PLASTICA › DIEGO BIANKI PRESENTA SU LIBRO Y SU MUESTRA BUENOS AIRES
El ilustrador, que es una referencia en el mundo de la gráfica, construyó una muy personal crónica urbana a partir de iconos y marcas levantadas de la calle. El trabajo de clasificación y reapropiación de esa “basura” le llevó diez años.
Un posible mapa gráfico y literario de la ciudad de Buenos Aires. Pero también un mapa o una crónica del suelo de esa ciudad, hecho de basura que fue juntando del piso. Eso es lo que dice Diego Bianki que resulta su libro Buenos Aires, recientemente publicado dentro de la colección Mi hermosa ciudad de la editorial española Media Vaca, con distribución en la Argentina. Este recorrido hecho de iconos y marcas gráficas de la ciudad, reapropiadas por la mirada y el talento de Bianki, va construyendo una muy personal crónica urbana. Con dos particularidades: está ordenada alfabéticamente, y cosida por fragmentos de textos literarios de los más diversos orígenes y autores. Todo lo que el artista gráfico juntó –básicamente, basura– en los diez largos años que le llevó hacer este libro, lo transformó en una muestra que puede visitarse hasta el próximo sábado 25, de 15 a 20, en la galería Granada (Godoy Cruz 1644), donde mañana y el viernes dictará un workshop. El sábado 25 a las 18, además, Bianki presentará el libro junto con el escritor Washington Cucurto, el diseñador Daniel Wolkowicz y Gustavo Darío López, editor del sello bahiense Vox.
La Buenos Aires que descubre Diego Bianki en este libro es tan cotidiana como asombrosamente reveladora, hecha de boletos de colectivo y de turnos de espera, del papel que envuelve la pizza de Las Cuartetas y de las Fragatas de las cajitas de fósforos, de logos que se van modificando con el tiempo y que Bianki juntó y clasificó con una dosis admitida de obsesión. Y es una Buenos Aires hecha de deshecho, al punto tal que su autor ha lanzado una convincente invitación a ir a la galería Granada: “Esta muestra es una basura”. Lo cuenta mientras recuerda un encuentro cuerpo a cuerpo con un cartonero por calle Corrientes, después de haber divisado ese logo que le faltaba, y que necesitaba: el de la chica de Terrabusi que va caminando de espaldas, con un paraguas. Esa vez, la caja terminó en el carro de su legítimo dueño.
Uno de los grandes méritos de esta guía de Buenos Aires es el de la mirada de la que parte. Una mirada que sabe abarcar detalles mínimos y trascendentes, que no es en absoluto la de un turista –aunque, después de haberse mudado hace dieciséis años a Colonia, Uruguay, junto a su esposa, la escritora Ruth Kaufman, Bianki dice que esa distancia le permitió, justamente, despejar la mirada–. Y que tampoco está direccionada pensando en un posible turista lector, algo que suele aparecer en trabajos gráficos alrededor de la ciudad.
“Todo empezó con la propuesta de Vicente Ferrer (editor de Media Vaca) de ilustrar El libro del desa-sosiego de Fernando Pessoa, allá por 2001. Y fue el libro del desasosiego... ¡no el de Pessoa, sino el mío!”, se ríe Bianki, repasando la historia de este libro. “Con El desa- sosiego fracasamos porque al editor que tenía sus derechos le pareció que a Pessoa no había que ilustrarlo, o que era una falta de respeto ilustrarlo. Ya había empezado a trabajar y tuve que dejarlo de lado. Así que Vicente lo unió con mi proyecto de libretas, que hago desde el ‘98. Ahí voy colectando material, dibujando, apuntando, retratando en el subte a la gente, coleccionando estampillas, robando etiquetas de la verdulería. Ya tengo más de veinte”, relata.
–¿Y cómo se unieron esas libretas con Buenos Aires?
–La cuestión es que, viniendo de la gráfica, la ilustración y el diseño, me interesa mucho todo que tenga que ver con el contacto visual. Pero, a la vez, mi impronta se ha transformado en una especie de coleccionista de gráfica urbana, y me siento un coleccionista por el lado del impulso: cuando quiere algo, el coleccionista va y lo consigue, paga lo que sea. Si bien esto no lo compro, lo recojo de la calle, de la basura, tengo esa cosa del impulso. Y de ordenar las cosas de manera tal que luego uno no pueda encontrarlas a partir de una clasificación. Así empecé a hacerlo en estos libros que son como mis registros.
–Mucho del material que utiliza es de lo más cotidiano: cajas de pizza, de hamburguesas, papelitos de caramelos. ¿Por qué los elige entre miles?
–A mí me llama mucho la atención algo que podría denominarse el no lugar del diseño, o el no lugar de la gráfica, que son todos estos espacios visuales de tránsito que nosotros, consciente o inconscientemente, estamos compartiendo a diario. Vamos y compramos un alfajor, lo vemos un instante y después tiramos ese paquete. Digo casi no lugares porque el no lugar no genera pertenencia. Sin embargo, toda esa gráfica tiene un espacio de pertenencia en el inconsciente colectivo, en las diferentes generaciones. El dibujo de El Gato Negro, el del alfajor Jorgito, el de Geniol, los iconos de las botellas que indican que hay que tirar el envase a la basura: todo ese casi no lugar genera una pertenencia. Al menos entre los que nos interesamos por la gráfica. A partir de ahí, uno puede jugar con las ideas, relacionarlas con los textos y generar este juego que se propone al lector. En definitiva, traté de recuperar ese imaginario que pisamos en cada esquina.
–En verdad suena un poco enloquecedor andar por la gran ciudad prestado atención a cada señal gráfica. ¿En algún momento descansa?
–En algún momento descansás, pero se te genera esta cosa de la compulsión que digo que comparto con el coleccionista y que, a la vez, termino por compartir con otra gente. Cuando estaba en el proceso del libro, muchos amigos que me veían juntando cositas de la calle, empezaron a avisarme: tengo un montón de estos muñequitos recortados, tengo tal o cual logo. Una amiga desde Roma me mandó cantidad de sobres por correo, es una persona obsesiva y cuando le dije que había terminado el libro entró en crisis: ¡y ahora qué voy a hacer! (risas)
–¿Y usted?
–Yo manejo mis compulsiones y a mis obsesiones las voy diversificando. Hoy ya toda esa obsesión está puesta en otro libro (risas). Pero sí, hay algo de obsesivo en estar mirando y buscando todo el tiempo esas imágenes. Que, en definitiva, es de lo que el gráfico y el ilustrador se nutre. Porque uno se puede nutrir del cine, la literatura, del trabajo de otros colegas, lo que sea. Pero para mí, es importante también lo que está ocurriendo en la calle. Y eso no lo aprendí a través del diseño ni del dibujo. Eso me lo enseñó haber leído, por ejemplo, Gargantúa y Pantagruel de Rabelais. Cuando leí el prólogo de ese libro, me iluminó. Rabelais se iba a los mercados a pasear, en algunos de ellos presentaba sus manuscritos, como en el de la Feria de Frankfurt, que en sus comienzos fue eso, una feria. También ahí Shakespeare iba a presentar sus manuscritos. Pero además de ir los escritores, porque ahí se encontraban con los editores, iban los que vendían los chanchos, los quesos, las gallinas. Era una feria. ¿Qué hacía Rabelais ahí? Con su oído y su mirada, su percepción de lo que pasaba en esa feria popular, apuntaba un montón de situaciones que luego rescataba para sus historias. Es decir, se basaba en hechos reales y populares para construir el imaginario que iba a compartir con el lector. Y de ahí de algún modo salió el libro que hice sobre el candombe (Candombe. Fiebre de carnaval, de Pequeño Editor). En mis paseos detrás de las comparsas, me dije: ¿por qué además de dibujarlas, no voy recolectando, haciendo crónica de lo que va pasando en este momento? Me iba apropiando de esas cosas que estaban en el piso y que luego fueron a parar al libro.
–¿Por qué Buenos Aires le llevó diez años de trabajo?
–Inmediatamente después de que le dije que sí al editor, me di cuenta de que me estaba metiendo en un problema. Los diez años tienen que ver con ese problema, porque estuve casi cuatro años clasificando y recogiendo basura de la calle para poder construir el archivo que me permitiera luego relacionar los textos con esas imágenes.
–¿Primero necesitó tener todo el material, clasificarlo y recién entonces empezó a armar las imágenes?
–Exacto. Mientras tanto, mi culpa iba creciendo. Tenía que escribirle al editor: “Vicente, mirá, perdóname, pasó un año, pasaron dos, voy por el tercer...” (risas). Pero no podía trabajar si no tenía todo clasificado. No podía simplemente tomar un texto y salir a buscar para ilustrarlo. Sentía y comprobé que necesitaba abundancia de material para poder empezar a construir las ilustraciones.
–¿Y cómo clasificaba lo que encontraba?
–Hice un archivo que primero ordené en sobres por temas: arquitectura y entornos, medios de transporte, animales, vegetales, personajes, logotipos, árboles, insectos... Muchos. Primero dediqué un sobre por tema, pero pronto cada tema empezó a ocupar varios sobres, y esos sobres varias cajas, ¡y esas cajas varios metros cuadrados de mi espacio de trabajo! Ahora todo eso forma parte de la muestra, ordenado y exhibido sobre cartones.
–¿Qué rescata de todo lo que muestra sobre Buenos Aires?
–Justamente, que no hay una mirada única, como tampoco hay una voz única en los textos, porque la ciudad no puede tener una impronta única que nos representa. Lo que más nos representa es que somos un conjunto de idiosincrasias, devenidas de diferentes inmigraciones, y de haber aplastado lo que había acá. Y eso es lo que queríamos hacer notar con el editor: que un Ezequiel Martínez Estrada estuviera, pero que también estuviera el sarcasmo de Tuñón, o César Fernández Moreno hablando de Buenos Aires después de haber estado en Uruguay. Hay una mirada de lo porteño desde diferentes atalayas. En definitiva, somos una mezcla importante. Somos muchas cosas al mismo tiempo.
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