Martes, 5 de febrero de 2008 | Hoy
PLASTICA › LA SALA RECIEN INAUGURADA DEL PINTOR MIGUEL OCAMPO EN LA CUMBRE
Miguel Ocampo, que comenzó su carrera en las vanguardias geométricas, inauguró en la ciudad cordobesa de La Cumbre una exquisita sala de exposiciones donde se exhibe su obra.
Por Fabian Lebenglik
desde La Cumbre, Cordoba
“¿No será demasiado para La Cumbre?”, dijo uno. “Hay que reconocer que es algo fuera de serie”, dice otro. “Es una mezcla de arquitectura de la Bauhaus y filosofía zen”, dirá un tercero. Todos hablan del nuevo espacio dedicado al arte que se inauguró en la ciudad cordobesa de La Cumbre: la sala dedicada a la obra del pintor Miguel Ocampo (1922).
Si bien en esta ciudad hay una tradición cultural moderna y un circuito local desarrollado, producto especialmente de los escritores y artistas que la eligieron como lugar de residencia o de prolongadas vacaciones, la sala dedicada a la obra de Ocampo sale de lo común.
El arquitecto Sebastián Martínez Villada realizó con este pequeño y exquisito edificio su primer trabajo profesional, para un comitente de alta exigencia como Miguel Ocampo, quien también es arquitecto.
La edificación encargada por el artista –quien se niega a llamarla “museo”– surgió como demostración de agradecimiento a la ciudad en la que eligió vivir desde hace treinta años y donde viene produciendo una obra que mucho le debe a ese entorno lejano de las grandes ciudades donde el pintor realizó parte importante de su obra anterior (Buenos Aires, Roma, París y Nueva York), entre fines de los años cuarenta y fines de los años setenta.
La sala, ubicada en la zona del Golf, uno de los lugares privilegiados de la ciudad, tiene estándares museísticos de nivel internacional y una perfecta acústica, pensada para presentar regularmente conciertos de cámara. La cualidad y valor del sonido (del sonido del silencio) forma parte de la concepción del espacio.
A fines de la década del ’40, como resultado de su primer viaje a Europa, Ocampo se volcó hacia la geometría. En Buenos Aires, a comienzos de los años cincuenta, empieza su período concreto.
Bajo la influencia del diseño, la Bauhaus y la fuerte personalidad de Tomás Maldonado. En ese punto comienza la exposición, donde se exhiben varias pinturas de todas las décadas entre 1950 y el presente.
Ocampo trabajó en el servicio diplomático durante veinte años y sus destinos fueron claves para su desarrollo. Estuvo destinado en Roma en la década del cincuenta, en París en los sesenta y en Nueva York en los setenta: ciudades fuertemente marcadas por lo artístico. Por eso cada lugar dejó una marca en su obra, de modo que el lugar es el estilo.
Aunque su estilo siempre recorre un camino personal y paralelo al de las grandes tendencias, de las cuales entra y sale sin esfuerzo: Ocampo se acerca y se aleja de las líneas dominantes. Según las épocas se deja influir por ellas, aunque también las ignora. Su obra es paradójica porque oscila entre el aislamiento y la conexión. El aislamiento es estructural, una cuestión, podría decirse, de temperamento y autopreservación. La conexión, en cambio, es asistemática y subjetiva, porque es la condición que, según el momento, le permite tomar algo de una corriente y transformarla.
Ocampo deja que pasen de largo los furores de una tendencia y trata de absorber sus aspectos relevantes, más allá de la moda. En su etapa de Roma, durante la segunda mitad de los cincuenta, la geometrización de la imagen se transforma gradualmente. El artista va más allá del trazo de líneas y curvas de color y de la disposición de componentes geométricos. A partir de este momento la luz, el contraste y el claroscuro serán centrales en sus telas. Ocampo busca crear atmósferas, cosa que al arte concreto no le permitía.
En su etapa de París, durante la primera mitad de los años sesenta, el pintor se dedica a una interpretación libre del informalismo, con el color como dato principal. El período de Nueva York, en la década que va desde fines de los años sesenta hasta fines de los setenta, la pintura se caracteriza también por la luz y el color, a lo que se le suma la ondulación de la línea, la diferenciación entre planos, el puntillismo y el salpicado.
Esto es lo que puede verse en la sala mayor, en varias de las telas de las distintas décadas que constituyen el primer recorte de obra del artista. En la sala mayor se muestra también la obra de los años ochenta, que también está expuesta en otra sala, más pequeña (lateral), junto al acceso de los depósitos: allí se exhibe una breve selección de pinturas de los noventa y un conjunto amplio de cuadros de pequeño formato, todo un reto para los pintores que están habituados a los formatos grandes y al gesto expandido. Por lo tanto, la obra realizada durante el largo presente cordobés de La Cumbre comienza en la sala mayor y continúa en la sala menor. Allí se aprecia la representación del paisaje, en clave más o menos abstracta, pero siempre evidente. De algún modo reaparecen muchos aspectos de las etapas anteriores, pero fuertemente atravesadas por ese paisaje condensado en juncos, pastos, plantas, pajonales y vistas idealizadas de la geografía privilegiada de la ciudad. La vegetación se abre camino y encuentra un lugar en la tela. Los colores se hacen más intensos y autónomos.
Desde su reciente inauguración hasta fin de Semana Santa, se mantendrá la misma muestra. Pero a partir de entonces serán otras las obras exhibidas. Según el plan, la sala ofrecerá tres configuraciones distintas por año, de modo de proponer distintos recorridos y profundizar en la obra del artista.
En este sentido, una particularidad del pintor es que por más funcionamiento autónomo que tenga cada cuadro, en realidad es necesario ver algo más de la serie para que la obra complete su sentido. Y, comprendiendo esta solidaridad pictórica que va de un cuadro a otro, también se produce un fenómeno de serie dentro de cada cuadro. Pero se trata de una serie en el tiempo, porque cada obra contiene un desarrollo sucesivo que depende de la lógica interna de los colores y formas, de la intensidad del tiempo en que se detiene la mirada. Una misma obra cambia y opera en el tiempo. Son cuadros de larga duración, de efecto lento. Así lo comprueba cada uno de los espectadores que pasa por la muestra según pudo comprobarlo en las visitas que hizo a la sala quien firma estas líneas. El golpe de vista que en cierto modo es el que rige la mirada contemporánea, rápida y esquemática, resulta pobre como acercamiento a la obra de Ocampo, porque su pintura depende del tiempo de visión que se le dedique.
En combinación con el funcionamiento sucesivo, temporal, de las obras, hay otro que surge explícito en los años noventa: la simultaneidad. Una larga serie de trabajos exhiben el plano dividido, que en conjunto compone una unidad temática. Cada división podría pensarse como un módulo que interactúa con los demás, de manera que el sentido está en la intersección de todos los módulos. Como en la serie erótica, las formas entran en contacto para producir sentidos nuevos. Esas líneas de corte en algunas series son fuertes y notorias y en otras se vuelven sutiles y apenas insinuadas. Generalmente introduce la línea como dadora de sentido. En los cuadros concretos, en las pampas, en la serie erótica y, desde luego, en todos los cuadros de tono realista así como en su creciente producción de dibujos.
La pintura de Ocampo siempre está muy elaborada, pero nunca hace evidente esa condición. Se puede pensar en la serie de París, una reelaboración del informalismo en cámara lenta, en la que el gesto es inmanente y las líneas se organizan bajo la forma de un caos controlado. También está la extendida serie erótica, donde las salpicaduras que llenan el plano para componer el color en la retina –más que en la tela– fueron realizadas con el golpeteo metódico de un pincel empapado de pintura contra un palo, que va liberando lentamente los pigmentos. La serie realista, de los noventa, no sólo es producto de la observación, sino también de la invención.
La imagen de Ocampo casi siempre está a punto de disolverse. Se trata de una pintura que huye de actitudes enfáticas porque el componente central es el color y en consecuencia, la luz. La pintura surge como un efecto secundario de la percepción. Y la sala en que se exhibe, por supuesto, ayuda a la mejor percepción posible.
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