PLASTICA › ALFREDO JAAR EN EL PARQUE DE LA MEMORIA
El consagrado artista, que vivió en Chile pero reside en Nueva York hace más de 30 años, presenta una exposición sobre su etapa en el país vecino. El golpe y la dictadura pinochetista conforman el núcleo incandescente de la muestra.
› Por Patricio Fernández *
El Chile que vivió Alfredo Jaar es el de los años silenciosos. Llegó de Martinica a los 15 y sin hablar una palabra de español, cuando avanzaba la segunda mitad de la Unidad Popular. Todavía estaba adaptándose a este nuevo país la mañana en que ocurrió el golpe militar. Entonces Chile se apagó. La imagen no es para nada exagerada: el toque de queda impedía que la gente saliera a la calle, prohibieron toda reunión, desaparecieron diarios, revistas y emisoras radiales. Durante los mil días de Allende la discusión ideológica estaba por todos lados –fábricas, universidades, cafetines, salones de belleza...– y de pronto se acabó. Mi abuela paterna no dejó que se hablara más de política en la mesa. De hecho, los partidos quedaron fuera de la ley. Fueron proscriptos el uso del charango, la quena y la zampoña. Cerraron indefinidamente los prostíbulos, donde se encontraban pecadores de todos los credos (también se les llamaba “casas de tolerancia”) y donde vivía la más auténtica música popular. Pinochet mandó a todos los chilenos a cortarse el pelo. Espontáneamente, muchos decidieron también afeitarse la barba. Había que diferenciarse de Fidel Castro y adaptarse a la estética impuesta, para no resultar sospechoso. El orden pasó a la categoría de valor supremo. En su primer bando, la Junta Militar se propone “detener el proceso y desarrollo del caos”. Era necesario arar esta tierra para sembrarla de nuevo. Quizá por eso los torturadores violaban a las mujeres. Son ya famosas las escenas de soldados quemando libros. Lo que ellos hacían a la vista de todos, otros lo repetían en sus patios interiores. Aterrados, fueron muchos quienes le prendieron fuego a bibliotecas y discos con olor a socialismo. Pablo Neruda murió a los pocos días. Los dirigentes de izquierda que no fueron atrapados partieron al exilio. Otros entraron a la clandestinidad, con nombres falsos, sin domicilio permanente. Desapareció todo rastro de organización comunitaria. En lo que dura un parpadeo pasamos de la fiesta desbordada al silencio fantasmal. Sucedió el 11/9/73, a eso de las 12.10.
Ese día nace la obra de Alfredo Jaar. No se conoce un trabajo suyo que haga referencia a una época anterior. Su relato comienza en la noche de nuestros tiempos, cuando todos los días eran el mismo día. Primero fue una fecha (Septiembre 11), luego el hombre haciendo morisquetas como un niño que sale del cascarón (Autorretrato), después el mago que hace brotar una flor. Hasta aquí, no se trata de un artista político. Aún no aparecen los demás. Chile es un páramo. Santiago es un montón de vidas secretas. “No sabíamos qué estaba permitido y qué prohibido –recuerda Jaar– y todo nos daba miedo.”
Hasta finales de los años ’70 en las artes visuales no acontece prácticamente nada. Ni en las artes visuales ni en ninguna otra. Casi no había librerías. Para los que éramos lectores sólo existían las de viejos. La dictadura nos obligó a formarnos leyendo a los clásicos, quizá lo único que se le pueda agradecer. Son los años en que se cometen la mayor parte de los crímenes y se lleva a cabo la revolución neoliberal, pero nada de esto era motivo de discusión pública. Recién en 1979 el arte hace noticia: se constituye el Colectivo Acciones de Arte (CADA), cuya primera intervención en la ciudad se llamó “Para no morir de hambre en el arte” y consistió en repartir bolsas de medio litro de leche a los habitantes de un barrio popular, para luego pedirles los envases y entregárselos a artistas como soportes de sus obras. Ese mismo año, de manera solitaria, Jaar sale a la calle para preguntar “¿es usted feliz?”. En la acción de los primeros había un motor ideológico. Apelaban, de hecho, a una promesa electoral de Salvador Allende: que a ningún niño le faltaría su medio litro de leche diaria. Si bien recurrieron a formas vanguardistas, asumían una tradición. La pregunta de Alfredo Jaar, en cambio, prescindía de esa historia. No tenía pasado que rescatar ni grupo de pertenencia. Ni siquiera reivindica la pulverizada noción de comunidad. En cierto modo, asume el mito fundacional del pinochetismo, y lo cuestiona íntimamente. Instaló su pregunta en el espacio público, pero la dirigió al individuo. La formuló con la distancia del encuestador y no con la cercanía del familiar. No tutea al interlocutor. Cuando Jaar se inmiscuye en el mundo (lo que hace todo el tiempo), persiste en su soledad. Más aún, busca la soledad del otro. No es raro que le haya costado sintonizar con los artistas chilenos de su generación. Ellos provenían de un sueño común, y él no. Para los otros, Chile era ellos mismos; para Jaar, un puerto en el que recaló justo cuando comenzaba a arder. No alcanzó a lamentar lo consumido por el fuego. El país del que nos habla existe a partir del bombardeo de La Moneda.
Recién instalado en Nueva York, en 1982, Alfredo Jaar percibe la verdadera dimensión de la tragedia chilena. Así lo recuerda él. Adentro se sabía mucho menos que afuera. La censura militar era lapidaria. La información acerca de los atropellos a los derechos humanos, aunque flotaba en el ambiente (no hablo de las víctimas directas, por cierto), era vaga, en cambio en el extranjero publicaban datos concretos. Jaar cambia su perspectiva. En lugar de vivir la enfermedad, empieza a auscultarla. Entonces su obra se vuelve más discursiva, más denunciante. Pasa del terreno de los síntomas al de los diagnósticos. Apunta a los culpables. Las emprende contra Henry Kissinger. Aparece la imagen de Pinochet. El cambio de dimensión es evidente. Sus interlocutores ya no somos los chilenos. La comunicación entre el interior y el resto del planeta es casi nula. Ha nacido el artista internacional. “No me identifico con lo que significa ser chileno en Chile –me dijo–, eso no. Aquí, en Nueva York, y en el mundo, soy chileno. Pero es una identidad construida por mí, en 30 años de carrera, no construida por la imagen de mi país ni sus normas.”
El año de su partida fue asesinado el ex presidente Frei Montalva y el dirigente sindical Tucapel Jiménez. El motivo: que empezaban a cuajar en conjunto un amplio frente opositor. En 1982, producto de la crisis económica, Chile se llenó de cesantes. En las poblaciones marginales se organizan ollas comunes y es sabido que a los hombres no nos gusta comer callados. Volvió a brotar el virus comunitario. El Partido Comunista optó por la vía armada, y su facción terrorista –el FPMR– se largó a botar torres de alta tensión que dejaban con frecuencia el país a oscuras. El resto de los opositores a la dictadura comenzaba a gestar la política de “movilización de masas”. En 1983 irrumpen las protestas ciudadanas. Lentamente, la gente fue perdiendo el miedo, y el centro de Santiago, hasta poco antes contenido y silencioso, se convirtió en permanente escenario de manifestaciones. Bastaba que un transeúnte empezara a aplaudir para que rápidamente se le sumaran otros, volaran los panfletos, llegaran los carros lanzaaguas y las fuerzas especiales de carabineros, y partiera la trifulca. Santiago resucitaba, pero Jaar ya no estaba ahí para verlo.
Hasta el 1° de marzo, en el Parque de la Memoria, Costanera Norte.
* Escritor chileno, director de la revista The Clinic. Texto escrito especialmente para la exposición.
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