PLASTICA › JOSE FRANCO, DE PARIS A BUENOS AIRES, EN EL CENTRO RECOLETA
El artista cubano, que se mudó a la Argentina hace unos quince años, acaba de volver de una larga estadía en París y llega con una impactante exposición bajo el brazo.
› Por Fabián Lebenglik
En estos días, José “Pepe” Franco (La Habana, 1958) presenta la muestra Enlazador de Mundos, en el Centro Cultural Recoleta, donde exhibe pinturas, fotografías, objetos y serigrafías. Lo que primero impacta en su muestra es la yuxtaposición de colores intensos, la explosión de formas múltiples, al modo de “diseños” y texturas visuales, que evocan animales, plantas, caparazones, dibujos arcaicos –tomados de los aborígenes de Cuba–, todo entrelazado.
Pepe Franco nació y se formó en La Habana e integró el grupo de artistas que desde fines de los años ochenta conformó la nueva diáspora cubana. Se mudó a la Argentina, donde fijó su residencia; ganó la Beca Guggenheim en 1992 y vivió por un tiempo en Nueva York, para regresar a Buenos Aires. Durante 2006 y lo que va de 2007 ha vivido en París –donde había estado hace muchos años, por un semestre– y ese reencuentro, no sólo con París en particular, sino con Europa en general, significó un reencuentro con grandes museos, grandes colecciones, así como con buena parte de la historia del arte occidental. “Para mí –dice el artista– fue como hacer otro posgrado en pintura.” En este último tiempo, Franco realizó una exposición en Estocolmo y otra en Chipre, y prepara una en París, para marzo próximo.
Este acceso de primera mano a la pintura colocó al pintor nuevamente ante su práctica originaria, porque Franco ha decidido cambiar el aerógrafo, utilizado durante casi toda su carrera artística, por el pincel. Su nueva muestra es llamativa en este sentido: cada cuadro le llevó varias semanas de realización, en un proceso minucioso, obsesivo y gozoso, que está bien documentado en uno de los videos que se muestran en la exposición. El artista somete cada tela en blanco a un proceso que va del gesto expansivo y la distribución del color en el lienzo, clavado sobre la pared, al detalle milimétrico de la líneas filigranadas, las delicadas manchas y los puntos que el artista realiza en parte sobre la pared y luego, colocando la tela sobre una mesa, “completa” la obra en un trabajo de escritorio, casi de laboratorio. Cada zona del cuadro está trabajada en su totalidad, en un ultrabarroquismo que se acerca a lo que señalara Severo Sarduy, para quien el Barroco latinoamericano –una constante del arte de esta zona del mundo, especialmente del Caribe– supone un alarde de artificialización de la naturaleza.
Pepe Franco comenzó a elaborar su propuesta artística y teórica a partir de las ficciones pictóricas de Henri Rousseau, a las que su estancia en París le hicieron volver de un modo más acabado. Por rigurosas leyes del azar, a comienzos de 2006, apenas instalado Franco allí, se inauguró en el Gran Palais una gran muestra titulada Junglas en París, con todas las pinturas de Rousseau evocando aquellas selvas que jamás conoció, pero que sin embargo imaginó pictóricamente, en parte a través de sus continuas visitas a los Jardins de Plants, el enorme parque botánico parisino que forma parte del Museo de Ciencias Naturales. Allí Rousseau tomó muchos de los modelos selváticos de sus cuadros y allí fue también Pepe Franco un siglo después a tomar ideas, tanto como fue a visitar una y otra vez las pinturas de su admirado “aduanero”.
Una de las pinturas centrales de la muestra Enlazador de Mundos es un cuadro compuesto por dos zonas claramente diferenciadas. Por una parte, una selva de Rousseau puntualmente citada por Franco, que casi hizo de copista, por lo minucioso de su versión. Por la otra, las vistosas yuxtaposiciones abstractas de Franco constituyen la otra mitad de la tela. Un cuadro doble, en un homenaje que justo traza el lapso de un siglo, porque la pintura de Rousseau citada (y firmada por Franco al modo del “aduanero”) está fechada en 1907, mientras que el homenaje implícito y la relectura del artista cubano está firmada en 2007. Aquí se condensa buena parte de la ideología estética de Franco, su patrón visual: una matriz binaria que confronta y contrasta polos y explicita dualidades: naturaleza y cultura; ecología y tecnología, y así siguiendo. Sus pinturas (y objetos, en este caso sillas animalizadas, pintadas con patrones y diseños que evocan pelajes) oscilan entre la superficie y el volumen, la naturaleza y la tecnología, el blanco y negro y el color, la figuración y la abstracción, y varios otros conceptos yuxtapuestos como pares. Este código simple y eficaz funciona como un punto de partida y le sirve a Franco para construir un sistema que trabaja en todos los sentidos y niveles de elaboración de cada obra. Son principios constructivos de orden estético que funcionan al modo de los procesos de la información y la informatización (los bits –binarian digit, dígito binario–).
El uso del aerógrafo que el artista había hecho durante casi toda su carrera artística suponía una terminación más industrial y seriada, más rápida, de superficies más homogéneas. Ahora, al dejar la tecnología de aplicación de la pintura a un lado, Franco se repliega hacia una pintura más placentera, más obsesiva por el detalle, más barroca todavía, más cercana a la mano. Si hasta ahora el pintor producía imágenes muy reconocibles en sus patrones visuales, aquí esa visualidad se vuelve más detallada. Franco toma distancia y amplifica su campo visual: como si su pintura anterior fuera una ampliación de la actual, más fragmentaria y mucho más compleja y rica.
Además de los cuadros, de esta yuxtaposición colorida y plena de texturas visuales y de artificiosas y barrocas evocaciones de la naturaleza, Franco presenta unas sillas-objeto, colgadas en la pared a lo alto, y con largas colas animales que cuelgan casi hasta el piso. En estas sillas también establece diálogos por oposición, silla-cebra (herbívora, a rayas) al lado de silla-chita (carnívora, con puntos). Finalmente, Franco presenta también fotografías (“Mundos”) que tomó originalmente como fuente para sus cuadros –algo así como la “cocina” pictórica: superficies naturales o artificiales tomadas en distintas ciudades del mundo–, pero que luego fueron logrando autonomía y ahora se integran “naturalmente” a la exposición.
Por último, se exhibe otra serie de fotos en las que se registra el proceso por el cual el artista pintó un auto de colección: al modo de los artistas pop, Franco aplicó motivos animales y naturales para producir una paradoja sobre ruedas.
Si antes el artista planificaba y programaba todo lo que haría sobre cada tela, ahora se largó a pintar sin red: como si la mano y el gesto fueran los que construyeran sentido y develaran el plan. Antes, el movimiento era “pienso, luego pinto”; ahora, la fórmula está invertida: “Pinto, luego pienso”. Hay un saber implícito en el gesto, en el movimiento de la mano, en la aplicación del color, en el trazo, en la delimitación de las formas, un saber acumulado por la experiencia y el oficio. También el pintor genera composiciones que juegan con distintos tipos de composición y divisiones en el plano: relativas simetrías, cortes longitudinales, oblicuos o transversales de las composiciones, metamorfosis que van del color al blanco al negro –o al revés–, cuadros completamente coloridos, otros “solo” en blanco y negro. En su propio, personal lenguaje, el artista produce todas las variaciones posibles.
(En el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930, hasta el 27 de agosto.)
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