en medio de climas extremos. La nuestra era una experiencia del siglo XIX, un homenaje a la admiración que siento por Humboldt y a la idea de que el arte puede captar la ‘fisonomía’ del paisaje, como si a través del arte pudiera conocerse el mundo”.
El despliegue de la exposición de Gómez Centurión ocupa la gran sala de planta baja del museo para muestras temporarias, y otra sala –de menor superficie– en la primera planta.
La obra muestra la huella de los territorios recorridos (cerros, glaciares, salinas), a través de distintos tipos de aproximaciones, técnicas y materiales, gracias al uso de pigmentos, incluidas tierras y sal. Los colores y tensiones que se ven en cada cuadro (que van desde el formato mediano hasta el mural) no sólo revelan tonalidades geográficas y territoriales sino también procesos pictóricos en distinto grado y encadenados. No cabe duda de que en conjunto establecen un sistema y que estas obras son producto de una experiencia específica. De modo que las texturas de las obras, el tratamiento y la materialidad de las superficies, la dinámica compositiva, los colores y tramas, vuelven evidente su origen, al mismo tiempo que constituyen una completa abstracción.
Las obras también delatan hasta qué punto el artista le puso el cuerpo a la pintura. Un ejemplo extremo y no exhibido es el de un cuadro sin terminar que Gómez Centurión tiene guardado porque está manchado de sangre, producto de un accidente que el artista sufrió en una fuerte caída (junto con el caballete y la tela) desde tres metros de altura, durante una de las expediciones.
“Lo que pasaba en la montaña –cuenta a Página/12– era particular, porque íbamos en mula y en fila india, sin conversar y con toda esa mole de la Cordillera... todos estábamos introspectivos, hablábamos poco; cada uno tenía un registro propio de lo recorrido durante el día, que lo volcaba en las charlas nocturnas, cuando se daba naturalmente. Entonces la pintura deja de pasar por lo intelectual, para ser más sensorial. Paralelamente, el viaje era en sí mismo una obra.”
* En el Museo Franklin Rawson, Av. Libertador San Martín 862 Oeste, San Juan. Hasta el domingo 15 de marzo.
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