PLASTICA › RECUERDO DEL GRAN ARTISTA ARGENTINO FALLECIDO LA SEMANA PASADA
El miércoles murió Kosice –de lo cual dio cuenta este diario el jueves–, artista pionero, autor de una obra clave. Aquí un texto teórico de su autoría, que lo pinta de cuerpo entero.
› Por Gyula Kosice
Siempre pensé que la obra artística no podía ser separada de cierta forma de reflexión teorética, de cierta “prosa” conceptual que debía servir, por lo menos, como módulo para mensurar las aproximaciones y los desfasajes, la utopía imaginaria y las dificultades materiales y epocales, que suelen ser las fronteras entre las que vive su existencia ese producto esencial y ontológicamente autárquico que es el objeto, la forma o la creación del arte.
Esta firme voluntad reflexiva arrancó tempranamente en mi biografía con los textos inaugurales de Arturo e Invención (1944) (...).
En un mundo que ha cambiado significativamente y en el que se avizoran logros científicos, tecnológios y sociales que entonces sólo intuíamos, puedo realizar un balance que no deja de ser reconfortante.
Mi cosecha fue en definitiva copiosa y sus frutos justifican la visión, quizá las esperanzas, de ese muchacho que en una Buenos Aires bastante remota se lanzó a cultivar la poesía, la imagen de un mundo más libre, más humanizado, más fecundo en logros totalizadores.
Creo entrever, al releer mis textos, una originalidad teórica y problemática que hacia 1942 sólo existía probablemente en nuestras cabezas de jóvenes artistas que se habían “adelantado a su tiempo”, como gustábamos decir entonces para paliar el regusto amargo que nos dejaban la incomprensión y el silencio de algunos críticos demasiado ocupados –historicistas a contramano o anacrónicos– en la hueca contemplación de sus ombligos. El tiempo y las realizaciones del arte nos dan ahora la razón. Aquellos textos preliminares anticipaban una verdad que se fue sedimentando en los siguientes y en las obras que los “realizaban” materialmente.
En estas orillas del Plata (no puedo olvidar, entre otros, a mi amigo oriental Rhod Rothfuss, cuyas contribuciones fueron esenciales en algunos de nuestros propósitos teóricos y artísticos) se había delineado un pensamiento auténticamente nuevo, no epigonal, aunque algunas de sus líneas de fuerza –como debe ser– se acercaran a un pensamiento universal y desarrollasen, con una visión propia, tópicos abordados en otras latitudes.
La primera mitad del siglo XX fue particularmente rica en producciones teóricas elaboradas por pensadores que eran, a su vez, artistas y creadores de formas y de productos estéticos.
Basta, en este sentido, con remitirnos a todo lo que escribieron antes de 1950, artistas como Kandinsky, Mondrian, Schönberg, Malevitch, Van Doesburg, Klee, Giedion, Wright, Aalto, Vantongerloo, Le Corbusier, etc. Basta con repasar la múltiple acción teórica desarrollada por los arquitectos y deseñadores a través de la Bauhaus y otros centros de irradiación de las problemáticas del arte, la industria, la arquitectura, la tecnología, el diseño, la ciencia, la sociología, etc.
Toda síntesis artística –y Madí lo fue– propone un grado cero a partir del cual se rejerarquizan semánticamente los sentidos de la cultura. Todo manifiesto (y es suficiente confrontar los contenidos programáticos cuando redacté el Manifiesto Madí de 1946) es un auténtico punto cero que contiene en general una predicción optimista que los años pasados, o los por venir, se encargarán de balancear implacablemente para determinar el rédito de lo realizado y de lo apenas potencial. Todo esfuerzo teórico, desde este punto de vista, es una suerte de batalla contra la entropía, que pretende organizar, mensurar, probabilizar, racionalizar y ordenar lo que se supone inorgánico, irracional, caótico inconmensurable y no probable.
¿Y por qué no habría de ser original nuestra contribución? Superada la vieja estética de la “proyección sentimental”, el eje teórico de la finalidad de la obra de arte dejaba de irradiarse hacia otros campos miméticos para concentrarse en la obra misma, autónoma y autosuficiente. Otros autores ya habían incursionado en sus aspectos teóricos relacionados con la lógica intrínseca de la obra y con su carácter de invención en sí misma, pero sus contribuciones seguían siendo meros capítulos especulativos de la Estética, que es una rama de la filosofía que no se puede probar en los talleres de los artistas vivos y existencialmente tangibles, ni en la concreta carnadura experiencial de los espectadores. Ni esas teorizaciones estetológicas, ni siquiera lo escrito abundantemente por los artistas de vanguardia que nos habían precedido, servían para dar razón de lo que se estaba incubando en Buenos Aires a principios de la década del 40 como tentativa de llevar el arte hacia su más integral realización totalizadora. Necesitábamos, en consecuencia, hacer nuestro propio esfuerzo sistematizador y teórico. Alertar nuestras antenas y poner a punto nuestra particular telemetría sensitiva para encontrar objetivos propios. Si volvíamos la vista hacia lo elaborado en Europa entre 1900 y 1940 nos encontrábamos con déficit y falencias que no podían conformarnos intelectual y artísticamente, a pesar de muchas de sus contribuciones (las de Moholy-Nagy, por ejemplo, a quien rindo justiciero homenaje), y ese sentimiento de insuficiencia nos inducía a buscar otras sendas más autónomas de pensamiento y acción.
Los futuristas habían estado atados todavía a la lección del impresionismo, a la captación de lo anímico y lo orgánico, a la intencionalidad simbólica y en última instancia “literaria”. Con la excusa de una intuición de lo “nuevo” –que en verdad habían tenido– cerraban, sin embargo, las vías de acceso a lo auténticamente renovador, atándose al lenguaje de las impresiones, lo óptico, los signos “verosimilistas” del movimiento y la dinámica naturalista.
El cubismo, a su vez, imponía su lógica no imitativa, pero no dejaba por eso de amortizar su cuota de relación y dependencia con la visión objetiva y figurativa de la naturaleza.
Tampoco el neoplasticismo, el arte concreto y el arte abstracto dejaban, en el fondo, de depender de una concepción tradicional en su soporte, fuertemente relacionada con la “desmaterialización” de las formas naturales o con la geometrización “significante”, cargada de alusiones simbólicas e inclusive de algunos valores metafísicos como podía advertirse en el Piet Mondrian del “de Stijl”.
Ni qué hablar, desde luego, de lo que ocurría en las filas del expresionismo, desde Die Brücke hasta el propio abstraccionismo expresionista del Kandinsky de las “formas significantes” atado a los contenidos subjetivos del hombre y la sociedad, y separado apenas de lo “natural” por la delgada línea de la “deformación” intencional y de la infracción deliberada en el uso del color, lo que no dejaba de sugerir un cierto sentido “alegórico” que remitía a las viejas concepciones del arte tradicional.
Parecida era la lección que podíamos derivar del surrealismo, con su vocación neorromántica, irracionalista, psicoparanoica y oleográfica, convincente para los divanes psicoanalíticos y diametralmente antagónica con nuestra idea de un arte que se proponía como la coronación dialéctica de un humanismo planetario.
Faltaba en la teorización y en la realización de estas escuelas un elemento de importancia fundamental: la deliberada voluntad de renunciar a toda representación objetiva, a todo intermediarismo, y de zambullirse en ese otro tipo de conocimiento que posibilita la obra de arte genuinamente esencial.
La etapa 1944-54, que comienza con mi participación como cofundador de la revista Arturo y culmina con la exposición madí en la galería “Los Independientes”, sirve para el desarrollo de las proposiciones básicas de ese esencialismo constructivo al que hacía referencia, contenidas en las grandes líneas programáticas del Manifiesto Madí de 1946: ruptura del marco y la ortogonalidad, proposición inventada en la poesía, realizaciones lumínicas y cinéticas, participación del espectador, invención y creación, idea del hábitat móvil y trasladable, nueva concepción espacial, incorporación artística de la tecnología de punta, exploración de nuevos materiales, interdisciplinarismo, etc. Las ideas sobre un nuevo urbanismo ocupando realmente el espacio, sumadas a las críticas a la arquitectura “internacional” y “funcionalista” permiten advertir que ya en esa primera etapa de elaboración teórica estaban contenidos los supuestos básicos de la “Ciudad Hidroespacial”.
La etapa que se inicia hacia 1956 puede ser considerada, a su vez, como de maduración y confrontación teórica en los centros mismos del “prestigio” artístico, aunque también de nuevas elaboraciones teórico-artísticas de vital importancia dentro de mi trayectoria biográfica, como la utilización del agua y las primicias poéticas del “hidrocinetismo”. (...)
Creo advertir en este largo recorrido cuya culminación, con otras prolongaciones, puede ser la definitiva construcción de la “ciudad hidroespacial”, una coherencia que no me deja insatisfecho: la que se tiende entre la obra, la teoría y la vida. (...)
En estos últimos años he reflexionado cada vez con mayor insistencia sobre algo que considero inseparable de mis sucesivas ideas sobre el arte: la necesidad de una cultura dimensionada por el pensamiento y la imaginación creadora y predictiva, y que aquél se conjugue con la ética, la sociedad y el hombre. Sin esa convergencia movilizadora no creo que tenga realmente sentido hablar de arte.
* Prólogo de libro Teoría sobre el Arte, de Kosice, publicado en 1987 por Eudeba.
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